caer, se fisuró el hueso de un codo. Solo eso me hizo detener. No me hubiera perdonado haberle hecho más daño a mi hermana. Me detuve y corrí a mi cuarto como lo hacen aquellos que se dan cuenta de que han cometido un crimen, pero mamá no me dejó cerrar la puerta. Comencé a golpear todo y a romper lo que veía. El portero del edificio y el conserje me detuvieron mientras yo gritaba como alma poseída. El edificio entero se enteró de mi crisis; era incontrolable, toda una escena poco digna de ver. Esa película de terror terminó con la llegada del doctor Tapias, quien como pudo me aplicó un sedante.
No sé cuánto dormí, solo sé que cuando desperté, mi padre estaba junto a mi cama, con una cara de tristeza que, tal vez, representaba la forma en que me sentía cada día. Pasó su mano por las cicatrices de mis brazos aún frescas y me preguntó desde cuándo hacía algo así. Vi lágrimas en su rostro e impotencia en sus ojos y, aunque parte de mí, una muy pequeña parte, quería abrazarlo y llorar junto a él, mi mirada se desvió hacia otro lado, sin importarme los sentimientos de terror que había creado a mi alrededor. La Dama Oscura y melancólica estaba más que satisfecha.
Semanas después tuve dos o tres episodios más, y cada año se volvieron más frecuentes. Un día, en pleno laboratorio de Biología, en una de las diapositivas apareció una fotografía de una niña de Mauritania. Era un poco robusta y tenía mejillas regordetas. Carolina Cantor tuvo la gran idea de burlarse de mí:
—Vania, mírate, eres adoptada. Ese cuerpo redondo viene desde el otro lado del mundo. Tu nombre debería ser ba-lle-na.
Mientras los demás se reían, la Dama Oscura y nostálgica llenaba mis venas con su odio hacia mí. Sentí que quería desvanecerme y anhelé la cara de la muerte, ese momento en que tu cuerpo dejará de respirar. A veces es más fácil decir algo que hacerlo.
Durante la clase estábamos trabajando con mecheros. No recuerdo el experimento, pero sí tengo presente que alguien sacó un celular y, mientras unos trabajábamos, otros miraban una fotografía que le habían tomado a Carolina disfrazada de enfermera. Su cuerpo se veía muy bien moldeado gracias a que practicaba pole dance, pero lo que me enervó fue lo que ocurrió después: primero hicieron un montaje en el que pegaron mi rostro al cuerpo de un marrano; todos se rieron sin parar. Luego, y lo más imperdonable, hicieron un montaje fotográfico y me pusieron en el cuerpo de Carolina. La ira, la rabia y el dolor se mezclaron en un coctel mortal que casi logra su cometido.
Me rocié alcohol por la cabeza y amenacé con prenderme fuego. Creo que fue la peor de las situaciones que les haya tocado vivir a todas las personas que estaban ese día en el salón. Los rostros de terror no se pueden describir; era como una obra macabra. Cualquier escena de guerra se queda en pañales comparada con las caras de mis compañeros, sus gritos, sus lágrimas, y eso hizo que me sintiera con mucho poder. Para mí era una sensación casi de placer. La extraña que habitaba dentro de mí dirigía la obra teatral y me mostraba que, por un momento, era yo la que tenía el control o, mejor dicho, que ese personaje sumiso, el de esa oscuridad latente, florecía en mí. Como perro rabioso, podía oler el miedo, sentía el sufrimiento alrededor, y entonces ya nada volvería a ser igual.
Los videos y las fotografías llenaron cuanta página de Facebook había. Los celulares estallaron cargados de tanta información, y más de medio país se sintió en libertad de juzgar y comentar lo que ni siquiera alcanzaban a comprender. Mis padres decidieron llevarme a un psicólogo, y este a su vez me remitió al psiquiatra. Permanecí en un estado catatónico durante dos semanas, me sepulté en el silencio de mi mente y, otra vez sedada, fui como un león que es transferido del zoológico.
Después de las diferentes pruebas, charlas y explicaciones científicas, me dieron un diagnóstico que en ese momento no entendía; no sabía por qué lo que padecía me hacía comportarme de esa manera: depresión severa con trastorno afectivo emocional. Como quien dice: un combo total. La oscuridad que me dominaba ya tenía nombre, pero no rostro. Un coctel de tranquilizantes y sedantes en frascos rotulados sería mi desayuno, almuerzo y cena durante no sé cuánto tiempo, además de todas las terapias a las que asistí y en las que mis respuestas fueron monosilábicas.
Mi capacidad para pensar y analizar se redujo en un alto porcentaje, debido a que los tranquilizantes dejaban mi cerebro como una piedra. Mi nivel académico bajó y mis problemas aumentaron, pues llegó una adolescencia marcada por todos los altibajos propios de esa etapa. El colegio me dio la oportunidad de hacer los trabajos desde casa por un tiempo, y estuve detenida en lo profundo de mi apartamento, como prisionera aislada, bajo la vigilancia estricta de mi madre, que ahora se quedaba para cuidar a mi hermanito y evitar que yo cometiera una tragedia. No podía ser peor ese panorama oscuro.
* * *
Aquel día en que abrí las puertas al infierno, lo hice porque dos de los frascos que contenían las píldoras para calmarme habían llegado a su límite. En ellos ya no era posible encontrar, por el momento, los tranquilizantes que evitaban que surgiera el monstruo que yacía en mí.
Una tarde que volvimos de una cita odontológica, me senté frente al computador y, mientras buscaba unas imágenes, encontré una fotografía que me llevó a Tumblr, una red social cuyo principal objetivo es que la gente comparta blogs y fotografías. Lo dicho, la tecnología no es mala, lo malo es el uso que hacemos de ella, y mi familia y yo estábamos a punto de comprobarlo.
A los trece años, una niña en una sociedad como esta debería ser feliz, aunque desafortunadamente muchas veces no es una realidad, pues las mujeres a esa edad entramos en un sube y baja de emociones que nos lleva a perder todo rastro de comunicación con nuestros padres. Mi caso no era la excepción. Mis padres llevaban más de cuatro años separados y tenían nuevos hogares en los cuales, la verdad sea dicha, yo no encajaba para nada. Cuando iba a casa de mi padre, sentía que era de todo menos su hija. No hablábamos mucho y yo sentía que se avergonzaba de mí. Meli parecía llenar los vacíos que yo dejaba. En casa de mi madre las cosas eran a otro precio. Con un bebé en nuestras vidas y con una hija tan problemática, mi mamá no tenía de otra y, tal vez, por eso era tan recia conmigo: imponía reglas, horarios y en mi cuarto no podía haber nada que me lastimara a mí ni a otros; también tenía prohibido acercarme al bebé.
Dicen que el cuerpo expresa cómo se siente uno en un momento dado. Si esa teoría es cierta, se pueden imaginar lo que reflejaba por fuera, pues por dentro solo había miseria y pesadumbre. Al no tener cómo ni con quién comunicarme, y al no poder expresar naturalmente lo que sentía, me encerré en el calabozo de mi mente y boté la llave al vacío de la nada. Volví a rasgar mi piel muy lentamente e intenté tomarme con un trago de whisky unas píldoras que mamá tenía para dormir; los resultados no pudieron ser más nefastos.
Meli, sin saber qué hacer y con su amor de hermana, trató de acercarse en varias ocasiones e intentó comprender lo que me sucedía. Nunca pensé que al hacerme miserable estaba también destruyendo la vida de todos los que me rodeaban. Eran seres humanos viviendo una pesadilla sin límites, un caos de incertidumbre y tal vez la peor vida que pueda tener una persona.
—No puedo dejar de decirte lo mucho que me duele verte sufrir. Si tan solo pudiera meterme en tu corazón, en tu mente, en tu alma y cambiar lo que te pasa. —El rostro de Meli era un mapa detallado de la agonía que sufría toda mi familia.
En la calle, las personas que sabían de mí, me evitaban de forma evidente, agachando la cabeza con tal de no saludarme, como aquel que evita mirar a un perro que está a punto de atacar.
A algunos prácticamente les podía escuchar sus pensamientos de pesar y de burla. Otros, menos cuidadosos, lanzaban sus dagas en forma de susurros: “Cuidado con esa loca, nos puede hacer daño”. “Ven aquí. Esa fue la que intentó matar a su familia”.
Si antes me aislaba, sin tener muchas razones, en ese momento decidí que no era buena idea estar fuera de mi cuarto por mucho tiempo. Poco a poco fui reduciendo la frecuencia con la que salía y me interné en mi habitación.
A medida que exploraba la nueva página, Tumblr, comencé a expresar en el mundo digital lo que me sucedía, y subía fotografías de mis brazos recién cortados. La respuesta empezó a hacer su masiva presencia: personas de todas partes hacían comentarios, enviaban fotografías,