El infierno está vacío, todos los demonios están aquí.
William Shakespeare
Uno
Dorset, Inglaterra, junio de 1815
Lord Leonard Ravenstook contemplaba el ir y venir de la pelota entre su hija y su sobrina por el salón, de muchacha de pelo rubio y tez sonrosada a joven morena y de piel alabastrina, mientras se preguntaba si sus valiosas porcelanas chinas sobrevivirían al trance. Llevaban ya así más de media hora, tras haber apostado que la que dejara caer la pelota le pagaría a la otra una cinta de raso, y lord Ravenstook se temía que antes caería él de una apoplejía que la dichosa pelota.
Bien era cierto que las dos jóvenes eran muchachas de nervios templados, juiciosas, y que jamás osarían disgustar al pobre anciano, pero quizá no se les había ocurrido que jugaban a un juego peligroso, y que no se trataba de la apuesta, precisamente.
—Ojalá dejara de llover —dijo Iris, reteniendo la pelota un instante, estudiándola como si jamás la hubiera visto hasta ese instante, repasando las costuras con una uña pálida y cuidada—. Entre la guerra y el mal tiempo, las diversiones escasean en los últimos meses.
La joven morena, con las palmas abiertas dispuestas a recibir el proyectil que le lanzaba su prima, lanzó una risa pícara.
—Sobre todo desde que falta cierto caballero de estos tristes parajes —respondió, insidiosa.
Iris, molesta, lanzó la bola con más fuerza de la que hubiera deseado, causando el desastre que su padre barruntaba. Se llevó por delante un par de figuritas de porcelana que reposaban sobre el aparador de estilo Adam, con engastes dorados y con placas de cerámica decoradas con escenas mitológicas tan a la moda. El caballero las atesoraba desde hacía años y las cuidaba con esmero, a tal punto que les quitaba el polvo él mismo. La joven rubia, lanzando un gemido de lástima, se arrodilló para contemplar el desastre que había causado y tomó las piezas rotas entre sus manos. Por fortuna, el destrozo no había sido demasiado grave, nada que un poco de cola no pudiera solucionar, le aseguró a su padre.
—Lo siento mucho, tío, ha sido culpa mía —dijo Cassandra, acercándose a lord Ravenstook, que no pudo menos que perdonar a la joven al ver el sincero arrepentimiento en sus ojos oscuros.
Besó sus rizos y se alejó con las causas de sus desvelos rumbo a su despacho, no sin advertir a las jóvenes que se dejaran de juegos y se dedicaran a algo más propio de señoritas de su condición, como el bordado o la pintura. Lo dijo con tanta ironía que las muchachas no pudieron menos que reírse, sabiendo que el anciano jamás les perdonaría que se comportaran como jovencitas convencionales.
—¿Y no has tenido noticias de cierto caballero, querida prima? —preguntó Cassandra, sentada en una cómoda silla tapizada junto a la ventana y contemplando la lluviosa tarde mientras fingía indiferencia. A pesar de que el salón de tarde era una estancia acogedora, con su papel pintado con flores, sus muebles femeninos escogidos hacía años por la difunta lady Ravenstook y ya algo pasados de moda, y sus cortinas de terciopelo de colores suaves de tonos dorados y azules, el jardín siempre había sido su parte favorita de la casa de sus tíos y odiaba tener que estar encerrada a causa del mal tiempo. La impaciencia que la consumía era evidente en todos sus ademanes: en el modo de atusarse el cabello a cada momento, en el repiqueteo de sus dedos en la taza de té, o en la manera nerviosa de mordisquear las pastas y dejarlas sobre el platillo sin terminarlas—. Y no me digas que no te gusta, incluso ahora eres incapaz de pensar en él sin sonrojarte.
Iris dejó la taza sobre la mesilla y trató de disimular su incomodidad colocándose los pliegues de la sencilla falda de muselina floreada, tan en discordancia con lo gris de la tarde.
—No tengo ni idea de a qué te refieres.
Cassandra contempló a su prima con algo similar al cariño maternal. Aunque solo se llevaban dos años, Iris era tan niña a veces…
—Bien puedes tratar de engañarte a ti misma, pero…
—¡Niñas!
El tono alterado en la voz de lord Ravenstook hizo que las jóvenes se sobresaltaran. La última vez que el viejo caballero había gritado de esa manera había sido el día en que Inglaterra le había declarado la guerra a Napoleón Bonaparte. Un súbito temor las invadió. Se levantaron y acudieron a su encuentro en el vestíbulo, donde le encontraron despidiendo a un mensajero.
Lord Leonard Ravenstook lloraba, incapaz de contener una fuerte emoción, lo que les hizo presagiar malas noticias. Lo vieron aflojar su corbatín de seda como si le costara respirar bien.
Iris tomó la mano de su padre y se la apretó con fuerza antes de llevársela a los labios para besársela, preocupada.
—Hija mía, querida sobrina —dijo el anciano tras unos minutos, con la voz cascada por la emoción—, he recibido grandes nuevas. La guerra ha terminado. Bonaparte ha abdicado y ha sido exiliado a una isla remota en el Atlántico. Dentro de poco nuestros hombres volverán a casa.
Iris sonrió, no podía menos que compartir la felicidad de su padre, que había lamentado con amargura su avanzada edad para no poder combatir al hombre que pretendía invadir su país y acabar con lo que todos amaban. Cuánta muerte y amargura había acarreado su ambición. Tantos hombres muertos, tantas familias destrozadas. Inglaterra y Europa entera tardarían en recuperarse de aquella guerra y sus consecuencias, teniendo en cuenta que sus arcas estaban vacías y el futuro de muchos de sus jóvenes se había arruinado para siempre.
Cassandra se unió al abrazo en que se envolvieron padre e hija.
—Muy pronto estarán en casa y recibirán honores de héroes —dijo Iris, con la voz tomada por la emoción.
Su prima pudo leer en el brillo de sus ojos que la joven rubia no expresaba con palabras todo lo que su corazón sentía en realidad: que muy pronto él volvería.
—Si sigues espoleando al caballo de esa manera no necesitaremos