Arwen Grey

Mi honorable caballero - Mi digno príncipe


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la frialdad de su tono.

      —Casi diría que no te alegras de su visita, muchacha. Y acerca de ese caballero en particular, no sé a quién te refieres, querida, pero supongo que merece descansar tanto como cualquiera, y no seré yo quien le niegue refugio en mi hogar. Si tienes algo que decir acerca de él, si acaso te ha ofendido…

      —Creo que Cassandra se refiere a Benedikt McAllister, padre —dijo Iris con voz atropellada, cortando la posible respuesta de su prima, que cerró la boca con un audible chasquido de dientes.

      Frustrada por su intervención, la vio enrojecer y palidecer sucesivamente, alzar la cabeza y guardar el pañuelo, satisfecha al parecer de la limpieza de sus manos. Más serena, entrecerró los ojos y le prometió represalias terribles.

      Ajeno a la mirada de su hija y a las emociones que se paseaban por el rostro de su sobrina, lord Leonard Ravenstook hizo memoria para recordar la lista de nombres que había en la carta del príncipe Peter.

      —¡Oh, sí, os referís al caballero escocés! —exclamó con ánimo jovial—. También estará aquí. Seremos un hermoso grupo y estoy convencido de que lo pasaremos muy bien.

      —Estando ese hombre presente, permíteme dudarlo —masculló Cassandra.

      Lord Ravenstook se dio cuenta al fin de que Cassandra no parecía demasiado contenta con la visita programada. Interrogó con la mirada a su hija.

      —No le hagas caso, padre. Mi prima y sir Benedikt disfrutan lanzándose dardos envenenados el uno al otro. No deberías preocuparte por ellos, anda a prepararlo todo para recibirlos —lo despidió con delicadeza, pero a la vez con una firmeza digna de un general de campaña. En cuanto su padre desapareció en la casa, se dirigió a su prima—. Podrías al menos alegrarte de que un inglés haya sobrevivido a la guerra, defendiendo nuestra tierra —la recriminó, con los brazos en jarras.

      Cassandra esbozó una sonrisa sin un ápice de alegría.

      —Que sir Benedikt no te escuche tildarle de inglés, por Dios, o te odiará tanto como a mí, querida prima.

      Iris frunció el ceño, mostrándose preocupada. Cierto era que su prima no era de ese tipo de mujeres dulces y sumisas, pero su enemistad manifiesta hacia sir Benedikt rayaba lo absurdo. Cada vez que estaban juntos en una habitación saltaban chispas y había que separarlos porque eran capaces de decirse cosas terribles que herían los sentimientos más delicados.

      —Reconoce al menos que es apuesto.

      Cassandra se colocó un mechón rebelde con una horquilla y se volvió hacia su prima, encogiéndose de hombros de una manera poco comprometedora.

      —Quizá, pero eso no lo es todo en la vida.

      Iris disimuló una sonrisa al ver tan exagerada indiferencia, pues incluso ella tenía ojos para ver que sir Benedikt McAllister era un ejemplar de hombre que se salía de lo normal, con aquel cabello rojo y aquellos alegres ojos verdes. Hasta su prima debía reconocer eso.

      —No entiendo esa especie de guerra que os traéis entre manos. Ojalá supiera quién va ganando, por cierto.

      Cassandra emitió una risa malévola, rica y grave, echando la cabeza hacia atrás. Su cabello oscuro, ya en precario equilibrio hasta entonces, se terminó de soltar y cayó en desordenados bucles sobre sus hombros, enmarcando su rostro delgado de graciosos, más que hermosos, rasgos, con ojos oscuros y rasgados, boca casi siempre sonriente y nariz fina.

      —Solo puedo decirte que en nuestra última pelea tuvo que salir corriendo para no perder la poca dignidad que le quedaba.

      Iris gimió horrorizada.

      —¿Cómo puedes decir algo así?

      —Te diré más, querida. He oído que cada vez que escucha mi nombre le sale una cana en la cabeza y que ya tiene la mitad de los cabellos blancos.

      La joven rubia gritó y se alejó de su prima.

      —Me da lástima el pobre sir Benedikt, a veces eres malvada.

      Cassandra puso los ojos en blanco y se dirigió al saloncito, buscó el libro que estaba leyendo y se dejó caer en un sillón tapizado en seda bordada junto a la ventana, los pies apoyados en un escabel y una taza de té a mano, aprovechando la última luz de la tarde antes de la cena.

      —Le defiendes con más calor del que merece. Deberías escuchar las lindezas que él me dedica —dijo sin alzar la vista de las páginas.

      Iris suspiró y abandonó la lucha. Sabía que su prima no cedería jamás en lo que a sir Benedikt se refería, y ojalá supiera de dónde nacía tanta inquina.

      Tres

      Julio

      El día de la llegada del príncipe Peter y su séquito a Raven’s Abbey amaneció radiante como pocos.

      Lord Leonard Ravenstook, que creía en los buenos auspicios y en los hados, sonrió a la soleada mañana y asintió a Ursula cuando esta le presentó el menú de la semana, la distribución de habitaciones y demás alojamientos para el príncipe y sus hombres. Estaba convencido de que nada podía salir mal si la visita comenzaba con un tiempo semejante. Era un optimista impenitente y apenas nada en su vida había podido abatir sus creencias, a pesar de la temprana muerte de su esposa Mary, fallecida al dar a luz a su única hija, Iris. Claro que aquel día había amanecido lluvioso y había anunciado tormenta desde el principio, lo cual solo había confirmado sus creencias.

      El sonido de carruajes y trote de caballos le sacó de su ensimismamiento.

      Muy pronto, las voces de dos docenas de hombres y los sonidos de sus respectivos arreos llenaron el patio.

      Lord Ravenstook salió al encuentro del joven príncipe como quien recibe a un amigo querido, abriendo sus brazos, con una sonrisa franca y palabras de cariño.

      —Querido amigo, querido Peter. Mi casa es vuestra.

      Su Alteza Real el príncipe Peter de Rultinia, acostumbrado quizás a más ceremonia, pareció desconcertado al principio, aunque luego agradeció el gesto y lo igualó con alegría.

      —El placer es mío, lord Ravenstook.

      Observó el anciano que el joven había madurado en los dos años largos que hacía que no lo veía. Era obvio que las penurias de la guerra no le habían maltratado, aunque tampoco parecía que hubiera pasado esos años paseando su sable y su colorido uniforme de húsar por los campos de batalla del continente. Si lo miraba con atención, podía verle un estado de alerta que no había conocido en él con anterioridad. En apenas unos instantes había inspeccionado todo lo que le rodeaba, como buscando peligros ocultos.

      Como siempre, lo sorprendieron sus delicadas facciones, hermosas y angélicas, sus apretados rizos rubios y sus enormes ojos azules, la pronta sonrisa. Un hombre simpático y de carácter alegre, aunque quizás algo falto de fuerza. Deseó que fuera de aquel tipo de hombres a los que se la otorgaban los años. Lo esperaba sinceramente, porque creía que era un joven prometedor y sería un buen rey.

      Sus ojos se desviaron sin querer hacia su hermano bastardo, Joseph. Menos delicado, aunque también atractivo, Joseph poseía la fuerza de la que su hermano carecía, aunque lo envolvía un halo oscuro, lo que hacía que los hombres no confiaran en él, algo que Peter conseguía con los ojos cerrados. Aunque lo cierto era que no todo el mundo parecía consciente de esa aura peligrosa, pues se decía que atraía a las mujeres, y muchos hombres se veían influenciados por su poder y fuerza de carácter.

      Al sentir su mirada sobre él, Joseph lo saludó con un gesto de la cabeza.

      —Espero que hayáis tenido un buen viaje, caballero —le dijo, obligado por su mirada.

      Joseph sonrió, haciendo que sus facciones adquirieran un aire simpático que no poseían cuando estaba serio, y logrando a la vez que su parecido con su hermano fuera mayor.

      —Maravilloso, lord Ravenstook,