no pensaba quedarse quieto sin más. Sabía perfectamente lo que les había pasado a los que se quedaron quietos cuando Europa empezó a ponerse camisetas de Hitler.
(b) Era una foto bonita. Adolf en un precioso coche alemán de lujo, con el brazo levantado. Un hombre apuesto en un coche bonito. Eso no tenía más relación con la política que la música de Wagner o las películas de Riefenstahl. La belleza era inmortal y los dramas cotidianos, por muy horribles que fueran, no conseguían mancillarla.
(c) Era un acto de libertad. Todas las violaciones de la corrección política representaban un paso hacia la libertad de expresión. Él combatía por la libertad de expresión.
(d) Quería provocar a la gente. No por motivos políticos, sino porque le fastidiaba la gente y quería mandarlos a todos a la mierda. Cinco veces, por lo menos.
(e) Hitler le recordaba a Agnes. A la mierda lo que pensaran los demás. Él no se vestía para los demás. Los demás no tenían nada que entender de su forma de vestir, porque ni siquiera él lo entendía. Y esto era una declaración de amor.
Juha tenía los ojos clavados en Ómar, que se encogió de hombros. Como si no esperase que le fuera a pasar algo así. Como si su intención hubiera sido ponerse una camiseta con el Taj Mahal y se hubiera confundido por la razón que fuera.
Estuvieron quietos un buen rato con los pies sobre los rugosos adoquines de la calle, sin decir nada. Juha esperaba que Ómar dejara de sonreír y dijera algo. Turistas con destinos variados pasaban ante ellos, masticando ruidosamente las almendras asadas que los estonios les metían en la boca a todos los que visitaban la capital. Un grupo de hare krishna se contoneaba calle abajo: hare krishna, hare krishna, krishna krishna, hare rama, hare rama, rama rama. ¿De verdad que esa gente no tenía nada mejor a lo que dedicar el tiempo?
Finalmente, Ómar abrió la boca y empezó a hablar. Por primera vez en muchas semanas, para decir algo en serio.
—Te lo contaré todo —empezó—. Con todos los detalles. Te diré que he visto la «polla» de otro hombre entrando y saliendo del «coño» de mi mujer (es mentira, claro, o por lo menos una exageración, nunca vi nada parecido, aunque querría que te imaginaras esa escena con tanta precisión como yo mismo, porque, en cierto sentido, la auténtica verdad es lo que tengo metido en mi cabeza; lo que sucedió «en realidad» no es más que una ridícula ruptura de la realidad, que no le dice nada a nadie). No es que estemos casados —añadió Ómar al darse cuenta de que Juha podía pensar que era demasiado franco (con todas las exageraciones)—. Además, Arnór era nazi —continuó—. Con un anillo de pene.
Lo único que Juha quería saber era por qué ese hombre nada nazi llevaba una camiseta de Hitler. Porque, aunque sabía perfectamente que esas camisetas las vendían en el puerto, no es que la gente se las pusiera para ir por ahí —estaban reservadas al uso privado, no para exhibirse en medio de los turistas—. No le asustaban ni las descripciones sexuales ni la camiseta, pues había crecido en Joensuu, era un joven de los años de la crisis y conocía personalmente a más neonazis de los que era capaz de contar. Pero Ómar era más bien idiota, un cuerpo extraño, un anacronismo. Por eso habría podido ser alguien en blanco y negro, o de dos dimensiones, o dibujado, o pintado. Él no era un visitante ansioso de conocer la sociedad estonia, como los turistas a su alrededor, sino que había aterrizado allí envuelto en su propia realidad, como una pompa de jabón perpetua.
—Yo no soy raro —dijo Ómar. Juha rio—. No soy raro —repitió—. Estaré perdido, sin blanca, quizá. Un bisabuelo de mi novia murió en el Holocausto, ¿lo he mencionado ya? Y su bisabuela, también. Eso no me parece divertido. ¡Coño! Con lo que te estoy diciendo intento decir algo, pero te juro por lo más sagrado que no sé lo que es. Esa tía me engaña y se tira a un neonazi. ¡Coño! Me gustaría poder ayudarte, pero soy yo el que necesita ayuda. ¿Hacia dónde está Lituania? Tengo que ir a Lituania. ¡Coño! ¿Me ayudas a ir a la estación de autobuses?
Juha cogió a Ómar por el codo, le hizo subir a la terraza del Olde Hansa y le hizo seña de que se sentara.
—Ahora bebes algo.
—Pero voy de camino…
—No vas de camino a ningún sitio hasta que nos aclaremos. El que no se aclara no consigue nada por mucho que se le ayude. —Apareció el camarero, que les llevó unas cervezas sin que tuvieran que decirle nada—. Cuando uno es desgraciado, no tiene esperanza. ¿O es al revés? ¿Qué podemos hacer para alegrarte un poco o para despertar en ti nuevas esperanzas, dadas las circunstancias? ¿Quieres ligar?
Ómar sacudió la cabeza y lamió la espuma de su cerveza.
—¿Y comer? ¿Quieres comer?
—Estuve comiendo.
—Fumarte un… bueno, ya sabes.
—No consumo drogas.
—¿No consumo drogas? Tiene que haber algo que te apetezca.
—Ya, sí.
—¿Qué quieres hacer?
—Charlar, creo.
—¿Charlar?
—Sí.
—Yo no soy tu novia.
—…
—¿No prefieres, por lo menos, quitarte esa mierda de camiseta?
—La compré en el puerto.
—Me importa un pito dónde la compraste. Es de pésimo gusto. ¿No sabes lo que les hizo Hitler a los estonios?
—¿Y lo que les hicieron los estonios a los judíos?
—Ómar. Esto no puede ser.
CAPÍTULO 4
Agnes se despertó sobresaltada. Había soñado con la invasión de Polonia. Ella era Goering y no quería ir a la guerra. Le parecía un lío tremendo. Se lo parecía a ella-Goering.
Se pasó la mano por la frente para quitarse el sudor, se levantó y se quitó la camiseta mojada. Abrió un cajón y sacó una nueva. Se frotó los sobacos y se vistió. Bostezando, fue a la cocina y miró el reloj de la pared por el hueco de la puerta. Cinco y media. No había dormido más que dos horas.
¿Goering? Ella no se parecía nada a Goering. Se parecía más a Churchill. ¿Por qué no había soñado que era Churchill? Por lo menos, Churchill era un poco sexy.
También tenía un estúpido aprecio por Chamberlain. Era un idealista. Goering no era más que un nazi. Chamberlain no se había rendido a las mentiras de Hitler como decía la gente. Eso pensaba ella. Ella-Agnes, no ella-Goering. Chamberlain, simplemente, no quería entrar en una guerra, porque apenas habían pasado veinte años desde el final de la primera guerra mundial. Y en esos tiempos (antes de que nadie supiera nada sobre el Holocausto), mucha gente estaba de acuerdo en que una guerra sería mala idea.
Agnes lo entendía.
Chamberlain lo entendía.
Pero Churchill no lo entendía. Churchill era un alcohólico maleducado y borracho.
Y a Agnes eso le resultaba, por lo que fuera, un poco sexy.
Se tomó un vaso de agua, hizo pis y se volvió a dormir.
***
En los años inmediatamente anteriores a la guerra se afirmaba en ocasiones que los islandeses eran los arios más puros y sin mezcla —como sacados de una versión del Anillo de los nibelungos estilo Riefenstahl—. Cuenta la historia que pocas cosas deseaba más el Führer que mantener fuertes lazos con la nación hermana de los islandeses, y tal predilección se manifestaba, entre otras cosas, en el amor de los nazis por las obras de Gunnar Gunnarsson y Snorri Sturluson.
Las ensoñaciones de los islandeses sobre el amor de Hitler por la aislada raza insular, que las malas lenguas consideraban innato, y la pena de desamor que debió de padecer más tarde no reflejaban una verdad auténtica, sino solo el deseo de los islandeses de ser los primeros en todo. Ese