genial. Como si estuvieras a punto de pisar una caca por la calle y reaccionaras quitándote el zapato. Así he empezado yo la semana: pisando descalza una caca.
¿Y por qué he dormido una hora de menos? Pues porque yo creía que tenía mis «gafas de repuesto» en el cajón del mueble del salón, y resulta que no, que no estaban ahí. Así que anoche perdí más de una hora de necesario sueño y de preciosa vida revolviendo a fondo toda la casa y comprobando cada cajón, armario, arcón, caja, cofre, nevera y recóndito escondite en general, hasta que encontré mis otras gafas: unas que me regaló mi madre cuando yo tenía dieciséis años y perdí las anteriores, y que en realidad guardo más como recuerdo que como objeto práctico. En su momento me habían sacado de un buen apuro —igual que harán ahora—, pero la verdad es que metálicas, ovaladas y gruesas son feas como una rata calva. Ya me quedaban mal cuando el mayor problema de mi cara adolescente eran cuatro granitos en la frente, no te digo nada ahora, que tiene arrugas, incipiente papada, cejas mal depiladas y la sombra de un bigote. Y cuatro granitos en la frente. Y dos verrugas en el cuello. Que una puede pensar que qué tendrán que ver las verrugas con las gafas, pero es que al final pues todo aporta al conjunto.
Le pregunté a Didier, solo para estar segura de que no se me había vuelto a pasar algo por alto, si toda esta semana tendría el turno de tarde y me confirmó que sí: que esta semana no había intercambiado turnos con nadie sin consultar primero con su familia si nos parecía bien a los demás que, oye, no habría dejado de ser un detalle.
Entre los dos levantamos a los mayores, y los dejé en la cocina mientras fui a prepararme con calma. Me fui al baño y examiné un largo rato mi imagen en el espejo con las gafas puestas. Era como ver un bebé recién nacido con la boca llena de dientes: no es que fuera aterrador, pero tiene un toque espeluznante que hace que prefieras mirar en cualquier otra dirección.
Sí. Igualito que una rata calva.
Guardé las gafas en su funda y la funda en el fondo del bolso, mientras una oscura parte de mí deseaba que el fondo de mi bolso conectara con alguna caldera del infierno. Con una pequeñita. Con la de tostar el pan por las mañanas, aunque fuera. Luego recordé el esfuerzo que le costó a mi madre comprarme aquellas gafas y con qué ilusión lo había hecho, y me sentí muy culpable.
Estupendo. Ahora me siento fea y culpable. Empezamos el lunes de puta madre.
Eché un vistazo a la cocina antes de bajar a Ronin.
—¿Pero qué les has dado?
Didier me miró como no comprendiendo. Podría haberle preguntado a Ronin y me habría mirado igual.
—Cola Cao —me dijo, como si fuera lo más normal del mundo—. Con galletas.
¡Y con galletas, además! ¡¿Pero qué irresponsable desfachatez es esta?!
—Ah, muy bien. O sea que lo de los desayunos sanos nos lo pasamos ya por el forro, ¿no?
—Joder, Paz. Pero si ayer tú…
¡Ah! ¿Ahora es culpa mía?
—No, no, vale, estupendo —dije, sin saber muy bien si estaba irritada por el desayuno o por las gafas—. Saco a Ronin. Vigila al bebé.
* * *
Cuando Dero se fue de casa con los niños nos despedimos con un casto besito, de esos que das por rutina y que juraste que tú nunca darías, pero que das, porque si no es como que te falta algo. Quitar el besito de rutina es la declaración de guerra intraparejil definitiva. Una de esas cosas que pueden llevar a una secesión. Es un poco como el pedal del hombre muerto de los trenes: si se aprieta, es que todo sigue ok. Si no, es que la cosa está a punto de descarrilar, probablemente a cámara lenta y con toneladas de chispas efectistas. Eso es exactamente: es el besito del hombre muerto.
Respiré hondo.
Adoro los putos lunes.
Llevé corriendo a Teo a la escuelita, le di un poco de teta, se quedó llorando con Carla y justo de la que me iba apareció Marisol.
—¡Buenos días, Paz! —¿Por qué me sonríes, pedazo de cínica, si sé que no me quieres decir nada bueno?—. ¿Podemos hablar un momento?
Le contesté girándome para irme.
—¡En otro rato, Marisol, que me tengo que ir ya!
Sé que está feo, pero la dejé ahí con media palabra en la boca. De verdad que no podía pararme: hoy era el primer día que iba a trabajar en coche y aún no controlo los tiempos. Solo me faltaba llegar tarde también hoy. Intenté suavizar la situación despidiéndome con la mano tan amablemente como puede una despedirse de alguien a quien está intentando evitar.
De camino a la oficina se me ocurrió que, ya que Dero trabajaría hoy de dos a diez, y los niños tenían patinaje por la tarde, yo podía aprovechar y ver en ese ratito a Vane, que buena falta me hacía despejar un poco la cabeza. Así que la llamé desde el coche.
—¿Qué pasa, gorda? —me preguntó desde el otro lado del teléfono una delicada voz de tetera hirviendo.
—¿Qué pasa, golfa? —le respondí yo—. Te invito a tomar algo esta tarde.
—Oye, ya sé que como no tengo mil hijos tú te crees que no tengo nada que hacer en la vida, pero es que yo también puedo tener planes, ¿vale?
—Ya. ¿Tienes planes hoy?
—Pues sí, sí, tengo planes. —Te veo venir, Vane—. He quedao con el príncipe William, que ha dejao a la Megan por mí.
—¿Megan no es la de Harry?
—¡Ay, yo qué sé! —Rio—. Bueno, venga, ¿dónde quedamos?
—¿Pero no tenías planes?
—¿Piri ni tiníis plinis?
—A ver, Gabi y Maya tienen patinaje de cuatro y media a seis. ¿Nos tomamos un vinito en Cacos?
—Vaaaaaaaaaaaaaale.
—¡Guay!
—¿Guay? ¿Qué tienes, cinco años?
—Ciao, cariñín.
De pronto tuve un pensamiento fugaz. Llamé a Dero.
—Amore, ¿te has acordado de avisar en el cole de que esta semana los niños se quedan a comedor?
—Hostia, no…
—Vale. —Respira, Paz, respira—. No pasa nada. ¿Puedes llamar para avisar, porfa?
—Claro. ¿Me das el teléfono?
¿En serio, Didier? ¿EN SERIO?
—Cariño, estoy conduciendo.
—Mándamelo cuando aparques.
Me cago en… RESPIRA, PAAAAAAAAAZZZZZZ, RESPIRAAAAAAAAA.
—¿Estás muy ocupado? ¿No lo puedes buscar en Google?
—Bueno, anda, vale —me dijo con aire resignado —, ya lo busco yo.
Perdona, ¿eh? ¿A qué viene ese tono? ¡Que no me estás haciendo ningún favor, que también son tus hijos, coño!
—Ok, amore. Ciao. ¡Ah! Por si acaso: te recuerdo que mañana Teo tiene cita en el pediatra y que tienes que llevarlo tú.
—Joder, no me acordaba. —¿Y por qué no me sorprende?—. ¿A qué hora?
¿Me ves cara de ser la agenda de toda la familia, Didier?
—A las once y cuarto. —Joder, pues va a ser que sí lo soy—. Venga, te dejo.
Como la cosa siga así, antes de que acabe el lunes necesitaré una bombona de oxígeno. Y a lo mejor un marido nuevo. O unos diazepanes. O una combinación de todo ello.
Aparqué a diez minutos andando del trabajo y todavía conseguí llegar cinco minutos antes de la hora. Vicente me miró sonriente.
—¿Has