Jessica Gómez

Mamá en busca del polvo perdido


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gata al volver de la calle.

      A ver, confieso que, antes de ponerme a dar paseos buscando un regalo improvisado, miré en Amazon, porque maldita la gana que tenía yo de patear tiendas con el bebé cargado en la mochila, menos aún en el barrio de las clases de baile, que hay una tienda cada tres calles porque son todo bares y locales de actividades. Y un karaoke. Pero nada de lo que me gustaba llegaría el sábado, así que no arriesgué. Gabi y yo nos ocupamos de buscar algo mientras Maya lo daba todo en la clase que tocaba hoy: baile moderno.

      Al final compramos lo que nunca nos falla: un libro. Por varios motivos: con un libro quedas de puta madre porque estás regalando cultura y, además, ¿quién se atreve a quejarse porque le regalen un libro? Nadie. Nadie se atreve a decir en voz alta «es que a mi hijo/a no le gusta leer». Eso no pasa. Así que recorrimos andando las doce calles que separan la escuela de baile con la librería de mi amigo Rafa y compramos uno sobre una niña a la que echaban del colegio por decir muchos tacos, que los tacos siempre son una buena combinación con los niños.

      Cuando recogimos a Maya a las seis y media, Lola, la profesora, me comentó que en breve nos mandarían un mensaje con «la nueva equipación para llevar a las clases» porque a partir de la semana que viene empiezan con lo nuevo: flamenco. Que mira que a mí jamás en la vida me ha gustado el flamenco, pero es que si la niña me sale más del revés que yo me nace con las orejas detrás de las rodillas. Pero acepté las noticias, feliz. ¿Por qué? ¿Porque quiero que mi hija esté contenta haciendo lo que más le gusta? No. Bueno, que eso está muy bien, a ver, pero no: acepté feliz porque hoy la niña tuvo baile, y el mayor se pateó conmigo una docena de calles buscando un regalo para Iris, y el pequeño no se echó la siesta. Y el fresquito de mi toto, que sacudía unos pelitos que ya no estaban ahí, me decía a gritos que los niños se dormirían temprano.

      * * *

      El primero en caer fue el bebé, y, mientras Gabi y Maya jugaban su ratito de rigor antes de irse para la cama y Didier fregaba los platos de la cena, yo vi el momento claro:

      —Dero, me voy a dar una ducha rápida, ¿vale?

      Me metí en la ducha con el agua calentita —a ratos quemaba un poco, porque Dero seguía con los platos, pero nada que mi ímpetu amoroso no pudiera superar— y comprobé satisfecha que ya no tenía ningún recóndito pegote de cera por ahí escondido —aunque la falta de tironcitos a lo largo del día ya lo habían anunciado—. Didier se asomó por la puerta del baño:

      —Los peques ya están en la cama. Voy a sacar a Ronin.

      Salí rápido de la ducha y recuperé de su escondite —a.k.a.: el armario de las toallas— el bote de crema del Mercadona: mango y fruta de la pasión.

      ¡Oh, sí! ¡¡Esto funciona, esto funciona!!

      Me embadurné de crema de arriba abajo, salvando algunas partes delicadas porque, a ver, eso al olfato es agradable, pero al gusto lo mismo sabe ácido o ve tú a saber, así que había que ir con cuidado.

      Cubierta con el suave albornoz que me había autorregalado por Navidad, fui a darles un beso de buenas noches a los niños. Maya ya dormía. Cuando empecé a leerle Harry Potter a Gabi, oí a Dero volver con Ronin. Gabi se durmió antes de haber terminado la segunda página.

      ¡Bien, bien, bien!

      Me ceñí el cinturón del albornoz para marcar cintura, me aseguré de tener las tetas en posición sexi —es decir: con los pezones apuntando el frente— y dejé caer «descuidadamente» un hombro del albornoz, por aquello de darle a todo una apariencia casual y NADA premeditada. Me revolví el pelo, y me fui derechita al salón dispuesta a darlo todo en ese sofá maravilloso. Que está destrozado, con manchas y lleno de muelles de saltar tres criaturas —dos de ellas, por cierto, concebidas en él—, pero maravilloso igualmente.

      Dero estaba allí sentado, mirando la tele como quien mira el vacío abisal de una existencia fútil e incierta. Me senté a su lado y le eché una pierna por encima, mientras con un dedo jugaba con un rizo de mi pelo. Me miró, arrugó ligeramente las cejas e hizo una mueca.

      —¿A qué hueles?

      Hice acopio de toda la teatralidad aprendida en mi infancia en las telenovelas que veía mi prima y me incorporé de un salto, agarrándole por el cuello.

      —¡A PASIÓN, AMORE! —le dije, juraría que con un poco de acento venezolano.

      —¿A qué?

      —Que huelo a fruta de la pasión.

      Dero olfateó un rato, arrugando la nariz, con gesto desagradable. Yo estaba flipando mucho porque, a ver, no esperaba que me agarrara de repente y me empotrara contra la pared —o bueno, a lo mejor un poco sí—. Pero, vamos, que lo que no me esperaba era que pusiera esa cara que estaba poniendo.

      —¿Es la crema del Mercadona?

      Hostia, qué pasa: ¿ahora eres experto en potingues?

      —S… Sí.

      —Ya decía yo —me dijo—. Es la que usa mi madre.

      ¡¡PERO QUÉ ME ESTÁS CONTANDO, MANOLO!!

      —¿Que qué?

      —Es la que usa mi madre. Se pone como una loca cuando reponen en el súper porque dice que se agota rapidísimo. Cada vez que pilla un bote anda todo el día pringándose. Luego voy a verla y me tiene toda la tarde oliéndole las manos.

      —Ah. —Lo vi venir—. ¿Y te gusta?

      —Hombre, cari… A ver, me gusta… Pero es que es olor de señora. Huele como mi madre.

      Puta vida, tete. No puedo follar sabiendo que huelo como mi suegra. No es que no pueda follar si huelo como mi suegra, es que no puedo follar CON DIDIER si huelo COMO SU MADRE.

      —A ver, amor —me dijo el pobre, tocándome la pierna, quizá adivinando en mi cara que el hombro caído de mi albornoz no era casual—, que podemos…

      ¡¿PERO QUÉ DICES, DESVIAO?!

      —No, no, cari… —suspiré, quitando su mano de mi pierna. Aquello no tenía NADA que ver con lo que yo había imaginado—. Mejor, déjalo. Ya mañana, si eso.

Imagen 09

      Hay una lista de pesadillas horribles, como la de que vas en un ascensor que se cae o la de que sales a la calle en bragas —que, con la cabeza como la tengo, eso me pasará el día menos pensado—, y luego está mi pesadilla de hoy en la que soy mi propia suegra que pasará a los anales del terror.

      Dejé a los niños viendo El asombroso mundo de Gumball mientras desayunaban —bueno, Gabi desayunaba; Maya miraba triste sus galletas porque decía que le dolía la tripita, pero a Maya siempre le duele algo— y me fui al baño. Necesitaba ducharme y quitarme de encima esa peste a «suegra de la pasión».

      Brrrrr… Por favor, QUÉ PUTA GRIMA.

      * * *

      Después del desastre de ayer, yo hoy lo único que quería era enterrar la cabeza en una manta, como una suerte de avestruz aburguesada y, de hecho, en casa nadie tenía pinta de querer ir a ningún sitio. Pero hay una parte de mí —una parte que me cae bastante mal, la verdad— que se siente muy culpable si tengo a los niños metidos en casa todo el día, así que por la tarde me planté y los arrastré a todos al parque.

      Todo el camino de ida Gabi protestando porque él quería quedarse en casa jugando a la Play, Teo gimoteando a saber por qué, Maya quejándose de que le aún le dolía la tripa y Dero murmurando que no entendía por qué teníamos que ir al parque solo porque yo lo dijera, porque al parecer mi marido es el niño más malcriado de esta familia.

      Cuando, a los veinte minutos de llegar al parque, empezó a llover, me rendí a la evidencia de que estaba siendo una tarde de mierda, y decidí que era hora de volver a casa. Empecé a recolectar niños por los columpios y cuando me acerqué a Maya