de acuerdo acerca de qué entendemos por psicoanálisis, más acá de lo que en él pueda cambiar o no.
Durante su primera gran crisis (ligada a los nombres de Adler, Stekel y Jung), Freud fue claro: «Psicoanálisis es lo que yo llamo “psicoanálisis”», dijo en resumidas cuentas2. Y lo que él bautizó así es un método para despejar la oscuridad que envuelve al núcleo de nuestro ser3. Tal acción elimina los síntomas o, en su defecto, reduce el goce involucrado en éstos, de modo que en el proceso la curación llega «por añadidura» —así lo señaló Lacan—, como una suerte de efecto colateral4. En consecuencia, aunque suela olvidárselo, el psicoanálisis no es una terapéutica, si bien los cambios que introduce pueden, llegado el caso, resultar terapéuticos5.
Todo sería más sencillo si el análisis fuera una terapia. Bastaría con definir qué es lo que consideramos «norma», deducir (por comparación y diferencia) qué peculiaridad tiene el padecer de cada uno, y de tal modo dar a esa práctica un aire de cientificidad comparable con el de la medicina. Así como a nadie inquieta el porvenir de la medicina, no nos preguntaríamos por el porvenir del psicoanálisis ni nos preocuparíamos por él. Sin embargo, el análisis no es una terapia, sino una acción que apunta «al corazón del ser»6, a ese núcleo (Kern) del que hablaba Freud y que es lo propio de cada uno de nosotros, nuestra esencia, no como ejemplares de la especie humana, sino como seres únicos e irrepetibles. Luego, la dimensión propia del análisis no es la de lo universal (propia de la línea que crea el límite entre una hipotética «normalidad» y cualquier patología) ni la de lo particular (que caracteriza a todos los casos que forman una clase o un tipo), sino la de lo singular, que es al mismo tiempo lo esencial.
El primer problema que esto plantea fue comparado por Lacan con uno que Platón formuló en ese atípico diálogo suyo llamado Menón7. Allí, el filósofo se pregunta cómo buscar la virtud si no sabemos qué es y cómo saber si lo que hallamos es lo que buscábamos, y la teoría de las ideas le permite sortear la paradoja resultante, al precio de concluir que no hay ciencia de la virtud, dado que ésta no es universal, aunque un saber hacer pueda permitirnos encontrarla. Pues bien, del mismo modo es posible preguntarse cómo ir en busca de lo singular si no sabemos qué es lo singular, y de entrada Lacan halló un modo sencillo de descartar, al menos, las respuestas inconducentes: si despejamos los invariantes estructurales, éstos son universales y, por lo tanto, no deberemos allí buscar lo singular8. Toda estructura es universal (puede ser objeto de ciencia) y por ello mismo nada dice acerca de lo singular, si bien permite demarcarlo.
El problema señalado por Platón y Lacan no impide realizar esfuerzos para tipificar lo singular, y en cierto sentido la historia de las teorías psicoanalíticas es la de los modos de caracterizar la singularidad buscada. La repasaremos para adquirir una visión más clara de nuestro presente y así vislumbrar por dónde pasa nuestro futuro más próximo.
Tipificaciones de lo singular
De entrada, Freud concibe el núcleo singular de nuestro ser como un deseo inconsciente, refractario a las palabras, y cuya voluntad ejerce en nosotros unos efectos que se nos imponen de manera compulsiva9. Durante la Primera Guerra Mundial nota, al elucidar el caso del Hombre de los Lobos, que ese deseo está a su vez moldeado por un rasgo simbólico de la imagen de cierto objeto (la imago), rasgo al cual remite entonces la singularidad del analizante10. Hacia el final de su obra, el carácter compulsivo de los efectos de esa singularidad lo inclina a situarla en «el oscuro ello»11. En cualquier caso, el núcleo de nuestro ser es, para Freud, una voluntad que sin que lo sepamos nos habita y nos gobierna hasta el punto de definir el estilo de nuestros lazos libidinales.
Lacan se inscribe en esta secuencia localizando ese núcleo mediante un juego de muñecas rusas: en su tesis, lo sitúa en la personalidad, luego en los complejos que forman la personalidad, y más tarde en las imagos que constituyen el carozo de los complejos12. Por otro lado, en 1949 Lévi-Strauss prueba la existencia de una eficacia simbólica13, y ello sugiere a Lacan —que aún no había introducido sus tres registros— la posibilidad de que ese núcleo sea simbólico. Durante años avanzará en modo condicional, por así decirlo, hasta desembocar en la aporía del Seminario 8: si es imaginario, lo singular debería ser el objeto del deseo, que no es singular sino particular, y si es simbólico, debería ser un rasgo unario, pero éste masifica y borra la singularidad. Ergo, ninguna de estas opciones es correcta14.
Gracias a que, entre tanto, había demostrado que lo real es independiente de lo simbólico y de lo imaginario15, al comenzar el Seminario 9 Lacan se aboca a distinguir dos tipos de rasgos, uno de los cuales es real y consiste en el estilo singular de goce. No obstante, cuando toda su demostración apuntaba a sostener que el núcleo del ser es ese novedoso tipo de rasgo, de la noche a la mañana se inclina por otra alternativa, la de distinguir dos tipos de objeto, uno de ellos real, e identificar el Kern con este último, y así nace la teoría del objeto a real (entendido primero como causa del deseo y después como plus-de-goce) que da a los años sesenta su carretera principal16. Ese impactante giro, que tiene lugar entre la octava y la novena clases de ese seminario, ha de ser considerado un error por partida doble, ya que, una década después, Lacan se verá obligado a dar marcha atrás, tanto respecto del carácter real del objeto a, como en cuanto a la localización de la singularidad en él: en suma, ese objeto resulta ser particular, no singular, y además es un semblante no real17.
Si el núcleo del ser no es imaginario ni simbólico ni real, ¿qué es? A mediados de los años setenta, Lacan plantea una alternativa novedosa: situado en el enlace entre los tres registros, lo singular no está estrictamente incluido en ninguno de ellos.
La muerte lo encuentra abocado a extraer las consecuencias de esto. Una de ellas es que lo real es un campo heterogéneo y pulverulento que no equivale a lo imposible (como Lacan lo sostenía) pues incluye lo contingente18, y este segundo real, que es sin ley, no está excluido de lo singular.
Miller asistió al seminario de Lacan desde mediados de los años sesenta, comenzó a enseñar en los setenta, y tomó la posta dejada por él desde los años ochenta. No es de extrañar, pues, que haya equiparado la orientación lacaniana con la que apuntaba al objeto a en su carácter de real. Esa «orientación por lo real» armoniza bien con los cuatro discursos, pero no tanto con el final de la enseñanza de Lacan, y por eso tampoco sorprende que, hasta el año 2000, sus periodizaciones de esa enseñanza solieran detenerse en el Seminario 20, donde Lacan reconoce la impotencia del objeto a para dar cuenta de lo real19. El problema es que no hay manera de afirmar que el análisis lacaniano se orienta por lo real y al mismo tiempo aceptar la bifidez de lo real —su irreductible duplicidad, imposible y contingente—. ¡Una brújula con dos nortes! En 2008, el propio Miller, propulsor de la «orientación por lo real», dedica su curso a estudiar lo singular y a redefinir esa brújula, que no apunta a lo real20, sino a lo singular21.
El año 2014 marcó un importante hito en esta saga. El congreso que ese año reunió a la AMP constituyó una puesta al día de lo real22. Lo que había sido nuestra brújula ya no servía23. No era posible equiparar lo real con lo imposible, y además el real contingente nos interesa por su afinidad con lo singular. En los últimos años, pues, el movimiento analítico dejó de identificar el norte de la orientación lacaniana con lo real y lo reubicó en la categoría que siempre lo había alojado: la de lo singular. Como veremos, el porvenir del psicoanálisis depende de eso.
El analista debe ser al menos tres
Al comienzo de su Seminario 22, en tono jocoso Lacan dice que el analista debe ser al menos dos: el que produce efectos y el que los teoriza24. Ahora bien, dado que ha regresado al primer plano la preocupación de los analistas por preservar el discurso analítico en el mundo, habitual un siglo atrás25, no basta con que el analista sea dos (el que desde su sillón produce efectos y el que ante el escritorio o la pizarra los teoriza): debe además salir a la calle para preservar, restaurar o crear en su ciudad las condiciones de posibilidad para que esos efectos tengan lugar26. ¡Hiperactividad justificada y garantizada! El analista debe ser al menos tres pues tres son los niveles donde «la operación analítica» tiene que mantener «la distancia entre I y a»27,