Jill Shalvis

E-Pack HQN Jill Shalvis 1


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había metido por debajo de la puerta. Saludó a Vinnie, que estaba adormilado y tan adorable como siempre, y fue a la cocina a sacar el helado del congelador y tomar un poco. Al apoyarse en la encimera con la cuchara y el bote, vio el sobre, que estaba justo delante de la puerta.

      Era extraño, porque había recogido todo el correo aquella tarde, al dejar a Vinnie. Dejó el helado en la encimera y tomó el sobre. Dentro había una foto Polaroid que le paró el corazón.

      Era un primer plano de su pingüino de madera en peligro mortal, colocado como si fuera a caerse del Golden Gate Bridge a la bahía.

      ¿Qué demonios…?

      Alguien le había robado el pingüino y, lo que era peor, la estaba provocando con él. ¿Por qué? No se le ocurría ningún motivo, y se dio cuenta de que tenía que hablar de aquello con alguien. ¿Con quién? No podía ser con Gib, porque no quería ir corriendo a llorar al hombro de su amor platónico como una damisela en apuros en pleno siglo XXI. Podía ir a la policía, pero ya se imaginaba cómo iba a ir la denuncia: «Hola, alguien me ha robado mi pingüino de madera y está fingiendo que lo tira a la bahía».

      Se reirían de ella.

      No podía hacer nada, pero quien hubiera hecho aquello la conocía o, por lo menos, sabía dónde vivía. Se asustó. Comprobó que todas las cerraduras de las ventanas y las puertas funcionaban bien. Después, acostó a Vinnie, apagó la luz y se metió en la cama.

      Y se quedó allí despierta, atenta, sobresaltándose con cada pequeño crujido de la casa.

      Dos minutos después, se levantó, tomó a Vinnie y se lo llevó consigo a la cama. Normalmente, Vinnie no tenía permitido subirse a la cama, así que se puso muy contento y se acurrucó en la almohada, junto a ella. Una ráfaga de viento hizo chocar la rama de un árbol contra su ventana, y ella se puso rígida.

      –¿Has oído eso?

      Vinnie, que debía de sentirse seguro, cerró los ojos.

      Pero Kylie, no. No pudo dormir ni un segundo y, a la mañana siguiente, sabía perfectamente que no podía seguir así. Necesitaba respuestas.

      Lo cierto era que detestaba tener que pedir ayuda. La habían educado para que contara solo consigo misma, así que iba contra su instinto. No obstante, el miedo la motivó. Necesitaba hablar con alguien a quien se le dieran bien aquellos asuntos.

      Archer, el director de Investigaciones Hunt, fue la primera persona en la que pensó. Podría acudir a él. Sin embargo, él sabía que ella no andaba muy bien de dinero, así que no querría cobrarla, y ella se sentiría culpable por apartarlo de su trabajo para atenderla.

      Se estrujó el cerebro, pero solo se le ocurrió otra respuesta: Joe. Podría hacerle el espejo a cambio de su ayuda.

      Mierda.

      #AjústenseLosCinturonesEstaNocheVamosATenerTormenta

      A Joe Malone nunca le habían gustado las mañanas. Cuando era pequeño, la alarma para despertarse era su padre dando golpes con una sartén sobre los fuegos de la cocina. Más tarde, en el ejército, era alguien de rango más alto gritándole al oído.

      Aquel día solo se levantó por una cuestión de responsabilidad. Trabajaba en una agencia de detectives que aceptaba investigaciones de delitos en general y en el ámbito de pequeñas y grandes empresas. Hacían labores de seguridad y vigilancia, y elaboraban informes sobre corporaciones. Algunas veces, hacían trabajo forense, perseguían a acusados que hubieran quebrantado la libertad condicional, hacían trabajos para el gobierno, y más cosas. El director, Archer Hunt, era un jefe muy duro, pero aquel era el mejor trabajo que él había tenido en la vida. Era el segundo al mando y se encargaba de las Tecnologías de la Información. Aunque no había empezado en ese campo, en realidad…

      No, él había empezado su carrera allanando moradas.

      Se olvidó de aquellos viejos recuerdos, se puso la ropa de correr y llegó al punto de reunión sin matar a nadie por mirarlo mal. Se trataba de toda una hazaña, teniendo en cuenta lo temprano que era.

      Spence lo estaba esperando y, sin decir una palabra, le entregó un café. Esperó a que la cafeína hubiera hecho efecto, y le dijo:

      –Llegas tarde.

      –No ha sonado la alarma –respondió Joe.

      –Porque tú no usas alarma –replicó Spence.

      Cierto. Él tenía un reloj interno. Era una de las cosas que podía agradecerle al ejército.

      –¿Estás bien? –le preguntó Spence–. Normalmente, a estas horas estás de mal humor, pero no parece que estés especialmente malhumorado hoy.

      –Vete a la mierda.

      Spencer era muy rico, y tan inteligente, que una vez había estado trabajando para un gabinete estratégico del gobierno. Joe no era rico, aunque también había trabajado para el gobierno, en su caso, para el ejército. Sin embargo, no era su cerebro lo más demandado, sino el hecho de que podía ser letal cuando fuese necesario.

      Su improbable amistad con Spencer había comenzado en la partida de póquer semanal que se celebraba en el sótano del Edificio Pacific Pier. Spence era el dueño del edificio, así que jugaba al póquer con desenfreno. Él jugaba al póquer del mismo modo que vivía la vida: de un modo temerario. Eso les había unido.

      A Spence tampoco le gustaba madrugar, y no era precisamente tierno, así que aceptó el «Vete a la mierda» de Joe como un «Estoy bien». Entonces, tiraron los vasos de café a una papelera y empezaron a correr. Aquel día, llegaron a las escaleras de Lyon Street, un tramo de 332 peldaños. La tortura de subirlo aumentaba porque, con la niebla de aquella mañana, no se veía el último tercio, y parecía un ascenso interminable, una meta inalcanzable. Ellos no permitieron que eso les detuviera. Se esforzaron más aún, tratando de superarse el uno al otro.

      Cuando llegaron al final de la escalera, no se detuvieron, sino que entraron en Presidio, un parque en el que se podía correr kilómetros por pistas forestales. Casi inmediatamente, la ciudad quedó atrás y se desvaneció detrás del bosque de eucaliptos.

      Spence estaba en una forma física excelente, pero, para Joe, el entrenamiento era su forma de ganarse la vida. Ocho kilómetros después, Joe adelantó a Spence y llegó el primero al edificio, entre jadeos, sudando.

      –Estás loco –le dijo Spence, sin aliento. Se inclinó hacia delante y se apoyó con las manos en las rodillas–. Espero que hayas dejado atrás a tus demonios.

      –No corro lo suficiente como para conseguir eso –dijo Joe.

      Spence se irguió con el ceño fruncido.

      –¿Lo ves? Sabía que pasaba algo. ¿Están bien tu padre y Molly?

      –Sí, están bien, y yo, también –dijo Joe, cabeceando. No sabía lo que le ocurría, aparte de sentirse inquieto. Su padre era… bueno, era su padre.

      –¿Es por el trabajo? –le preguntó Spence.

      Joe cabeceó. Su trabajo era gratificante y le proporcionaba la dosis de adrenalina diaria que necesitaba.

      –Estoy bien –repitió.

      –Sí, eso es lo que tú dices –respondió Spence, y agitó la cabeza–. Voy a estar aquí. Vamos a quedarnos en San Francisco unos cuantos meses.

      Spence se había enamorado, no hacía mucho tiempo, de Colbie Albright, una autora de libros fantásticos que vivía en Nueva York. Desde entonces, habían estado repartiendo su tiempo entre las dos ciudades, pero los dos preferían San Francisco y vivían en un ático del quinto piso del Edificio Pacific Pier donde trabajaba Joe.

      Colbie había sido fantástica para Spence. Había conseguido que fuera más humano que nunca, y mucho más feliz. Joe se alegraba por él, aunque no entendía enteramente la vida que vivía