Jessica Gómez

Mamá en busca del polvo perdido


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no me lo pones fácil, patán.

      —Nada —dije, volviendo los ojos tan hacia arriba que casi alcancé a verme la nuca por dentro—. Voy a despertar a los peques.

      Levanté a los mayores, me vestí rápido y saqué a Ronin a hacer sus cosas de Ronin mientras todos desayunaban. Cuando volví a casa, Maya jugaba con su cepillo de dientes y Gabi se sacaba mocos mirando al infinito, aún descalzo, sentado en el sofá.

      —¡Venga, chicos! —dije sonriendo, aguantando mis ganas de hacer de altavoz del reloj y pegar un grito—. ¡Pis y dientes!

      Les ayudé a terminar de prepararse y, justo cuando los abrazaba antes de que se fueran con Didier, me dio por preguntar:

      —¿Qué lleváis hoy de almuerzo?

      —No sé —dijeron ambos.

      —¿Qué llevan? —pregunté a Didier.

      —¿No se lo has puesto tú?

      ¿Cuándo, Didier? ¿Mientras les ayudaba con los dientes? ¿O mientras estaba en la calle con el perro?

      —No. —Decidí que no dejaría que estas pequeñas vicisitudes, normales en nuestra rutina ajetreada de padres de tres, echara abajo mis ganas de «estrenar» mi preciosa depilación—. Venga, no pasa nada. Chicos, hoy lleváis un plátano.

      Se oyeron dos larguísimos jos que yo sentí mucho, pero, mira, les viene bien comer fruta, así que tirando que era tarde.

      Qué le vamos a hacer.

      —Hasta luego, Gabi. Te quiero. —Besito—. Te quiero, Maya. Que tengas un día genial —besito.

      —¡Mamá! ¡Que me llamo Isla!

      —Hasta luego, Isla —besito.

      —¡A ella le has dado dos besos!

      —Hasta luego, Gabi —besito.

      Tengo que confesarlo: adoro estar con ellos, pero hay días que, cuando se van, respiro hondo y disfruto del silencio. Ojalá pudiera estirarlo aunque fuera diez minutos, pero eso me costaría, muy probablemente, no despedirme del bebé en la guarde y/o llegar tarde a trabajar, así que… Respiré hondo rápidamente y a correr.

      Me hice el café con la leche que sobró de sus desayunos, puse la lavadora, estiré sus camas, ordené los cojines del sofá —¿por qué coño nadie más ordena estos putos cojines?—, rescaté unas braguitas de unicornio para echarlas a lavar y… ¡Joder! Estaba segura de que había dejado cargando mi cepillo de dientes, pero estaba enchufado el de Dero. Así que a mitad de faena el cepillo se me quedó sin batería. Estupendo.

      * * *

      Un poco antes de las nueve y cuarto, con el corazón encogido y un bebé lacrimoso en la teta izquierda, estaba escuchando el cariñoso comentario de Carla en la puerta de la escuelita:

      —Es que Marisol cree que el problema es la teta, que si no le dieras él se quedaría más tranquilo.

      Marisol puede meterse en sus asuntos y dejarme tranquila.

      —¿Y tú estás de acuerdo con eso?

      —Yo no soy la que manda aquí, Paz —se limitó a responder Carla, encogiéndose de hombros—. Tengo que decirte lo que me dice ella.

      Justo en ese momento una madre a la que conozco de vista del barrio posaba a su hijo en la puerta con otra de las cuidadoras y se iba corriendo, dejando a su peque llorando a moco tendido.

      —¿Y ese por qué llora?

      Carla sonrió y se encogió de hombros otra vez. Aquí a nadie parece importarle que lloren los bebés. Ya no te digo lo que importa que lloren las mamás.

      * * *

      —Paz, es que ya no sé cómo decírtelo. No podemos seguir así.

      —Lo sé, Vicente, lo sé. Lo siento.

      —No sirve lamentarse: lo que sirve es resolver el problema.

      ¿Eso qué lo has sacado, de un póster motivacional de gatitos? ¿Eres coach ahora o qué, Vicente?

      —Ya, Vicente, pero es que es el autobús.

      —Pues coge el anterior.

      Qué cachondo, Vicente. Qué clarividente que eres. Esta empresa se mantiene en pie por tus grandiosas ideas. ¡Qué coño! Tú solito mantienes España entera en pie.

      —Vicente, el anterior me pasa media hora antes, no puedo… De verdad que no me da tiempo. Sería un caos en casa y yo llegaría aquí media hora antes. ¿Qué hago media hora en la calle sin hacer nada?

      —Pues ven en coche, Paz, o volando. Arréglalo como quieras, pero si sigues llegando tarde hablaré con recursos humanos y veremos qué medidas tomar.

      No le quedó muy fino el jefe moderno. No gritó, pero fino, lo que se dice fino, pues tampoco lo vi. «Hablaré con recursos humanos y veremos qué medidas tomar» es el nuevo «te mando a la puta calle». Así que nada. A partir del lunes tendré que ir a trabajar en coche. Habrá que reorganizarse. Con suerte, no demasiado. Aunque adiós a mi ratito diario de lectura en el autobús.

      Mierda.

      —¿Cómo vas con los cursos?

      —¿Cómo que cómo voy? No voy.

      —¿Cómo que no vas?

      —No tengo las claves de acceso.

      —¿No se las has pedido a Lucía?

      —No… ¿No me dijiste que le ibas a decir tú que me las mandara?

      —¿Y ves que no te llegan y no se las pides? A ver, Paz, que estamos a 17, se nos echa el mes encima… —y bufó, claramente molesto—. Vale. Ya se lo recuerdo luego.

      —Muy bien, Vicente.

      Pero a Vicente debió olvidársele «esta cosa tan importante y urgente», porque era la una y media de la tarde y yo no había recibido nada. Así que a mediodía, justo antes de irme, asomé la nariz por el despacho de Lucía para recordarle, por favor, que me enviara las claves para acceder a los dichosos cursos. No vaya a ser que luego tengan que restarme puntos extra.

      * * *

      Le conté las novedades a Dero durante la comida.

      —Y nada, que me tocará ir en coche.

      —Pero si está fatal para aparcar y encima es zona azul. ¿Te van a pagar la ORA?

      —Sí, seguro que sí, ja, ja, ja. Intentaré aparcar un poco más arriba, que ya no hay zona azul, e iré andando que son diez minutos.

      —Bueno —dijo Dero con el gesto torcido—, si no hay más remedio… ¡Ah! Acuérdate que este domingo es el cumpleaños de Iris.

      —Sí, sí, me acuerdo.

      —¿Podrás comprar tú el regalo?

      —¿Pero no ibas a comprarlo tú?

      —¿Y cuándo lo compro, Paz? Llevo toda la semana a turno partido.

      —Joder, es verdad… Vale, voy yo, pero que sepas que te acabas de cargar el rato de parque de esta tarde de Isla.

      Maya lo miró de lado y apretó mucho el entrecejo, pero mucho. Tanto que yo aún no descarto que esta niña nos salga jedi, porque creo que a veces —como hoy— practica para separar, con un grado satisfactorio de dramatismo, las cabezas de sus cuerpos. Por suerte para Dero es un arte que aún no domina. Aún.

      Mientras amamantaba al bebé —que hoy tampoco ha querido comerse lo que tenía en el plato porque, según su criterio, el suelo ha de tener más hambre que él—, Dero sacó a Ronin y yo les pedí a los niños que le dieran de comer a Gatalina. A las cuatro de la tarde Dero se fue hacia el trabajo —por fin se acaba la semana de turno partido. Joder, cuánto la odio— y