Eiríkur Örn Norddahl

Illska


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«interés profesional».

      —¿No eres ya demasiado adulta para tener interés profesional por los neonazis?

      —Nunca se es demasiado mayor.

      —Mira que eres rara.

      Agnes rio y le tiró del abrigo.

      —Entra en el coche. Vamos a tomarnos un café. Y luego, a lo mejor, tendrás tu morreo.

      ***

      Podemos intentar decir lo siguiente:

      Los populistas buscan siempre hacerse los más populares.

      ¡Y es cierto!

      Los populistas dicen lo que quieres oír. Si quieres chovinismo, tendrás chovinismo, y si quieres argumentos humanistas posmodernos, tendrás argumentos humanistas posmodernos. Los populistas van siempre con la mayoría, reflejan la mayoría.

      ***

      Para dar un buen morreo hace falta mucho más arte de lo que la gente cree. Un buen beso de lengua se fundamenta en ambición, destreza, sensibilidad y conocimiento (aunque, ciertamente, en este arte, como en cualquier otro, existen genios naturales). Quien aspira a un buen morreo está en una situación semejante a la de quien quiere mantener el balón de fútbol en el aire: tiene que concentrarse de forma total y absoluta, al mismo tiempo que se olvida por completo de sí mismo durante el juego. Tiene que aunar una consciencia absoluta con una inconsciencia absoluta para llegar a algo así como un nivel superior, un instante milagroso de repetición y de creatividad, de vanguardismo y de respeto a la tradición.

      Agnes enroscaba su lengua en la lengua de Ómar, quien la recibía con jadeos e intentaba seguir su ritmo. Bien lubricadas, sus lenguas se abrazaban suavemente en un anillo tras otro mientras la saliva les goteaba por las comisuras de la boca y penetraba en las gargantas, de donde brotaban gemidos apagados que salían hacia el mundo entre los músculos en febril actividad.

      ***

      En cierto sentido, el concepto de populismo es recentísimo: su punto de partida es que los populistas desean, más que nada, llegar a ser populares. Se limitan a ir con la mayoría. Pero la verdad es que muchos de ellos se emborrachan con la popularidad repentina y barata conseguida a base de apelar a los más bajos instintos de las personas —desprecio, miedo y arrogancia—, lo que ciertamente los enardece en su labor. Pero no podemos entenderlos sin tener en cuenta sus credos, ni disculpar a los fascistas afirmando que son simples oportunistas. Hacer como si sus ideas no fueran sus ideas, sino una simple forma de llamar la atención. Decir que todo eso tiene explicaciones «normales» (que no una tendencia criptofascista). Oh, sí, sabemos perfectamente que esto contradice lo que acabábamos de decir.

      ***

      Los besos de lengua son de muchos tipos distintos. Este era una prueba olímpica, a la vez gimnástica, de resistencia y fuerza: un triatlón con los ojos cerrados y las manos debajo de la ropa. No es tan fácil conseguir un beso de estos, aunque a veces pensemos que debería formar parte de los derechos universales del ser humano. Pero Amnistía Internacional no se interesa por esto, aunque en muchos sitios del mundo haya gente que prácticamente nunca consigue un beso de lengua como Dios manda. La falta de morreo pasa por debajo de su radar. Y es que tienen muchas otras cosas en las que pensar, no lo niego. Violaciones de los derechos humanos. Prisioneros de conciencia y Dios-sabe-qué-más.

      Y en cierto modo, un buen morreo es también un privilegio. Algo en lo que hay que esforzarse para que llegue a tener el sentido que debe tener. Además, las putas no practican estos besos (normalmente) con sus clientes. Al menos, en Hollywood, no. El beso de lengua no vende. Y yo que creía que en Hollywood todo estaba en venta.

      CAPÍTULO 7

      Nunca tuve intención de quemar la casa. En el alféizar de la ventana había una vela que llevaba tanto tiempo encendida que ni siquiera me acordaba de haberla prendido. Cuando salí del váter me di con el pie desnudo en el umbral, grité de dolor y di manotazos al aire. Lo que quería era quitarme el dolor, quitarme el fastidio del cuerpo. Sentí que los dedos chocaban con la vela encendida y un instante después la sala estaba rodeada de brillantes llamas. Una vez me prometí estar al lado de Agnes en el placer y en la enfermedad. Ponerme siempre de su parte. Pero ¿qué tenía que hacer si de ello se derivaba un engaño en contra mía? ¿Si lo que ella quería hacer era asestarme una puñalada por la espalda, hacerme sentir mal? ¿Tenía que aguantarme si me sentía mal? Estaba en el quicio de la puerta de la cocina mirando el salón. El sofá que le habían regalado sus padres estaba ardiendo. En el revistero ardían los periódicos. La tapa del tocadiscos se derretía. Las plantas de las macetas gritaban. Las estanterías ardían, y los libros con ellas. Los álbumes de fotos. La alfombra que había tejido Agnes para regalármela en navidad. Los CD. Las ventanas del salón estaban negras de ceniza. La vela había caído debajo del radiador de la ventana. La mecha aún tenía llama. Y en la ventana, un mar de fuego. Tenía la impresión —y no conseguía quitármela de la cabeza— de que, si yo me hubiera comprado un anillo de pene, nada de eso habría pasado. Daba igual saber que era una idea totalmente absurda —a mi mente no le interesaba ni lo más mínimo la racionalidad, que yo creía que era una de mis dotes, sino que mis pensamientos chapoteaban en mi interior y lo enmerdaban todo con su estulticia—. Tendría que haberme comprado un anillo de pene nada más conocernos. Si lo hubiera hecho, esto no habría pasado. El corazón no miente. El momentum de la historia de la humanidad. Lo sentía en todas las fibras del cuerpo. Como si ya no fuera dueño de mí mismo. A veces, las cosas suceden tan deprisa que no puedes oponer la menor resistencia. Quizá nunca podemos oponer resistencia a nada. Pero cuando navegamos tranquilos, podemos hallar un instante de calma para explicarnos a nosotros mismos que los acontecimientos en los que estamos envueltos obedecen a un sistema. En una singladura muy calma, hasta no resulta impensable la sensación de que hay alguien que lo dirige todo. Que alguien vela por nosotros y nos guía entre los escollos. Pero cuando la mar está embravecida, o te caes por la borda o te atas al mástil esperando que no pase nada. Cuando encontré el anillo de pene, mi primera reacción fue probármelo. Sentí deseos de bajarme los pantalones y meter la polla en el anillo. Aunque no fuera más que para saber si me iba bien. Metérmelo por todos los medios —igual que las hermanas de Cenicienta se cortaron los talones y los dedos de los pies para demostrar al mundo que eran ellas las elegidas, y no Cenicienta—. Yo deseaba mostrar al mundo —que no me estaba mirando— que aquel anillo de pene era mío. Así, nadie sabría de mi vergüenza y hasta yo podría olvidarme de ella. Pero no me animé a hacerlo. Digamos que pensé en las llamas. Que pensé en el olor a quemado. En el hedor de algo que arde. En las pilas de los vibradores. En el olor a sexo —si el olor se debe a la presencia de unas partículas, ¿no se quemarían ellas también?—. Pero el fuego no había llegado aún al dormitorio. Allí no había fuego. No había pasado más de medio minuto desde que lo encendí. Desde que se encendió. Él solo. Por accidente. Sí, sí. A veces las cosas pasan tan deprisa que no podemos hacer nada para evitarlas. Causa y efecto se suceden en tal confusión que nos resulta imposible prever qué sucederá a continuación. Los generales y los políticos llaman a esto el momentum de la historia de la humanidad. O bien aceptamos nuestro destino o nos rendimos. Llegados a ese punto, ya no podemos cambiar nada. Ya no somos actores, sino pacientes de la propia vida. Respiré hondo y tosí. Estaba a punto de ponerme en pie cuando la foto del alféizar empezó a ennegrecerse. Unos círculos de color rojo oscuro se fueron extendiendo por debajo del cristal del marco, se aclararon hasta volverse de un blanco amarillento, y los rostros de la foto se desdibujaron. Por un instante, por toda la eternidad, deseé salvar la foto del fuego. Para que me quedara algo. Pensaba que, si desaparecía la foto, las personas que había en ella desaparecerían también. Se perderían en algún abismo del que jamás podrían regresar. La foto estaba tomaba en las cataratas del Niágara, en Canadá, poco antes de que Agnes y yo subiéramos a bordo del Maid of the Mist para navegar por debajo de las cataratas. Al fondo estaban el museo de cera, Starbucks, Imax, Hard Rock Café, Planet Hollywood, la noria, hoteles que anuncian camas de matrimonio con forma de corazón y jacuzzi, restaurantes, un casino, luces de neón multicolores bajo un sol brillante y decenas de miles de turistas con sonrisas de oreja a oreja. En uno de los hoteles asomaba nada menos que King Kong. Todo ardía. En primer