ya puestos, podría seguir retrocediendo hasta el día que nos fuimos a vivir juntos, al día que nos conocimos, a la primera vez que me vino la regla o al preciso instante dentro del útero de mi madre en que mi doble X decidió dotarme de ovarios funcionales.
Pero no busquemos culpables.
¿Que cuándo empezó todo? Supongo que, en virtud de ser práctica —ya me lo decía mi madre, esa mujer capaz de echarse laca en el cardado durante media hora: «Hija, tienes que ser práctica»—, podría decir que la hecatombe se desató hace once días. Y la cosa sucedió como sigue.
Estábamos a 2 de enero. Era un jueves aciago. Bueno, en honor a la verdad era un jueves normalito, pero siempre he querido empezar una historia diciendo que era un día aciago porque queda muy profesional. Como decía, era jueves, día 2, y yo aún tenía rodando por la mesa del salón restos de la cena de Nochevieja, consistentes sobre todo en pepitas de uva que no dejaban de aparecer pegadas a todas partes y trozos de turrón rechupeteados por alguien —nadie sabía por quién—; de esto que te da pena tirarlo pero te da asco comerlo y tu estrategia es dejarlos ahí hasta que «accidentalmente» se los coma el perro o, en su caso, críen vida propia y los puedas tirar sin remordimientos.
Como fuera, era día 2 y yo estaba agotada porque el fin de las fiestas tiene ese efecto en mí. Como el inicio de las fiestas, las fiestas en sí mismas y la vida en general, que es agotadora. Pero ese día sucedió algo especial, una de esas singularidades cósmicas; un caso raro como, qué sé yo, un error de Hacienda a tu favor o una monja borracha: los niños se durmieron pronto. Y Didier y yo teníamos ganas de mambo, así que, rescatando ese poquito de energía que aún palpitaba bajo capas y capas de sueño, nos pusimos al lío. Pero, claro, si es fácil no tiene gracia.
Los niños se habían dormido pronto, sí, pero en los lugares equivocados. Los dos mayores estaban espatarrados en nuestra cama; el bebé dormía hecho un ovillo en el sofá y, por supuesto, moverlo no era una opción en ese momento, porque, en estas situaciones, las probabilidades de que el niño se despierte y se desvele en el proceso son directamente proporcionales a las ganas que tú tengas de follar.
Las superficies blandas disponibles en toda la casa se reducían a dos: la cama de la niña, que soporta máximo sesenta kilos, y la litera del niño que, aparte de que está llena de muñequitos del Minecraft que me miran fijamente y me cortan el rollo, pues no está pensada para dos adultos haciendo flexiones —afortunadamente para mi hijo, porque le ahorrará algún que otro trauma—.
Pero no pasaba nada, porque el amor es joven y nosotros estábamos fogosos: así que nos fuimos al suelo. Y descubrí una verdad horripilante: que el amor es joven, pero mis rodillas se ve que no.
¡¡¡UN DERRAME!!!
Un puto derrame se me hizo en la rodilla izquierda que se me puso MORADA como una berenjena vasca y la tuve así diez días. ¡¡DIEZ DÍAS!! ¡¡Pero que tengo treinta y nueve años!! ¡¿En qué momento, por favor, en qué momento de mi vida me he convertido en una SEÑORA a quien le sale UN DERRAME EN LA RODILLA POR ECHAR UN POLVO?!
Le cuento mi vida a Shakespeare y me escribe tres tragedias. Un derrame, joder. ¡Joder!
Y este ha sido el punto equis, la zona cero, la hora hache: me niego —espera: una vez más, con más fuerza—, ME NIEGO a aceptar que mi vida sexual se ha convertido en esto. ¿Qué coño estamos haciendo mal? A ratos parece que nos mendigamos, a ratos que nos evitamos y cuando, ¡oh, gloria!, nos encontramos, ¿voy y me reviento una rodilla? ¿En serio?
No, si la culpa es mía porque, claro, una parte de mí —la parte estúpida, probablemente— se quedó embarazada a los veintinueve años y pensaba que iba a tener un bebé y que luego ese bebé crecería, algún día se iría de casa y yo podría retomar mi vida en el mismo punto que la había dejado antes de convertirme en madre. Y va y resulta que no, que mientras el niño tiene la desfachatez de crecer, yo tengo la inconsciencia de ir haciéndome mayor, y aún no me he enterado.
Pues esto se acaba aquí. No voy a seguir dejando pasar el tiempo, como esperando que de pronto un día todo vuelva a ser como antes, como si aún creyera que cuando Didier y yo volvamos a tener tiempo para nosotros seguiremos teniendo treinta años. Estoy motivada. Estoy decidida. Esto cambia a partir de ya. Llámame loca, pero TENGO UNA MISIÓN: voy a echar un polvo, pero un polvo en condiciones, un SEÑOR POLVAZO, con el padre de mis hijos.
Hubo una época en la que yo tenía tiempo —y me sobraba— para ir, por lo menos por lo menos, una vez al mes a hacerme la cera en todo el cuerpo. Luego nació Gabriel y, salvados sus primeros meses de vida, recuperé la costumbre, aunque en lugar de una vez al mes, pues bueno… Cada tres meses o así me pasaba por allí a que me dejaran lisa y limpita. Y poco antes de que naciera Maya recuerdo perfectamente que estaba espatarrada en la camilla con las ingles dispuestas a entrar en faena, y Eva me dijo, desde esa posición de autoridad que solo un palito untado en cera caliente puede otorgar:
—Maja, menuda pelambrera tienes aquí. No sé si voy a tener cera bastante para quitarte todo esto.
A lo cual respondí en forma de promesa:
—Ya, es que me he organizado fatal… Pero ahora con la segunda, como ya tengo práctica del primero, seguro que todo será más fácil. Así que me voy a organizar bien y voy a volver a venir una vez al mes por lo menos.
Y esa fue la última vez que me hice la cera.
¿Por qué? Pues porque nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para creer que lo sabes todo y, en consecuencia, escupir gilipolleces que luego te tendrás que volver a tragar.
Así que, desde que nació Maya, depilación de vez en cuando a cuchilla y, también de vez en cuando, unas pincitas en las cejas. El bigotillo nunca más, porque lo de las cremas —una cosa tan de mi madre— no termina de encajar conmigo y, sobre todo, porque hay algo dentro de mí que se resiste a ver mi propia imagen en el espejo afeitándome el bigote con una maquinilla igual que mi padre. De hecho, desde que nació Teo —y de eso hace más de un año—, tampoco he vuelto a depilarme las cejas. Aunque no me preocupa, porque por lo que veo en Instagram me parece que depilarse las cejas ya no está de moda.
Pero el SEÑOR POLVAZO que voy a echar con Didier, en mi mente, implica muchas cosas; como un montón de tequieros y guarradas a la oreja, bastante de mirarse a los ojos y sonreír como si fuera la primera vez que nos vemos en un largo tiempo y muchos, muchos minutos de caricias, de estas de «disfrutar cada centímetro de nuestra piel». Y las caricias a contrapelo no son eróticas, así que vamos a empezar preparando el terreno: me voy a hacer la cera. Y puede que después me vuelva loca e incluso me ponga cremitas perfumadas o alguna cosa de esas. Dero y yo llevamos sin tocarnos desde el incidente de la rodilla, pero no podremos resistirnos a una piel suave que huela a… No sé, ¿a qué huelen esas cremas?
Como muestra de mi renovada energía y de mi ánimo de volver a dominar mi vida y hacer que las cosas cambien, hoy me levanté al primer toque de despertador. Oí a Dero levantarse en la habitación de al lado —porque anoche Gabi nos pidió muy por favor y muy fuerte que si podía dormir conmigo y su hermanito, así que se intercambiaron el sitio—. Me fui a la cocina a ponerme con los desayunos de los niños y, justo cuando le iba a preguntar a Dero si quería el café frío o caliente, oí la ducha. Me asomé por la puerta del baño:
—¡Iba a ducharme yo!
—¿Y yo qué sabía?
—… —Apreté los labios.
—¿Qué?
Pensé: Podías haber preguntado. Dije:
—Nada.
Esto suponía un ligero contratiempo, porque no puedo ir a hacerme la cera sin ducharme antes, pero seguro que encontraba un rato.
Puede que después de comer, antes de llevar a Maya a la clase de pintura… Tendré que comer rápido.
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