Pensé: En un mundo simétrico, lo imprevisto brilla, siempre brilla. De golpe, supe que aquella noche en La Biela iba a ser mi noche, la que quedaría en el recuerdo. Hay que hacer que algo cruja, pensé. Provocar. Producir terremotos, plegamientos en la corteza terrestre. Raisa Kreimer se paró con dos movimientos –desplazó la silla con la presión de su pierna−, se acomodó el cuello del blazer y cruzó el salón. Iba al baño. Yo apoyé la boca en el Martini. El labio superior, hundido en la bebida. Fue una forma de que pasara el tiempo. Unos minutos, necesitaba unos minutos.
En el momento exacto, me puse de pie. Atravesé el espacio con pasos largos, tenía electricidad en el cuerpo. Me detuve en un hall frente a las puertas de los baños. Miré las letras: H y M. Pasaron algunos segundos, no más de quince, y apareció Raisa. No sé si la miré o no, no sé qué cosa habrá pensado. En ese momento, al recuerdo se le suma un ruido de losas que chocan. Es algo menor que se unió a la escena. Y quizás por ese ruido fue que pasé a la acción. Quién sabe. Lo cierto es que di un paso hacia ella –nada estaba previsto− y la besé en la boca o, para ser fiel a la verdad, medio centímetro por debajo de la boca; sin embargo, la caricia dejó en claro su mira. Fue un beso torpe –por pudor o aturdimiento− que, pese a su ligereza, cifró un sentido. Le agarré la cara y me acerqué despacio para darle tiempo al rechazo. No sucedió. Reacción propicia, extendió el brazo y me rodeó la cabeza. Me separé de sus labios y la miré a los ojos, fue clave ese vaivén. Raisa, dije con voz grave. Y repetí: Raisa. Se quedó en silencio, ocupada en descifrar mi intención. Después, vino el cambio. Tomó distancia, me dio un empujoncito suave. Se recompuso el pelo y hubo una vaga violencia: súbita, increíble. Dijo: Vuelvo a la mesa. Dio media vuelta y enfrentó el salón que, a esa altura, había tomado las dimensiones de la estepa rusa.
En el agua, el cuerpo no pesa. Con la octava brazada se activa algo y el nadador entra en estado primordial. Cuantas menos cosas me unan a lo corriente, más fuerte va a ser la experiencia, pensé. El alumno de Del Vecchio –Toni, Cuti o Facu− organizó la salida: consiguió el guía y procuró los equipos. Flamantes, profesionales. Nos encontramos en un bar, frente a la estación del Mitre, en Tigre. Era una noche fría de otoño. El coordinador discutía con la imagen que yo tenía de un buzo. Gordo, pelado, un poco bizco. Pidió una tónica y se puso a hablar. Algo quedó en claro: lo que íbamos a hacer era muy peligroso –una verdadera locura− y no se hacía responsable por lo que nos pudiera ocurrir. En este punto, giré la cabeza y le hice un comentario a la persona que tenía al lado. Era una mujer. Hay cosas que uno tendría que esquivar, comenté. Ella –cuarenta años, nariz aguileña− respondió con un gesto. Pensé: Cada uno escucha lo que quiere. Tenía un pañuelo estampado en la cabeza.
Nos trasladamos en dos camionetas hasta un recreo. Atravesamos un descampado y entramos a un galpón lleno de pertrechos náuticos. Nos pusimos los trajes de neoprene; el frío en ese lugar era terrible. Después subimos a una lancha que navegó por el Capitán. Iba a la deriva o, al menos, eso parecía. Fueron cuarenta minutos por esa intemperie: mi reloj de cuadrante flúo era espléndido. Arriba, tres estrellas. Tres o cuatro. Nadie decía palabra. La clausura era absoluta: el ruido del motor y las plantas, un contorno en la oscuridad, cortaban el aliento. De golpe, se oyó un pájaro y se movieron unas ramas. Fue la señal. La lancha obedeció y se detuvo. Nos calzamos los tanques y las máscaras. Había olor a río, a perro, a gasoil. El coordinador hizo una seña y nos tiramos al agua. Medio desesperados, nos atamos las muñecas con una soga larga, quedamos enlazados como cuentas de un rosario. Buceamos en absoluta oscuridad. Eso no se puede narrar. Era una ebullición. Borboteos, sonidos de succión: el barro se pegaba a los trajes, a las antiparras, a todo. Cada tanto nos rozaba una lengua: peces, babas, reptiles, la más cerrada incertidumbre.
El mundo es irremediablemente caótico, tiende a la divergencia. Pero cuando se altera cualquiera de sus variantes, se dispara la ilusión de que todo puede destruirse y organizarse otra vez de acuerdo a un sistema armónico. Eso me pasó con aquella ceguera brutal. Fueron unos minutos −quince, veinte−, pero algo me quedó. No sé cómo llamarlo. En adelante, aprendí a vivir con esa dicha en el corazón.
Raisa –extremidades largas− se movía como si tuviera todo el tiempo por delante. El viento soplaba a su favor, siempre. A esa ventura, que era puro azar, le sumaba un ingrediente personal: su habilidad extraordinaria para tomar decisiones. En otras palabras, se libraba con elegancia de lo binario. Para ella, nada era blanco o negro, manejaba una amplísima gama de grises. En aquel momento, vivía en la calle Laprida. Su departamento, espacioso y señorial, era parte de su herencia: los padres habían sido generosos con ella. En el living tenía un piano Pleyel de un cuarto de cola. Y las cortinas que cubrían las ventanas –enormes paños de terciopelo− eran parecidas, en espesor y gravedad, a las del teatro Olympia de París.
A los dos días del episodio de La Biela, Raisa tenía turno en mi consultorio. Vino con una pollera tableada y su mejor sonrisa. Trabajarle la boca me generó una confusión que controlé enseguida. De todas formas, durante la consulta conservé un estado de nerviosismo que se reflejó en mi voz: más aguda, alejada de la inflexión habitual. Raisa se divertía con mi circunstancia. Nada la afectaba, se movía ligera y con un dejo de malicia. Hizo dos preguntas sobre odontología y noté que mis respuestas, demasiado formales, le parecieron ridículas. Me retraje. Hay que hablar menos, me dije. Reflexioné: Discreción. Ante todo, discreción. Ella marcaba el pulso de la charla. Dijo como si nada: El miércoles hacemos un concierto en casa. Venite. Me corrí el barbijo. Aspiré el sodio que usaban para desinfectar la sala. Tocamos un dúo de oboe y piano de Haas, dijo. Haas, repetí como si lo conociera. Salgo con un alemán que adora a Haas, agregó. Y me clavó la mirada en el mentón. Entendí –lo supe, juro que lo supe− que los dos, por caminos diferentes, llegábamos a los mismos lugares.
Tres pasos: trabajar, fumar, nadar. A la pileta de la calle Paraguay, le sumé la olímpica de River. Creí que los habitués tendrían una mirada parecida a la mía. Puro instinto. Fue así. En los bordes, entre largo y largo, nos saludábamos –una sacudida de cabeza, algún comentario−, ensimismados, con respeto. A través de las antiparras, las cosas se veían distintas. Las caras, perfectamente ovaladas, cambiaban el gesto ordinario –por lo general, severo en los porteños− y ganaban otro cuyo signo era el asombro: las bocas, semi abiertas; las orejas, erguidas; la piel, brillosa y fría. Había un tránsito en nosotros. Nos volvíamos anfibios. Escapábamos del marco de la especie. Llegué a estar cuatro horas en el agua y esto, como no podía ser de otra forma, supuso asimilación al elemento. No hablo de modificaciones físicas –aunque también las hubo: arrugas en la piel de las manos, por ejemplo−, sino de algo relacionado con las ideas. Varió mi noción de horizonte. Esto que digo tuvo eco en todos los órdenes de mi vida. Por ejemplo: me invitaron a escribir una nota para una revista de la universidad. Elegí un tema que manejaba: diastema. ¿Qué es un diastema?, me pregunté. Y cuando repetí la definición de manual −ese espacio entre los dientes− me pareció tan elemental que resolví no pensar en eso ni en nada. Rechacé la convocatoria. Lo que me movía estaba en otro lado. Ese nuevo estado no me inquietó, pero, de todas maneras, un poco me afectaba. Para atenuar el malestar, hice más estrictas mis rutinas, me resguardé en la repetición. También empecé a tener largas charlas telefónicas con mi madre, que se mantenía fiel a su blindaje personal.
Un día, siguiendo un mal consejo, compré un canario. Hice lo que indicó el criador: puse la jaula en un lugar seco y luminoso, a resguardo de temperaturas extremas. Por la mañana, el pájaro cantaba orientado hacia el Este, con los ojos negros y minúsculos clavados en la distancia, como si estuviera ciego. Cuando se me ocurría dormir hasta tarde, le tapaba la jaula con un trapo, pero igual su actividad seguía siendo frenética. Saltaba de la percha al bebedero y del bebedero a la percha, comía, se sacaba los piojos. La oscuridad no lo tranquilizaba; al contrario, parecía ponerlo nervioso. Hacía un ruido rarísimo con el pico.
Pasaron dos meses y no aguanté más. Lo quise regalar: el rechazo de parientes, vecinos y amigos fue unánime. No supe qué hacer. Soy un tipo afectivo, pero necesitaba resolver el asunto rápido y de la mejor manera. Ya no soportaba más limpiar la bandejita, cambiar el agua y barrer el alpiste. Un lunes de octubre tomé la decisión. Abrí la ventana y alenté al pájaro para que se fuera. Planeó hasta una medianera, miró el cielo –su cabeza amarilla giró de