al ver ropa interior femenina sobre una cómoda. Evidentemente, a Nicholas Frakes le gustaba la ropa interior pequeña y casi transparente. Cuando vio su imagen en el espejo que había frente a la cama, se quedó parada. Su traje de chaqueta color verde parecía fuera de lugar en aquel sitio. Una combinación de seda negra hubiera sido más apropiada, pensaba. No, negra no, decidió. Demasiado contraste con su complexión de porcelana. De color coral sería mejor. Y debería soltar su pelo de color miel para que los rizos cayeran sobre sus hombros. Sus ojos de color azul grisáceo distraerían la atención de las pecas que cubrían su piel. De ese modo, haría juego con aquella habitación… Horrorizada, Bethany se dio cuenta hacia dónde la estaban llevando aquellos pensamientos. No tenía ningún derecho a entrar allí y mucho menos a pensar de aquella forma sobre Nicholas Frakes. Apartando los ojos de la cama, salió apresuradamente de la habitación y, orientándose por el llanto del niño, llegó hasta la cocina, que era muy grande, con una chimenea de piedra y el techo artesonado. En medio de la habitación había una mesa de nogal y, sentada sobre una sillita, una niña con la carita roja de tanto llorar. A su lado, un hombre con cara angustiada intentaba darle de comer. Bethany se quedó petrificada. Había visto fotografías de Nicholas Frakes, pero no la habían preparado para el aspecto real del hombre. Medía más de un metro ochenta y sólo llevaba puestos unos pantalones que se ajustaban magníficamente a sus piernas, separadas en aquel momento. No llevaba camisa y su bronceado torso brillaba bajo la luz del sol que entraba por una de las ventanas; una imagen que la dejó sin aliento durante un segundo. En ese momento, se dio cuenta de que una mancha verde estropeaba la visión de aquel perfecto torso masculino. Tenía el aspecto de un atleta, pero al fin y al cabo era humano. Ni siquiera un hombre tan fuerte podía conseguir que la niña se comiera las espinacas, pensaba Bethany, sonriendo interiormente.
–¿Nicholas Frakes? –preguntó, después de tomar aire.
–¡Cielo Santo! –exclamó el hombre, dando un salto–. ¿De dónde sale usted?
–Soy Bethany Dale. Teníamos una cita, ¿recuerda? He llamado a la puerta varias veces, pero no ha abierto nadie.
–¿Por dónde ha entrado?
–La puerta de su habitación estaba abierta –confesó ella–. Perdone si molesto.
El hombre se pasó una mano por el pelo, negro y tan corto como si estuviera en el ejército. La textura de aquel pelo la intrigaba. ¿Sería suave o áspero al tacto?… De nuevo aquellos absurdos pensamientos. ¿Qué tenía aquel Nicholas Frakes que la hacía sentirse casi como una voyeur?, se preguntaba.
–Da igual –dijo el hombre–. La señorita no quiere comer –añadió, haciendo un gesto hacia la niña que golpeaba la silla con una cucharita de plástico–. Bueno, espero que me avise cuando tenga hambre.
–¿Está usted solo con…
–Maree –la interrumpió él–. Sí, estoy solo con mi ruidosa amiguita.
–¿Quiere que le ayude?
Él la miraba con tal expresión de agradecimiento mientras le daba la cuchara que el corazón de Bethany se encogió. El pobre hombre estaba agotado y, bajo sus ojos, de un gris acerado, había marcas oscuras.
–Si consigue que coma, le estaré eternamente agradecido.
–Lo intentaré –dijo ella, tomando una cucharada de espinacas y dándole la cuchara a la niña. Como había imaginado, la cría dejó de llorar un momento, confundida y después, sorbiendo las lágrimas, estiró la manita y tomó la cuchara torpemente.
–Ah, ah, ah –sonreía la niña mirando la cuchara..
–Eso es, hazlo tú misma. Ya eres una mujercita, ¿verdad? –dijo Bethany, ayudándola a meterse la cuchara en la boca.
–¿No me diga que era eso lo que estaba intentando decirme? –preguntó Nicholas, asombrado–. ¿Lo que quería era comer sola?
–Sí –contestó Bethany–. ¿Qué tiempo tiene, nueve, diez meses?
–Diez –contestó él.
–A esa edad, casi todos los niños quieren comer solos –sonrió Bethany–. Y lo mejor es dejar que lo intenten, aunque se les caiga la mitad de la comida.
Nicholas sonrió, agradecido por el consejo. Tras la reciente experiencia con su prometido, Alexander Kouros, que la había dejado en cuanto le había dicho que no podría tener hijos, le gustaba que un hombre la mirase como si fuera especial. Pero aquello cambiaría en cuanto se enterase de la razón por la que estaba allí, pensaba Bethany, intentando ganar tiempo.
–Se le da muy bien –dijo él, con aquella voz de barítono–. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que los gritos eran una declaración de independencia.
–Yo también tuve que aprenderlo –explicó ella. Además de trabajar con niños en el albergue, había cuidado de sus tres hermanos adoptivos. Por ello, saber que nunca podría hacer uso de esa experiencia con sus propios hijos era aún más doloroso. Cuando Bethany sintió que sus ojos se humedecían, parpadeó con fuerza. Se había prometido a sí misma no dejarse vencer por aquello–. ¿Tiene algún plátano maduro?
–¿Qué le parece éste? –preguntó él, tomando uno del frutero que había sobre la nevera.
–Bien –contestó Bethany apretándolo con los dedos para comprobar que era suficientemente blando. Después, lo peló y cortó unos pedacitos, que dejó en el plato de la niña–. Muy bien, bonita. Vamos a ver si te gusta.
Con otro balbuceo, la niña tomó un pedazo de plátano, lo miró durante unos segundos como para averiguar qué era y después se lo metió en la boca tan contenta.
Bethany, que se había colocado de rodillas frente a la niña, se levantó sonriendo.
–Lo mejor será que la dejemos comiendo su plátano a solas.
–¿Y si se atraganta?
–Nos quedaremos en la cocina. Pero es mejor que no la prestemos atención, para que ella vea que lo está haciendo sola. En cuanto empiece a jugar con la comida, bájela de la silla. Así tendrá hambre la próxima vez.
–¿Seguro que es usted real? ¿No será un hada madrina? –preguntó él con un alegre brillo en lo ojos grises. En aquel momento, Bethany podía imaginarlo de niño; un niño simpático, travieso e irresistiblemente atractivo. Todas aquellas cualidades seguían allí, pero dentro de un cuerpo tan innegablemente masculino que Bethany sintió una involuntaria atracción hacia el hombre. La reacción era tan inapropiada como inesperada, pero Bethany se decía a sí misma que era normal. Alexander la había dejado y ella estaba frente a uno de los hombres más atractivos que había conocido nunca.
–Todos los niños pasan por las mismas fases –dijo ella, apartando la mirada–. Están aprendiendo a usar sus cuerpos y quieren controlarlo todo. Lo primero que quieren controlar es a sus padres, por supuesto. Estoy segura de que Maree ha hecho levantarse a su madre por la noche más de una vez. Es una especie de prueba para ver si pueden hacer que sus padres respondan cuando ellos quieren.
En ese momento hubo un largo silencio, sólo roto por el ruido de la niña comiendo el plátano.
–Me temo que Maree no puede permitirse ese lujo. Sus padres murieron hace siete meses y yo soy lo único que tiene.
La mirada de Bethany fue de la niña al hombre que estaba tras ella. Sus facciones parecían estar esculpidas, pero había un brillo en sus ojos que le llegaba al corazón.
–Lo siento. No lo sabía.
–¿No ha leído el artículo del periódico?
Bethany negó con la cabeza y él la miró sorprendido, como si no entendiera entonces por qué estaba allí.
–Si lo prefiere, puedo volver otro día –dijo ella, tomando su bolso.
–No se vaya –dijo Nicholas, tomándola del brazo–. Sigue siendo algo muy doloroso, pero he tenido tiempo para acostumbrarme.