hombre-mujer, la complexión del hombre le otorgaba superioridad sobre la mujer. Se resaltaba la diferencia entre mujeres y hom-bres, pero sin igualdad. Esta distinción determinaba la inferioridad y la subordinación de la mujer al hombre; la primera dependía económica, política, afectiva y sexualmente del segundo.
En este modelo, las diferencias biológicas determinan la participación cultural de ambos, y dichas actividades eran intransferibles al sexo contrario. Lo anterior llevó, inevitablemente, a que las labores diferenciadas no tuvieran el mismo valor social: los hombres representaban la vida política, pública y económica de la sociedad, mientras que a la mujer se le asignaban labores de la vida privada, como la educación, la reproducción y las ocupaciones domésticas.
La genética impide que estos papeles puedan intercambiarse o transferirse entre sexos; es decir, el hombre no concibe que la mujer forme parte de la vida pública de la sociedad porque su sexo no lo permite, y viceversa.
La diferencia sin igualdad entre sexos hizo radical la noción de superioridad de los hombres sobre las mujeres. La mayoría de las sociedades ha superado científica y legalmente este modelo, pero persiste en pleno siglo XXI. Al respecto, Badinter (1993) comenta:
El mundo se halla sujeto a la razón masculina, y en su lucha por la igualdad de derechos, la mujer renuncia casi siempre a su feminidad para hacer valer mejor sus cualidades masculinas. Ha habido tal asimilación de sexos que ambos se han fundido en el mundo masculino.
A pesar de ser evidentemente injusto y atentar contra los derechos humanos, suele pasar desapercibido en sociedades primer mundistas: el macho progresista se declara a favor de la inclusión de la mujer en el mundo laboral, pero sin que esta abandone las labores domésticas que le son encomendadas.
Algunos ejecutivos de empresas globales, por ejemplo, se declaran a favor de la inclusión de la mujer en los negocios, pero no están de acuerdo en que sus propias esposas trabajen y “abandonen” el hogar.
En México, el machismo está tan arraigado en la cultura que las personas han sido educadas con base en esta tradición durante siglos. Los hombres tienden a pensar que las mujeres son las principales responsables de la educación familiar, mientras que ellos se conciben a sí mismos como proveedores del sustento económico familiar (Inmujeres, 2007).
Según una encuesta realizada en 2007 por el Instituto Nacional de las Mujeres, 43% de las encuestadas que no sufren violencia afirma que “una buena esposa debe obedecer a su pareja en todo lo que él ordene”; 56% declara que su esposo o pareja debe decidir si ella puede o debe trabajar; y 86% sostiene que el esposo o pareja determina cuándo tener relaciones sexuales. Estas cifras confirman el impacto y la vigencia que aún tiene el machismo.
A pesar de los intentos por transformar estos modelos sociales, los papeles de género están estrechamente ligados a la educación que hombres y mujeres reciben en casa. Las generaciones de hombres baby boomer (nacidos entre 1946 y 1964) fueron educadas por madres que, en su mayoría, solo se dedicaron al hogar. Esta generación de hombres y mujeres educó a sus hijos para las mismas funciones que vieron al crecer, lo que supondría que los estereotipos de hombre-mujer se repetirían generación tras generación.
Sin embargo, la generación de millennials (los nacidos entre 1982 y 2000) se caracteriza por la percepción social con respecto a los paradigmas que rodean la relación hombre-mujer y a la construcción de nuevos cometidos sociales de género.[1]
Por ejemplo, en una empresa del sector de seguros, un millennial comentó que, a pesar de que él fue educado de manera tradicional con una figura paterna, que actuaba como proveedor y una madre ama de casa, él no consideraba formar una familia bajo el mismo patrón que sus padres, sino otorgarle la libertad de decisión a su pareja acerca de trabajar, dedicarse al hogar o ambos.
IGUALDAD SIN DIFERENCIA: FEMINISMO RADICAL
Este modelo surge como una reacción de las mujeres ante el machismo. Busca desvincular el sexo del género y, por lo tanto, cualquier estereotipo y función social basados en construcciones culturales no son bien aceptados.
Las simpatizantes de esta teoría defienden los derechos de las mujeres y confrontan las injusticias y la discriminación que persisten, y que el primer modelo promueve y acentúa. Sin embargo, este patrón antropológico, al igual que el paradigma del machismo, tampoco respeta la igualdad en la diferencia entre hombre y mujer.
Si bien critica la teoría del machismo puesto que separa la vida privada para las mujeres y la pública para los hombres, y propone que la mujer ocupe la vida pública de las sociedades, también rechaza y niega la sexualidad humana por creer falsamente que es la fuente de cualquier discriminación entre ambos sexos (Aparisi, 2011).
A pesar de que esta postura radical trata de erradicar el carácter sexual del ser humano, para no cargar el lastre de la sexualidad que impide a la mujer o al hombre realizar ciertas actividades o tener distintas actitudes, hay que entender que nace como la denuncia de un paradigma previamente injusto, que desató una lucha social y que despertó el reclamo de mujeres que ansiaban participar en la vida pública y tomar decisiones que tuvieran un efecto en su vida y en la de la sociedad.
Simone de Beauvoir fue una de las filósofas más controvertidas y representativas del movimiento feminista del siglo XX. Su libro El segundo sexo (1949) es un compendio de las ideas más revolucionarias que caracterizaron el paradigma del feminismo radical; plasma incluso los orígenes de esta postura, que sirvieron como estandarte para la lucha contra el patriarcado de la década de los sesenta del siglo pasado.
En su texto, Beauvoir critica la maternidad, pues rechaza todos los papeles sociales atribuidos al sexo, como la posibilidad de engendrar y la reproducción sexual. Algunos filósofos atribuyen a este libro el origen del debate moral acerca del aborto.
Inspirada en el diálogo y las ideas existencialistas de Jean-Paul Sartre, su pareja, Beauvoir destaca la necesidad de la mujer de imitar la conducta del varón para que, de esta manera, se eliminen comportamientos, actitudes y rasgos que caracterizan a las mujeres.
El feminismo radical de Beauvoir (1949) invitó a las mujeres a romper con las cadenas biológicas que condicionaban su participación en la vida pública, hasta llegar a la idea del aborto y la eliminación de la identidad femenina: existía un deseo profundo de ser totalmente igual al hombre, sin distinciones sociales ni biológicas.
El matrimonio y la maternidad representaban los principales obstáculos para la realización personal y profesional de las mujeres, por lo tanto, se promovía a la par un movimiento antifamilia y antimaternidad.
Una de las teorías más agresivas de este paradigma sostiene que todos los seres humanos nacen sexualmente neutros y luego son tratados como varón o mujer, por lo tanto, el género era una construcción social y cultural independiente del sexo, que era posible modificar u orientar según la preferencia individual.
Así, las mujeres podían negar su biología para equipararla a la de un hombre y no limitar su realización personal. Se rechaza la existencia de un “orden natural” y una “identidad sexual”, pues cada uno era libre de autoconstruirse y elegir a lo largo de su vida.
El sexo es algo omnicomprensivo y más amplio que la simple apariencia exterior. Es un sistema secuencial y multivariado con parámetros humanos que se van diferenciando a lo largo de la vida de las personas (Llanes, 2010).
Beauvoir firmó su obra con tinta marxista: el movimiento del femi-nismo radical se vincula a sí mismo con la lucha de clases. Los oprimidos, en este caso, eran las mujeres y debían luchar contra los opresores, los hombres, para destruir las estructuras preconfiguradas de la sociedad. Las mujeres eran la clase explotada y los hombres, la clase explotadora. En consecuencia, el único medio para sobrevivir era una lucha revolucionaria para derrocar el patriarcado, la autoridad masculina dominante (Aparisi, 2011).
Este movimiento evolucionó de tal manera que se concebía al hombre como el principal enemigo a “vencer” para lograr la igualdad, lo cual suponía eliminar cualquier diferencia entre sexos.
La filósofa estadounidense Judith Butler plantea que el modelo de independencia entre sexo y género