una fotografía. Fue el año en el cual fuimos felices como familia, el año en que me embriagaba una alegría desbordante y ocultaba sin temor toda mi oscuridad. Sentada en la playa con Meli vimos un verdadero atardecer y, mientras el sol se ocultaba en un ritual celestial, mi mente se fundía con esa hermosa postal y con la música interpretada por las olas.
En la casa de mis abuelos había algunos animales, entre ellos unos cerdos. Mi mamá, quien creció en una ciudad, se sentía incómoda con el calor, con la casa y con los animales. Estos últimos sentían que no eran de su agrado. Una tarde, mientras mi madre ayudaba a mi abuela a tender unas sábanas en el patio trasero, la mamá de todos los cerdos pequeños se sintió amenazada y empezó a correr detrás de ella. Mi madre gritaba y pedía ayuda como si ese día fuese el último que viviría, pero lo extraño es que nunca fue hacia el interior de la casa para tratar de esquivar a la bestia hambrienta y cruel que la perseguía. Solo corría en círculos y daba vueltas como un vaquero en un rodeo. Mi hermana, mis abuelos y yo nos ahogábamos en el llanto y el dolor causado por una risa incontrolable. Mi padre se nos unió, pero con la gran desventaja de tener que aguantarse la cantaleta de mi mamá por no haberla ayudado en ningún momento.
Esa familia enmarcada en esa felicidad tan anhelada se diluyó poco a poco con el tiempo. La grieta del amor de mis padres se fue haciendo más grande y destruyó sus lazos de confianza y comunicación como pareja. Nosotras formábamos parte de un bote que naufragaba en un mar llamado vida, cuyas aguas se llevarían lo mejor de mí.
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En clase, muchas veces me sentía triste, pero no dejaba que la tristeza ganara la batalla porque lograba obtener muy buenos resultados académicos. Sin embargo, no tenía tolerancia al fracaso y al obtener notas inferiores a noventa y cinco, me sentía indignada y vulnerada; poco a poco fui cediéndole espacio a esa melancolía. Traté muchas veces en vano de recordar ese sentimiento de felicidad, aquel que me había dado tantas lágrimas de alegría y que por un momento corto me dejaba saborear ese hermoso mundo del cual me alejaba cada día. Esa sombra se alimentaba de mis problemas e intensificaba mis angustias y mi dolor.
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Los frecuentes viajes de mi padre y la dedicación de mi madre a su trabajo, no les dieron el espacio para rescatar el romance que agonizaba. Descubrí con pesar, a los ocho años, que mi padre había decidido que mi madre no sería más la musa de su inspiración. Mientras volvíamos de un almuerzo en las afueras de Bogotá, mi papá me permitió jugar con su teléfono, pero por error abrí las conversaciones de WhatsApp y pude ver que alguien más ocupaba su corazón. Según los diálogos y las fotografías, también su alma y su cuerpo. Sus “viajes” de negocios eran la excusa perfecta para irse a otro lugar y refugiarse en los brazos de la que, a la postre, sería mi madrastra.
Esa vez, un silencio ensordecedor me devolvió todos los pensamientos; sentí que algo dentro de mí se deshacía y me hacía sentir que ya no tendría fuerzas para levantarme ni para comer. Mi respiración fue desapareciendo, mi visión se nubló, mi corazón latía en mi cabeza y, por un momento, me sentí desmayar. Cuando reaccioné, mis padres, en parte preocupados y en parte recriminando, me preguntaron la razón por la cual no había dicho que sentía ganas de expulsar el almuerzo dentro del auto. El olor era nauseabundo; vomité dos o tres veces y manché la intocable cojinería del auto.
Me sentía traicionada por mi papá, abandonada y engañada. No sabía cómo mirarlo ni tampoco qué decirle. Fue entonces cuando, sin previo aviso, se cortó la comunicación entre los dos, la confianza hizo las maletas y se marchó para no volver. Aún lo seguía amando, pero me sentía desilusionada, ya que, aunque quería creerle cada palabra que me decía, sus ondas sonoras, sus besos, sus caricias y sus sonrisas sabían al trago amargo de las mentiras.
Dejé de compartir todo con Meli porque, cuando le comenté lo que sucedía, simplemente no me creyó. Era lógico: ella siempre había sido la más cercana a mi padre y él había sido más que un héroe para ella. No sé si mi madre sospechaba o sabía algo sobre lo que sucedía, o si solamente lo dejó pasar. Me comencé a retraer y a aislar, pero mi comportamiento errático empezó a hacerme compañía.
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Cuando estaba en octavo grado, unos años después de darme cuenta de las mentiras de mi padre, ingresó al colegio Mariana Riveros, una niña con gran capacidad intelectual. A medida que pasaban los días se hacía más evidente la competencia entre las dos. En todas las clases, durante el primer mes, le llevaba ventaja porque sabía cómo funcionaban las cosas en mi salón, pero hubo un momento en el que ella comenzó a obtener victoria tras victoria y entonces todos comenzaron a hacer comentarios que para mí eran hirientes.
Recuerdo que ese día era tan gris y frío como todo lo que había en mi interior. La vi bajarse del auto de su papá, quien la acompañó hasta la entrada. Al despedirse, se fundieron en un abrazo, y un beso cálido se estampó en su frente; un “te amo” poco tímido rompió el bullicio mañanero y la rutina de ese día.
María Paula Abril, que estaba cerca de mí, me preguntó si había visto un fantasma porque estaba pálida y mis ojos parecían dos lunas llenas.
Nunca me hizo nada malo, nunca me criticó, ni me juzgó, pero yo la consideré más que una enemiga; ni siquiera sentía tanto odio por Carolina Cantor. Durante más de quince días preparé la estrategia para ya no sentirme así. En el colegio, muchas personas se ufanaban de los celulares que tenían, en especial Manuela Ruiz, una fanática de la tecnología y miembro activo del grupo de Carolina. Ella siempre tenía el celular más reciente antes de que saliera al mercado; no sé cómo lo hacía, pero así era.
Mientras estábamos en una obra de teatro, fingí que estaba enferma y pedí permiso para ir a la enfermería. Mi directora de curso le pidió a Mariana que me acompañara. No cruzamos palabra durante el trayecto, pero al llegar a nuestro destino ella rompió el silencio.
—No sé qué te he hecho, ni sé por qué me miras con odio, solo sé que muy dentro de ti hay una buena persona. Te admiro y te respeto, pero esa actitud que tienes solo te va a aislar y te vas a consumir en la soledad —dijo muy claramente, mientras me recostaba en la camilla.
—¿Es todo o tienes algo más para decirme? —pregunté, con un aire de ironía.
Solo me sonrió y frunció los labios como admitiendo que era un caso perdido. La enfermera me preguntó qué me pasaba y le dije que era el habitual cólico, por lo cual me dio agua aromática y me pidió que me recostara un rato.
—Es una lástima que no puedas ver la obra; es para no perdérsela. Deberías ir —le dije, mirándola a los ojos.
Ella trató de convencerme de que lo mejor era quedarse para hacerme compañía, pero logré que aceptara mi oferta por solo diez minutos. Con el panorama despejado, salí por otra puerta que llevaba a un patio secundario y, mientras todos estaban viendo la obra, logré llegar a nuestro salón, tomar la mochila de Manuela y… El resto se convertiría en un viacrucis para Mariana y su papá. No sé si de esta manera se rompió esa sólida confianza que había entre ellos, solo sé que creí haberme quitado un obstáculo del camino.
Antes de salir hacia los buses que nos llevaban a casa, Manuela hizo un escándalo gigante al darse cuenta de que su preciado iPhone había desaparecido, e hizo dudar a las directivas del colegio de todos nosotros. El rector y los profesores nos hicieron formar afuera con nuestras mochilas. Como sabía que a María Paula Abril le encantaban los chismes y también le caía mal Mariana, de una manera muy diplomática e imperceptible le sugerí que seguramente el celular lo había robado alguien que hubiera tenido acceso a los baños o a la enfermería durante la obra. Mi querida amiga “Gollum” fue corriendo donde el rector y, para quedar muy bien, le hizo la misma sugerencia, por lo cual seis personas terminamos en la oficina del rector con nuestra mochila, mientras Manuela y unos profesores revisaban nuestros lockers. El rector nos empezó a hablar de la honestidad, diciendo que aquel que hubiese cometido semejante delito podía redimirse si entregaba el celular y que de esa manera no sufriría las consecuencias nefastas de una expulsión.
Aunque en algún momento una parte de mí se arrepintió y quiso aclarar el asunto, en mi cabeza retumbaron