Julie Cohen

La libertad del deseo


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      Con las manos apoyadas en los firmes músculos de su abdomen, cerró los ojos y aspiró la esencia de Oz y de la motocicleta.

      Recordó que en el aparcamiento, después de que se besaran, él se había excitado. Había sido evidente el bulto en sus pantalones. Se preguntó si se encontraría aún en el mismo estado. Sabía que le bastaría deslizar sus dedos unos centímetros más abajo para salir de la duda.

      Lo que tenía claro era lo excitada que estaba ella. Con las piernas abiertas y Oz y la moto entre ellas, la costura de sus vaqueros le rozaba la entrepierna y estaba consiguiendo acrecentar la sensibilidad en sus genitales. Unos minutos antes, le había parecido que era buena idea llevar vaqueros, pero ya no estaba tan segura, le apretaban demasiado. Se recolocó en el asiento, resistiéndose para no acercarse más y frotarse contra él.

      No podía creer lo que le estaba pasando. Era como un animal en celo.

      –Intenta no moverte demasiado –le aconsejo Oz con su voz sensual y profunda–. Apóyate en mí y deja que sea yo el que nos guíe. Tenemos que dejar que nuestros cuerpos vayan al unísono con la motocicleta.

      Todos los músculos de Oz parecían estar duros allí donde lo tocaba. Era como si estuviera muy tenso. Lo vio sacudir la cabeza ligeramente y suspirar después. Marianne se apoyó de nuevo en él, dejando que sus pechos se comprimieran contra su espalda.

      –Relájate –susurró él.

      Marianne se preguntó si se lo diría a ella o si estaría hablando consigo mismo. De todas formas, relajó un poco los brazos que lo sujetaban.

      Oz encendió el motor y ella no pudo evitar sorprenderse. La moto rugía entre sus piernas y todo su cuerpo comenzó a vibrar con ella. En el escenario, había estado demasiado aturdida como para apreciar lo que era ir en una moto como aquélla con un hombre fuerte como Oz.

      Pero ahora era muy consciente de lo que estaba viviendo.

      Le temblaban las rodillas. La tela de su camiseta vibraba contra sus pezones. Su cuerpo y el de Oz se movían al unísono como si estuvieran compartiendo mil caricias por minuto. Y entre sus piernas sentía una palpitación cálida e irresistible. Era como si una insistente mano la estuviera torturando allí mismo.

      O una boca.

      Nunca había vivido nada parecido, todo era una especie de juego sexual de lo más excitante. Y eso que aún no se habían movido, seguían en la acera frente al bar. El ruido del motor de la Harley llenaba la calle vacía.

      –Oz, ¿a qué estás esperando? –le preguntó ella acercándose a su oído para que pudiera escucharla.

      –Estoy intentando recordar que tengo que concentrarme en la carretera y no en el hecho de que rodeas mi cuerpo con el tuyo –le dijo él con suavidad.

      –¡Ah! –repuso ella.

      Le gustó saber que él se sentía igual que ella. Era incluso más excitante que la vibración de la moto.

      –Y… ¿Crees que podrás hacerlo?

      –Lo intentaré, sujétate bien.

      La Harley rugió y comenzaron a moverse. Sintió el viento en su pelo y la moto le dio un tirón al tomar velocidad que la empujó hacia atrás. No pudo evitar gritar de felicidad.

      Todo aquello le resultaba increíble. Ella, Marianne Webb, estaba montada en una moto muy salvaje con el hombre más atractivo que había visto en su vida. Una sonrisa de satisfacción apareció en su cara.

      Pero el motor se apagó de repente y chocó de forma brusca contra la espalda de Oz. Él se giró al instante.

      –¿Estás bien?

      Marianne se frotó la nariz.

      –Sí, estoy bien. ¿Qué ha pasado?

      Oz la miraba con timidez.

      –Se me ha escapado el pie del embrague y el motor se ha calado. Lo siento.

      No pudo evitar reírse. Parecía un niño pequeño al que acababan de pillar haciendo algo malo.

      –¿Es que no tenías la mente en la carretera?

      –No, es que nunca he… Es que hace mucho que no monto con un pasajero.

      Oz se giró de nuevo para mirar a la carretera. Al moverse, su trasero rozó accidentalmente la entrepierna de ella. Una ola de placer la invadió y le costó no gemir.

      Pero entonces el motor comenzó a rugir de nuevo y se le escapó un suspiro. Las vibraciones estaban torturando todas las partes de su cuerpo que estaban más sensibles que de costumbre. Las sentía sobre todo en sus pezones, en su centro de placer y en el interior de sus muslos.

      Se preguntó si sería posible tener un orgasmo sólo por montarse en una moto. Pero entonces comenzaron a moverse de nuevo y dejó de pensar.

      Todo aquello era increíble.

      Llegaron al final de la calle y sintió cómo de pronto se ladeaba la moto. Oz estaba inclinándose a un lado. Los dos lo hacían. Y se dio cuenta de repente de que iban a caerse.

      Gritó con los ojos muy abiertos y el estómago le dio un vuelco.

      Pero no se cayeron, sino que giraron a la izquierda. Le parecía imposible que siguieran en pie.

      Después giraron a la derecha y los dos volvieron a inclinarse a ese lado. Sus cuerpos y la moto se movían al unísono, tal y como le había dicho Oz.

      –¡Vaya! –exclamó ella encantada.

      El viento agitaba su pelo y golpeaba su cara.

      Y entonces llegaron a una recta en la carretera. Oz aceleró y ella lo sintió en todo su cuerpo. Se imaginaba que no iban muy deprisa, estaban en el barrio financiero. Pero en una moto se sentía la velocidad de una forma mucho más significativa. Sus pies sólo estaban a unos centímetros del suelo, que pasaba rápidamente bajo ellos. Levantó la vista para disfrutar de lo que iban dejando atrás. Los edificios, las luces, los semáforos, todo era más nítido que lo que veía tras el cristal de un coche.

      Por otro lado estaban los aromas. Podía oler las hojas de los árboles, el aire de otoño, el alquitrán de las carreteras enfriándose al anochecer, la gasolina…

      –¡Esto es genial! –gritó entusiasmada.

      Sintió cómo Oz se reía.

      –Espera a que lleguemos a la autopista –le dijo él.

      Sus palabras le llegaron con el viento. Giraron de nuevo a la izquierda, pasaron un puente y pudo oler el aroma salado y algo pestilente del mar. Allí el aire era más fresco.

      Llegaron entonces a la autovía. Cuatro carriles y dos sólo para ellos.

      Oz forzó el motor y aceleraron al instante. La velocidad hizo que le temblara todo el cuerpo. Los árboles que pasaban se convertían en una mera mancha borrosa con olor a pino. Respiró entusiasmada.

      –¡Sí! –exclamó contra el viento y las estrellas.

      Todo se movía a su alrededor, estaba encantada. Echó la cabeza hacia atrás y sintió cómo se le soltaba la coleta y su pelo comenzaba a volar.

      No sabía a qué velocidad iban, pero sabía que nunca había ido tan deprisa. Era como si estuvieran remontando el vuelo con ayuda del viento, aunque podía sentir aún la carretera cerca de sus pies. Todo era fuerza y energía.

      Y todo lo controlaba Oz.

      Y él estaba entre sus muslos.

      Rió con ganas.

      Sólo hacía dos días que había dejado atrás su antigua vida con la promesa de convertirse en algo distinto. Creía que estaba haciéndolo muy bien, todo había sucedido muy rápidamente.

      Era libre, era ella misma y podía hacer todo lo que quisiera, cualquier cosa.

      –¿Puedes