Julie Cohen

La libertad del deseo


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tras la barra del bar y se sirvió un vaso de agua. Se abanicó con la mano mientras miraba desde allí el local. No lo había conocido hasta el día anterior, pero era exactamente como se lo había imaginado. Desde niños, su primo siempre había coleccionado extraños objetos. Le gustaban los adornos para el jardín, la cerámica un poco especial, las obras de arte antiguas. Su bar era vivo, lleno de cosas y colores. Tenía ornamentos y reliquias de sus tiempos como pinchadiscos en Nueva York.

      Escuchó de repente el sonido de las guitarras y la batería. Reconoció al instante la canción. Era Born to be wild. Una canción perfecta para su estado de ánimo. Miró el escenario con una sonrisa en los labios. Se preguntó cómo sería el soltero que iba a salir.

      Pero el escenario estaba vacío. Creció la expectación entre el público femenino. Marianne podía sentir el estridente sonido de la canción en su corazón, como si estuviera también latiendo en su interior.

      Entonces oyó otro sonido, el de un motor. Y en el escenario apareció una extraordinaria imagen para la que no estaba preparada.

      Apenas distinguió la moto. Sólo vio el rápido contorno nervioso de la máquina y sus colores, rojo y plateado. Pero apenas se fijó en la moto, sólo tenía ojos para el conductor.

      Era alto, grande y fuerte. Llevaba una camiseta negra sin mangas que dejaba entrever los músculos de sus brazos. Vio un tatuaje en uno de ellos. No estaba segura, pero le pareció que con sus grandes manos podría abarcar su cintura completamente.

      Ese pensamiento hizo que se le quedara la boca seca, a pesar de que acababa de beberse un vaso de agua.

      Era rubio. Algunos mechones eran muy blancos, como si los hubiera aclarado el sol. No lo llevaba muy largo para ser un motorista, pero era bastante salvaje, como si lo agitara el viento.

      –Después de esa entrada, señoras, Oz no necesita más presentación –dijo la anfitriona del evento–. ¿Quién quiere empezar a pujar por nuestro motorista? ¿He oído ochenta dólares?

      Un montón de manos se alzaron en la sala y el chico sonrió. Tenía una boca grande, labios sensuales y unos dientes blancos y perfectos. Daba la impresión de que le gustaba sonreír.

      –¡Vaya! ¡Eres guapísimo! –susurró Marianne.

      Se quedó absorta mirándolo mientras se sujetaba al borde de la barra. Desde la distancia, intentaba averiguar de qué color eran sus ojos.

      –Cien dólares ofrece la señora de azul. ¿He oído ciento veinte? Muy bien. Ciento veinte para la mujer de al lado de la barra. ¿Quién ofrece ciento cincuenta?

      La presentadora había dicho que se llamaba Oz. Le pareció que era un buen nombre para un motorista. Como el mago de Oz, sería un mago sobre la moto.

      Se preguntó si también sería un mago en la cama.

      Sólo pensar en ello hizo que se quedara momentáneamente sin respiración.

      Unos pantalones de cuero negros cubrían sus largas piernas. Marianne se imaginó el olor de la piel y la calidez del tejido al estar en contacto con él.

      Tenía un cuerpo realmente espectacular. Había músculos por todas partes. Era un hombre al cien por cien. Desde su pelo rubio hasta la punta de sus botas. Todo él era testosterona.

      Peligroso.

      –Y van doscientos cincuenta dólares. Chicas, es la puja más alta de la noche por ahora. Subamos tanto como podamos. Recuerden que se trata de una buena causa. Y de una cita con Oz, por supuesto. ¿Quién ofrece trescientos dólares?

      Aún había manos elevadas que impedían que lo viera con claridad. Se puso de puntillas para poder verlo mejor.

      Pero no era suficiente. Los brazos le bloqueaban la vista. La puja se hacía cada vez más intensa.

      Marianne colocó las manos sobre la barra y se subió a ella de un ágil movimiento. Se quedó de rodillas sobre la resbaladiza superficie de madera.

      Desde allí veía bien. Lo suficiente como para observar que el tatuaje representaba una serpiente y una espada.

      Se imaginó que no sería un hombre educado, que no estaría preocupado por respetar las normas. Seguro que hacía siempre lo que quería, sin importarle las consecuencias.

      Estaba segura de que ese hombre era un chico malo, el peor que había visto en su vida.

      Él la vio sobre la barra del bar. Se miraron a los ojos y él le sonrió. Le sonrió y aceleró el motor al mismo tiempo.

      Su sonrisa le recorrió todo el cuerpo como una corriente eléctrica. Y supo en ese instante que él era exactamente la razón por la que se había ido de casa.

      Se puso de pie en la barra. Levantó la mano y gritó a pleno pulmón para que la presentadora la oyera.

      –¡Tres mil dólares! –exclamó.

      Y después se bajó deprisa, sorteando a todo el público presente para llegar al escenario y reclamar a su hombre.

      Capítulo 2

      Marianne estaba sudando y no sabía si era por el calor que hacía en la sala o por culpa de él. Para cuando llegó al escenario, una fina película de humedad cubría su piel.

      A mitad de camino se dio cuenta de que todo el mundo estaba aplaudiéndola. Unas cuantas mujeres la felicitaron. Pero ella apenas se dio cuenta, estaba demasiado ocupada viendo cómo su chico malo se bajaba de la moto y se acercaba al borde del escenario. La estaba esperando con una gran sonrisa iluminando su apuesto rostro.

      La tarima no era muy alta, apenas un metro de elevación, pero el hombre parecía un gigante desde el suelo. Se inclinó y alargó las manos hacia ella. Marianne las aceptó y el corazón le dio un vuelco cuando él la levantó del suelo y la dejó sobre la plataforma.

      –Hola –le dijo él con una voz profunda y cálida–. Soy Oz.

      –Hola, yo soy Marianne –repuso ella sin soltarle las manos.

      –Todos te están aplaudiendo, Marianne.

      –¿En serio?

      Pensó en echar un vistazo al público, pero no podía dejar de mirar a Oz.

      –En serio –repuso él soltando sus manos y tomándola en brazos con rapidez y agilidad.

      Ella rodeó su cuello con las manos. Uno de los brazos de Oz sostenía sus piernas, el otro la parte de alta de su cuerpo. Su mano descansaba sobre las costillas, justo por debajo de su pecho. La mejilla de Marianne estaba al lado de su hombro desnudo. Le hubiera encantado poder saborear su piel.

      –Venga, saluda a la gente –le dijo él.

      Estaba tan cerca de su cara que pudo oler la pasta de dientes cuando le habló. Parecía que acababa de afeitarse.

      Aquello le sorprendió, pero se imaginó que los motoristas también se afeitaban y cepillaban los dientes.

      Ella saludó con una de las manos, manteniendo la otra en el cuello de Oz. La gente aplaudió y gritó con más fervor aún.

      –¿Por qué están aplaudiendo? –preguntó ella algo confusa.

      –Bueno, te has puesto encima de la barra y gritado una puja que es diez veces mayor que el precio de salida. Creo que los has impresionado.

      –¿Y a ti?

      Él lo miró a los ojos. Se dio cuenta de que eran de color avellana. Aquello tampoco se lo esperaba. Creía que serían negros como la noche o azules como los de un lobo.

      –A mí también me has impresionado.

      No sabía por qué, pero tenía ganas de besarlo. A pesar de que sólo hacía cinco minutos que lo había conocido.

      Aunque en realidad, no lo conocía en absoluto. Aun así, tenía tantas ganas de besarlo que tuvo que morderse el labio para