Alba González

Los herederos


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      La estructura arquitectónica de Pueblo Liebig es casi la misma desde hace cien años, a pesar de que los asentamientos han crecido desordenadamente hacia los accesos, alrededor del núcleo histórico. Allí el diseño original continúa intacto, la mayoría de las casas construidas por Liebig’s se conservan, aunque varias fachadas originales han sido alteradas.

      Cualquier habitante antiguo del Pueblo reconoce los elementos originales en las viviendas, cuáles son las que se conservan tal como fueron levantadas, qué se modificó en cada una. Para muchos, es un orgullo que todo esté “tal cual” –aunque de hecho no lo esté– porque “los ingleses sabían lo que hacían”. Lo que “los ingleses” construyeron continúa en pie: los espaciosos chalets del personal jerárquico edificados según las tipologías de uso en la Inglaterra de fines de siglo XIX, las viviendas obreras, la “casa de visitas” donde alguna vez se alojó el príncipe de Gales, el club, las canaletas, las bombas de agua, la chimenea.

      De la grandiosa fábrica emplazada al borde del río Uruguay, sin embargo, no queda más que una carcasa; de los muelles, los restos. Ruinas arquitectónicas que, como afirma Andreas Huyssen (2008), despiertan la nostalgia al combinar los deseos temporales y espaciales por el pasado como una especie de “utopía invertida”.

      También están presentes, en su materialidad, lo que Liebig’s “les dejó”: el edificio de la capilla y de la escuela, los libros de la biblioteca, las medallas conmemorativas de veinticinco y cincuenta años de “servicio fiel”, como lo expresa la leyenda grabada en ellas.

      Las medallas están en muchas casas, exhibidas por sus habitantes con la dignidad de poseer un símbolo del trabajo, entendido como “culto” y como cultura.

      Esta vez tuve un nuevo anfitrión en mi visita a Pueblo Liebig, también un antiguo trabajador que llegó a ser jefe. Me llevó a conocer la fábrica. Entramos “de contrabando”, me dijo, porque “el dueño ya no deja pasar”. Pero con él entré, pues conocía a los serenos y había trabajado allí toda su vida, como su familia, “como todos”. Y, además, había sido el primer presidente de la Junta de Gobierno “cuando la Liebig donó el pueblo a la provincia”. Nueva perplejidad: ¿de quién era allí qué cosa y cómo había llegado a serlo?

      Ciertos edificios, sitios y objetos funcionan en Pueblo Liebig como soportes de memoria e instituyen marcas que visibilizan las luchas en torno al sentido de los lugares y la memoria impuesta en cada caso. Tanto los que aún permanecen como muchos de los que desaparecieron –y que hoy para el que lo mira desde afuera son espacios “vacíos”– actuaron como catalizadores en las narraciones de las personas que entrevisté. En los recorridos por el Pueblo frente a un espacio donde nada había emergían relatos: “Acá antes estaba la vieja escuela del saladero”, “Este era el campo de golf”, “Aquí terminaba la pista de aterrizaje”. Y esta aparición de lo invisible convocado por la memoria se reiteraba en todo el trayecto. Las narraciones que acompañan el caminar, como todo relato según Michel de Certeau (1996: 127), atraviesan y organizan lugares, los seleccionan y reúnen al mismo tiempo; todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio temporalizado.

      Estas remembranzas demostraron, en su reiteración, que la selección no era casual ni fortuita; referían a aquellos lugares y objetos que se fusionaban con las dimensiones más afectivas y sensoriales de los recuerdos. El carácter discursivo de la memoria, como asegura Lisa Rosén Rasmussen (2012), es solo la mitad de la historia. Ello lleva a problematizar el proceso de atribución de sentido y las distintas modalidades de apropiación por las cuales esos sitios se transformaron en “marcas territoriales” (Jelin, 2002). Convoca también a interrogarnos acerca de las diversas formas de instituir nuevas señales en el espacio público en forma de placas, nombres de calles y monumentos.

      “La lata”, como la llaman familiarmente en Pueblo Liebig, fue realizada por un artista local, cuyos padres y abuelos habían trabajado en la fábrica. Se construyó por iniciativa de la Junta de Gobierno de Pueblo Liebig en 2005, tras un proceso del que solo quedan algunos relatos. Lo primero que me provocó fue sorpresa, y luego un sinfín de preguntas: ¿qué hace allí esa lata?, ¿por qué que se eligió esa imagen?, ¿qué significa para los habitantes actuales?

      2. Lo que va de ayer a hoy

      Entre finales del siglo XIX y principios del XX, el aumento de la demanda de alimentos a escala mundial posicionó a la Argentina como un importante proveedor de carne. En 1903, la compañía inglesa Liebig’s Extract of Meat Co. Ltd. instaló en Entre Ríos, a orillas del río Uruguay, un establecimiento industrial de procesamiento de carne, Fábrica Colón, que llegó a ocupar más de tres mil personas. En torno al edificio fabril, la empresa construyó un poblado al estilo company town para albergar a obreros y personal jerárquico suministrándoles viviendas y todos los servicios necesarios.

      Hoy ese poblado se denomina Pueblo Liebig y fue en el pasado uno de los lugares, diseminados a lo largo del planeta, donde Liebig’s Extract of Meat Co. Ltd. procesaba la carne del ganado local para producir artículos destinados exclusivamente al consumo europeo. Las decisiones y políticas empresariales tomadas a larga distancia incidieron y cobraron materialidad en el ámbito local: desde los impactos a nivel geográfico que generaron un espacio disociado del nacional –articulado a veces más a lógicas y racionalidades transnacionales que nacionales– hasta aquellos que incidieron en la cotidianeidad y la moralidad de los trabajadores. En este sentido Pueblo Liebig puede caracterizarse como una “zona de contacto”. Este término, acuñado por Mary Louise Pratt (2011: 33), remite al espacio en que personas separadas geográfica e históricamente entran en contacto entre sí y entablan relaciones duraderas, que por lo general implican condiciones de coerción y conflicto.