le gustaba decir a mi viejo. Yo tenía 11 años y estaba desesperado: cambiaba de escuela. Repito: cambiaba de escuela. Además, los pies me habían crecido una barbaridad –ahora calzaba 43− y mi hermana Emi no hacía más que hablar de las cosas que se perdía de vivir.
En la costa, mi viejo fue otro. Se dejó una barba que le enmarcaba la boca y le resaltaba los ojos. Era un Conrad de cabotaje. Nos llevaba a la escuela en auto. A primera hora. Todas las mañanas. Yo viajaba adelante; mi hermana, callada, ausente, en el asiento de atrás. Teníamos una rural bordó con paragolpes de metal. A mi derecha, indefectiblemente, se abría el mar con su inmensidad. Durante aquellos viajes, escuchábamos la radio como si fuera un rito. Del parlante salía una mezcla de música, voces y ruido. Siempre pasaban las mismas canciones. Era una de las pocas felicidades del día: el consuelo de la repetición. Con sus compromisos comerciales, las emisoras certificaban nuestra estabilidad emocional.
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Iba a una escuela que de afuera parecía una fábrica. Miraba a mis compañeros desde una enorme distancia; desde una nube. Yo estaba fijo en el pasado, en un pasado a mi medida, diseñado con todo lo necesario para perdurar. Me entusiasmaba la idea de la reedición de mis mejores momentos. ¿Por qué no podría suceder? Hay un modelo cosmológico: el universo es cíclico; mi vida no sería una excepción. Pensaba: Todo es cuestión de tiempo. Uno se entusiasma con lo que puede. Me decía: Hay que estar a la altura de las circunstancias. La cabeza se me iba en todas las clases; en particular, en la de matemática y en la de física. Las mañanas corrían lánguidas y yo pensaba en cualquier cosa. Mi rescate era el recuerdo de ese tiempo en el que, ahora me enteraba, había sido feliz.
Teníamos gimnasia los martes a las tres. Íbamos a un club del centro. La escuela terminaba a la una y yo me refugiaba en uno de los bares de la ciudad que se llamaba “El pasillo”. Estaba frente al Hotel Provincial. El mozo, un tal Nelson, había sido doce años guardavidas de La Perla. Un día se compadeció –mi cara de desolación habrá sido evidente– y me invitó a entrenar. Venite al natatorio, dijo. Usó esa palabra: “natatorio”. A la semana, empecé: lunes, miércoles y viernes de 16 a 18.
Nadaba crol y espalda. También, trabajé la patada de mariposa. De un día para otro, me transformé en deportista, que es igual de absurdo que convertirse en astronauta. Lo sentía al caminar, cuando movía los brazos o giraba la cabeza. La pileta me dio más de lo que esperaba. Salía con la sensación de haber visitado el paraíso. El agua era algo difícil de entender. Se presentaba como una irrealidad.
Nelson me miraba cuando yo pataleaba. Decía que tener los pies grandes me daba velocidad. Antes de que terminara el año, me había anotado en tres torneos; dos los gané y en el tercero salí segundo. Mi madre, en esa época, se teñía el pelo de rubio platinado. En las carreras, cuando sacaba la cabeza para tomar aire, distinguía su melena blanca en medio del público. Era un faro. Me distraía y orientaba al mismo tiempo.
Un día falté a la escuela. Me compré unas pastillas Halls de menta, un paquete de Derby y un encendedor. No había fumado en mi vida, pero creí distinguir en los que lo hacían una resolución absoluta y pensé que si los imitaba podría alcanzarla. Los fumadores sabían qué era lo que querían. Y, sobre todo, cómo lograrlo. Había una destreza en el movimiento de sus manos. Era un acto que expresaba manejo del placer: distinción, gracia, administración del tiempo, resolución o, más precisamente, autonomía.
Prendí mi primer cigarro frente al mar. Dos pitadas y lo tiré. Me pareció espantoso. Sentí gusto a metal y a tierra al mismo tiempo. La frustración fue tan grande que descarté el paquete y pensé que lo que acababa de sufrir era una muestra de mis limitaciones; al fin y al cabo, un rasgo de personalidad. Soy flojo, me dije. Lamenté el hallazgo profundamente.
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Con desesperación, volví a nadar. Tuve la certeza de que esa actividad me iba a hacer bien o, mejor dicho, que era la única ocupación que podía ofrecerme algún beneficio. Nelson habló con mis viejos y me anotó en una competencia provincial. Entrené todos los días. Me sentía más grande que el mundo que me contenía. Yo, con mis discretas habilidades, manejaba las cosas a mi antojo, y esa experiencia me confirmó en un rumbo. Incierto, es verdad, pero rumbo al fin.
El segundo martes de junio, Abel Kreimer, un compañero de colegio, accedió a explicarme trigonometría: yo estaba más perdido que nunca. Saqué fuerza de donde pude y fui a su casa, que era muy lujosa: tenía fondo y pileta. Creo que el padre trabajaba en astilleros o incluso él mismo era dueño de uno. Entré, y lo primero que vi fue una chica que tocaba el piano como los dioses en un living inmenso. Al rato, me enteré de tres cosas. Una: era la hermana menor de Kreimer. Dos: tenía un nombre excéntrico, Raisa. Tres: practicaba una Fantasía de Schumann.
Con Kreimer nos pusimos a estudiar en la mesa de la cocina. No duramos mucho, cualquier cosa nos distraía. Salimos al jardín y nos tiramos al sol. Raisa también había abandonado su tarea. Ahora fumaba sentada en el pasto. Mi amigo me convidó un Marlboro y le dije que sí. El destino me ponía a prueba y esta vez no podía fallar. Agarré el cigarrillo entre el índice y el mayor y esperé a que me lo encendiera. Disimulé el asco todo lo que pude. El humo me raspó la garganta y bajó hasta los pulmones. Supe que no quedaba otra: había que insistir. Pensé que, más allá de lo que se diga, los vicios son, definitivamente, triunfos de la voluntad.
Los años de la secundaria pasaron volando. Gracias a la mediocridad de mi entorno, egresé sin problemas. Me había acostumbrado al frío, al viento del mar y a los cigarrillos mentolados. De golpe, los cinco amigos que había hecho se iban a estudiar a otra parte. La ciudad se vaciaba y, como si reaccionara al abandono, se cerraba sobre sí misma. Las calles y las plazas eran de nadie, y ese atributo –la más pura ajenidad− las volvía impasibles.
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Llegué a Buenos Aires y me sentí extranjero. Los edificios eran los mismos, ladrillo por ladrillo, pero también eran otros. Estuve un tiempo desconcertado. Evalué varias carreras hasta que me decidí por algo tradicional. Nunca tuve imaginación, me anoté en Odontología. Mi madre, feliz.
En esa época, ya sabía que el movimiento es vida, pero también que el tránsito debe respetar ciertos límites. Lo mío siempre tuvo que ver con los circuitos. Recorría los mismos lugares: las manzanas que rodean el Hospital de Clínicas y dos o tres cuadras de Villa Crespo, barrio en el que alquilaba un departamento. A veces, como si fuera un recuerdo de infancia, me venía a la cabeza cierta imagen de Mar del Plata: una construcción en la playa cerca del faro, semi hundida en la arena y cubierta de grafitis.
La carrera implicó algo de esfuerzo y mucha verticalidad. Un grupo de amigos me ayudó a estudiar, fui muy productivo. En aquel momento, se me había alargado la cabeza; fue el primer cambio evidente de la adultez. Para disimular esa forma medio ovalada –el mentón casi me rozaba el pecho−, me había dejado unas patillas largas que parecían branquias. Usaba camisas blancas impecablemente planchadas que, cuando empezaba a hacer un poco de calor, despedían olor a almidón.
No me costó conseguir empleo: me contrataron en el mismo instituto en el que había trabajado mi madre. El director, el doctor Lacunza, un panzón de corbata siempre llamativa, cada vez que me cruzaba, decía que jamás había conocido una persona más talentosa que ella y, aunque sus palabras aludían al plano laboral, alcancé a distinguir en el tono de su voz un esmalte de emoción que, a las claras, traducía un vínculo de otra índole. Por supuesto, empecé a pensar en otros términos nuestra abrupta ida a la costa.
En el instituto me encargaba de Ortodoncia. Quería juntar plata para instalar un consultorio con un par de colegas. Uno de ellos tenía contactos para conseguir prepagas. Nuestra idea era prosperar rápido y con el menor esfuerzo posible. En esa época, estaba asentado en una felicidad tan elemental que no me alcanzaba ningún revés: mi padre, en la costa, había condensado su pensamiento; ahora, para él, la comida, el pan concretamente, era metáfora de todo.
Buenos Aires me trataba bien. Nadaba dos veces por semana, compraba comida hecha y dormía estupendamente. Había una pileta en la calle Paraguay que me quedaba de paso. Cuando salía de entrenar, tomaba un café en un barcito de Azcuénaga