le cambié el turno a Aitor, te lo dije el viernes.
—Creía que era solo ayer…
—No, amore. Voy toda la semana a horario partido.
—¡Mierda!
Unas risitas tras unos platos de pasta con el atún intacto confirmaron que mamá había dicho «mierda» muy fuerte. Teo, por su parte, lanzó tres macarrones por el aire que fueron a estrellarse contra la nevera, en prueba de disconformidad. O de conformidad, yo qué sé.
—¿Era importante? —preguntó Dero—. ¿Llamo a mi madre?
—¡NO! O sea —rectifiqué, bajando decibelios—, no, no, tranquilo. No es urgente, lo puedo cambiar.
A las cuatro en punto de la tarde Dero se fue y yo llamé al Crème Vanille —que yo nunca entenderé por qué Eva le puso un nombre tan rebuscado, si ella es de mi barrio de toda la vida y no ha pisado Francia desde que tenía ocho años y la llevaron a Disneylandia. Con lo bonito que habría sido que le pusiera al sitio el nombre de su padre: Emiliano. Que vale que tiene mala rima, pero a Emiliano lo conoce todo el mundo. Lo habría petado—.
—Crème Vanille, buenas tardes.
Qué suerte la mía, la del chicle otra vez.
—Hola, soy Paz Noriega, tengo cita a las cinco… —suspiré, resignada—. ¿Podríamos cambiarla para el jueves?
Estoy segura de que oí su cara de indignación por anular una cita con tan poco tiempo. Tengo la habilidad de oír las caras. Y también la de ponerme la pierna por detrás de la cabeza, pero a esa —increíblemente— le saco menos partido.
—Muy bien, señora Noriega. Le pongo el jueves a las cinco.
Hubo un tiempo en que el «señora Noriega» habría desatado la furia en mí. A mis poquísimos treinta y nueve años ya estoy, tristemente, acostumbrada. Malditos.
—De acuerdo, gracias.
Muy a mi pesar no me quedó otro remedio que implicar a mi madre en mi plan. Abrí la agenda del móvil y toqué su nombre.
—Hola, mamá.
—¡Hombre, buenos ojos te oigan!
Me prometí a mí misma que, por muy madre que yo llegue a ser y por muchos nietos y bisnietos que llegue a tener, jamás diré una frase como esa. Aunque una voz dentro de mí me susurró: «Este será otro yonunca que te acabarás tragando».
—Mami, necesito pedirte un favor. ¿Podrías quedarte con los niños este jueves por la tarde? Tengo que ir a un sitio.
—¿Adónde?
Sabía que no podría evitar darle detalles: era una batalla perdida antes de empezar, un duelo de espadas al que yo acudía armada con un calcetín, así que ni lo intenté.
—Voy a hacerme la cera.
—¡Hombre, qué bien! ¡Ya era hora de que te arreglaras un poco!
—Sí, ya…
—Es que, hija, no te cuidas nada —y continuó un murmullo constante de amoroso reproche materno que se fue volviendo un poco inaudible mientras yo intentaba cerrar la conversación.
—Ya, mami, ya, oye, escucha, que no me puedo liar, que tengo que llevar a Maya a pintura y estoy sola con los tres.
—Vete limpia, ¿eh? ¿Tienes ropa interior limpia? —seguía el murmullo.
—Mamá, sí, mami, que tengo que colgar. ¿Te parece bien si te los llevo después de comer?
—Vale, sí. ¿Y a la peluquería cuándo vas?
—Te veo el jueves, mami, ¿vale? Muchas gracias.
Respiré hondo al colgar. Tocada, pero no hundida.
Maya apareció por mi izquierda, con sus largos — largos largos— rizos al viento y un papelito doblado en la mano.
—Traigo carta del cole.
—Ah, muchas gracias, Isla.
Abrí el papelito:
Me cago en la puta.
Pues empezamos bien.
La buena noticia es que, tras un exhaustivo examen, pudimos confirmar la no presencia de piojos en las cabezas de nuestros dos hijos mayores.
La noticia regular es que, al final, hube de comprobar yo ambas cabezas, porque Didier no distingue una liendre de una pelusa. Probablemente tampoco distinguiría una liendre de un huevo de pato —y que conste que digo esto en favor de las pelusas—. Y la noticia mala es que ayer por la tarde no pude comprar un antipiojos, así que por la noche tocará otra sesión de comprobación de pelos, incluidos los de los adultos y, claro, los del bebé.
Lo que probablemente nos tendrá bien entretenidos a los cinco hasta tarde, apretaditos en un baño que apestará a amoníaco —por mucho que la pegatina diga que esa mierda antipiojos huele a melocotón—. ¡Yuju!
* * *
A las cinco y media de la tarde estaba en el parque con Maya y Teo, esperando a que Gabi saliera de clase de cocina, y me entró un wasap de la Vane.
Oye, puta gorda
Qué
Que cuando nos vemos, que te tengo
que contar :D
Pff
No sé, titi,
estoy hasta arriba
No me habías dicho que esta semana
tenías las tardes?
Sí, tenía, pero a Dero le han cambiado
el turno
Joder
Y si vienes con los críos?
A que escuchen tus guarradas???
No, gracias
Y dejarlos con tu madre?
Es que ya se los voy a llevar mañana
Que tengo que hacer una cosa :P
Ah, muy bonito, no tienes tiempo pa mí
y tienes tiempo pa una cosa
Posí
Tía, en serio, que te tengo que ver, que
te tengo que contar algo muy fuerte!!!
A ver si para la semana que viene me arreglo, vale?
Okkkk
La Vane y sus movidas del Tinder y del Wapa. A ver a qué gilipollas superincreíble ha conocido esta vez.
Estamos en racha: libramos piojos, y eso siempre es una gran noticia, porque solo hay una cosa en el mundo que me produzca más tedio que limpiar los armarios de la cocina, y esa cosa es despiojar los rizos de Maya, que empieza a decir que le estoy haciendo daño antes de que la toque y sigue quejándose de dolor de cabeza «por mi culpa» una semana después. Si algo acaba por joder para siempre nuestra relación madre-hija, no será lo mal que yo pueda llegar a gestionar su adolescencia ni un posible consumo de drogas —por parte de cualquiera de ambas—: serán los piojos.
Pero no tenemos piojos, así que todo bien. Mi hija y yo nos seguiremos queriendo.