Boaventura de Sousa Santos

El futuro comienza ahora


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por los nuevos tratamientos con múltiples fármacos que prolongan la esperanza de vida (y la esperanza de una eventual vacunación) y muestran que la enfermedad está «controlada».

      Una de las epidemias más frecuentes es la influenza, una infección aguda de las vías respiratorias causada por virus de los serotipos A y B, de la familia Orthomyxoviridae. Conocidas como epidemias de gripe, ocurren principalmente durante los meses más fríos, pero con diferentes intensidades. Los niños pequeños y las personas mayores de sesenta y cinco años son particularmente vulnerables a la infección por el virus de la gripe. Las epidemias de gripe, que han afectado principalmente a países del hemisferio norte, ocurren cuando uno de los 16 subtipos del virus, diferente de las variantes ya presentes en los seres humanos, aparece y se propaga rápidamente (Garmaroudi, 2007). La enfermedad, con síntomas característicos, se propaga rápidamente y a menudo se complica al causar neumonía bacteriana o viral. La primera variante cede a los antibióticos, pero como no hay tratamiento para la segunda, se convierte en una causa común de muerte durante las epidemias de influenza (Saunders-Hastings y Krewski, 2016).

      En el contexto europeo, una de las primeras referencias, bien documentada, sobre la presencia de una epidemia de influenza se produjo en 1580. Esta pandemia, cuyo epicentro se estima que fue Asia durante el verano de 1580, se extendió rápidamente a África y Europa a lo largo de los corredores comerciales en Asia Menor y África del nordeste. Posteriormente, la infección llegó a las Américas (Pyle, 1986). Entre 1781-1782 hubo un brote de influenza que, según varios autores, se inició en China en el otoño, extendiéndose posteriormente a Rusia y de allí a Occidente, llegando a toda Europa en unos ocho meses (Potter, 2001; Saunders-Hastings y Krewski, 2016). La información disponible señala el alto grado de propagación de esta gripe por Rusia y América del Norte, especialmente durante los primeros meses de la pandemia y, en particular, entre los adultos jóvenes (Thompson, 1890). En el punto álgido de la pandemia, más de 30.000 personas enfermaban en San Petersburgo todos los días; dos tercios de la población de Roma enfermaron de influenza; y se informa que el brote asoló Gran Bretaña durante el verano de 1782 (Pyle, 1986).

      Las explicaciones avanzadas sobre la causa de esta pandemia son bastante diferentes: a raíz de especulaciones médicas previas sobre el origen de las epidemias, algunos médicos han invocado terremotos y erupciones volcánicas como potenciadores, concentradores y diseminadores de materiales, especialmente en términos mecanicistas (Smith, 1995). Cabe señalar que 1889 fue un año con muchos terremotos en diferentes lugares: Portsmouth, Mánchester, Sicilia, Grecia, Japón, Samoa, Alabama, entre otros. Otras teorías avanzadas sostenían que la propagación de la enfermedad se debía a fenómenos eléctricos o magnéticos, principalmente porque algunas epidemias anteriores habían coincidido con exhibiciones espectaculares de auroras boreales. En ese momento, algunos académicos argumentaron que las corrientes eléctricas transmitidas a través de la atmósfera podrían producir ozono, lo que intensificaría la transmisión y la fuerza de la influenza (Smith, 1995). Sin embargo, hay que mencionar un hecho: la mortalidad de la pandemia de 1889 fue muy similar a la de los brotes de gripe de 1947, 1957, 1968, 1977-1978 y 2009-2010. Es posible que las redes de información y médicas hayan cambiado, pero la virulencia de la gripe –con la enorme excepción de la pandemia de 1918, que abordaré a continuación– parece haber permanecido prácticamente igual (Madrigal, 2010).