Eiríkur Örn Norddahl

Illska


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      Casi una hora después estaban sentados en un café de la calle Hamraborg, alternándose para mirar por la ventana. Habían hecho un recorrido rápido por la información principal: edad, sexo y trabajos previos. Agnes había terminado el grado en Historia y estaba haciendo el máster; Ómar estaba en paro. Agnes había nacido en Hjallir, en Kópavogur, donde se había criado, pero sus padres eran de Jurbarkas, en Lituania. Ómar había nacido en Akranes y se había criado alternativamente en casa de sus padres divorciados, que entre otros sitios vivieron en Selfoss, Egilsstaðir, Akureyri, Keflavik, Patreksfjörður, Látrarbjarg y Thisted, en Dinamarca. Dos años después de irse él de casa, sus padres volvieron a juntarse. Y se volvieron a casar. Agnes, en realidad, no tenía el pelo negro, sino castaño oscuro, y Ómar afirmó que ya la había visto una vez.

      —Me atendiste en la librería Pennan de Kringla hace como un mes. Compré El jugador, de Dostoyevski.

      —Así que no eres totalmente desmemoriado —dijo ella.

      —No —respondió él, y los dos siguieron mirando por la ventana. A lo largo de la mañana había ido subiendo la temperatura, y el hielo de las calles se había convertido en un barrillo marrón medio helado. Los coches recorrían Kringlumýri arriba y abajo a toda velocidad, la nieve se fundía en la ensenada de Fossvogur y Ómar y Agnes miraban alternativamente la ventana y sus tazas de café.

      —Yo también trabajé en una librería —dijo Ómar al poco.

      Agnes no respondió.

      ***

      Décimo primer intento de contextualización.

      Da exactamente igual lo que queramos comparar con el Holocausto: todo parece minúsculo, e incluso justo y bello. Los violadores de niños nunca han llegado a matar a millones de personas por la única razón de pertenecer a determinada tribu. Tampoco los necrófilos. La crisis financiera fue mala, pero no fue nada en comparación con la hiperinflación de Alemania, que costó decenas de millones de vidas. El artista que mató de hambre a un perro en una galería de arte era un imbécil desequilibrado, pero ¿habéis visto las acuarelas de Adolf Hitler? Lo peor de padecer cáncer de testículos es convertirte en alguien como él. Aunque él nunca padeció cáncer: el testículo lo perdió por un disparo. Eso dice la historia (yo no sé si es verdad).

      ***

      —¿Qué quieres decir con eso de que intentaste que no te afectara demasiado? —preguntó Agnes cuando el silencio se estaba haciendo ya incómodamente largo.

      —¿Que no me afectara qué?

      —Que tus padres se hubieran reconciliado. Dijiste que intentaste que no te afectara demasiado.

      —Sí —respondió él.

      —¿No te alegrabas de que tus padres volvieran a estar juntos?

      Ómar daba vueltas en el plato a la taza vacía.

      —Claro que sí. De verdad. Y me alegro. Pero, ay, es que es muy raro. Se separaron cuando yo tenía cuatro años y se reconciliaron diecisiete años después. Apenas los recuerdo juntos. Cuando se divorciaron no hacían más que machacar con que aquello no tenía nada que ver conmigo. Que yo no era el motivo de su separación. Imagino que es lo que hacen todos los padres divorciados. Y me pasé veinte años con el mismo sonsonete dentro de la cabeza. No es culpa mía, no es culpa mía, no es culpa mía. Pero, a fin de cuentas, parece que todo fue culpa mía.

      —No hay nada seguro —dijo Agnes, cogiendo a Ómar por la muñeca para que dejara de darle vueltas a la taza—. Me estás volviendo loca haciendo eso.

      Ómar levantó la vista.

      —No, no hay nada seguro. Pero ¿no parece razonable? No podían estar juntos, no podían estar enamorados si tenían que dedicarse a educarme. Y en cuanto desaparecí del mapa volvieron a estar coladitos el uno por el otro.

      —Tres es multitud —dijo Agnes—. Eres mucho más ingenuo de lo que pensaba.

      Ómar se removió en la silla. De pronto se sintió incómodo.

      —El alcohol me deja torpe y desnudo —dijo—. La resaca me roba mi escaso amor propio, que suele ser suficiente para que me deje de quejas y no suelte idioteces.

      —Eres majo así de torpe y desnudo.

      —Vaya. Antes dijiste que era más majo vestido.

      —Eso fue solo para chincharte —dijo Agnes.

      ***

      Décimo segundo intento de contextualización.

      Estamos hablando del Holocausto. Nadie habría podido prever el Holocausto. Nadie podía imaginar que el odio racial de los nazis pudiera acabar teniendo semejantes consecuencias. El mayor logro del hombre moderno es la modernidad, y en la modernidad no suceden esas cosas. Ni ahora ni entonces.

      Cuando Adorno dijo que después de Auschwitz no se podía seguir componiendo poesía, se refería a esto: a partir de ahora no hablaremos en voz alta. No vemos nada, no oímos nada, no sabemos nada y no comprendemos nada. Esto es demasiado doloroso. No podemos más. Ahora, callaremos.

      ***

      Agnes intentaba escrutarle. Parecía tremendamente sensible. Quizá era por culpa del abrigo de marino y del chaleco, que le daban un toque dramático. Y las espesas cejas marrones prestaban testimonio de su pensamiento. A cambio, estaba constantemente jugueteando con algo. Con todo. Cuando Agnes consiguió que dejara de darle vueltas a la taza se puso a golpear rítmicamente la mesa con el dedo. Como para que se durmiera.

      —No era mi intención —dijo Ómar— contar cosas personales.

      —Dormiste conmigo —dijo Agnes—. Me merezco que me cuentes algo personal de ti.

      —¿Que escancie la copa de mi alma?

      —Cuando estemos prometidos, quizá.

      —¿Que nos prometamos?

      —¿Es esto una proposición de matrimonio?

      —Qué va.

      —Podrías acabar con una tía peor que yo.

      —¿Una tía?

      —Una chica. Una mujer. Una compañera. Una esposa.

      —Es que no estoy acostumbrado a que las chicas de ahora se llamen «tías» a sí mismas.

      —Las chicas «de ahora» se llaman a sí mismas lo que les da la gana, déjame que te lo diga.

      Luego, la conversación volvió a quedarse varada.

      Ómar callaba y jugueteaba con su abrigo. Agnes callaba y miraba por la ventana. Era como si tuvieran miedo de decir algo insulso. Algo cotidiano.

      Después de pasar un rato sentados en silencio, dedicaron unos minutos a decir tonterías hasta que Agnes se ofreció a llevar a Ómar a su casa.

      —Sí, supongo que será lo mejor —respondió Ómar.

      CAPÍTULO 3

      Finales del verano del 2012. Fue como si hubiera caído del cielo.

      El estudiante finés de intercambio Juha Toivonen estaba sentado en la terraza de madera de la taberna para turistas Olde Hansa, en Tallin, dedicado a escribir su diario, dar pequeños sorbos de cerveza con miel y observar a los turistas. En cierto modo también ellos parecían caídos del cielo. La ciudad estaba vacía en invierno, pero a partir de la primavera iban llegando en barco desde Suecia y Finlandia, en avión desde aquí y desde allá; venían a comer, beber, comprar recuerdos y follar putas. Ómar estaba tan absorto al otro lado de la calle, mirando boquiabierto las casas, que no podía ser otra cosa que un ángel caído del cielo, perdido y sin saber qué hacer, mientras los demás nos reíamos de sus ojos azules.

      Juha se puso de pie y bajó de la terraza.

      —Llevas una foto de Hitler en la camiseta —dijo.

      Ómar