Alberto Vazquez-Figueroa

Trilogía Océano. Maradentro


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cuántas preguntas solías hacerme sobre los libros que leías y cómo atosigabas a tu abuelo para que te contara portentosas aventuras que jamás le habían sucedido… –Chasqueó la lengua con gesto de incredulidad–. Eras capaz de aceptar aquellas mentiras con tal de que continuara con sus cuentos.

      –¿A ti no te ocurría lo mismo de pequeña…?

      –Dentro de un orden, hija… Dentro de un orden. Y es que a vosotros los Maradentro, en lugar de sentido común os proporcionaron una segunda dosis de fantasía… –Le acarició nuevamente el cabello–. Así hemos tenido luego tantos problemas.

      Yaiza guardó silencio, pero al fin se volvió a su madre y la miró de frente, directamente a los ojos.

      –Sebastián quiere intentarlo –dijo.

      –¿Qué? ¿Buscar diamantes? –Aurelia afirmó repetidas veces con la cabeza–. Sí. Ya lo sé. Sebastián salió a mi familia, y supongo que tendré que hacerme a la idea de que nunca será un lobo de mar, pero tampoco me gusta la idea de verle convertido en un vagabundo zarrapastroso.

      –A mí no se me antojó zarrapastroso.

      –Porque le estabas mirando como a un héroe de novela, pero llevaba la camisa raída, los pantalones remendados, el sombrero mugriento y los pies descalzos. ¿Crees que a una madre puede apetecerle que su hijo se convierta en algo semejante?

      –Sebastián no pretende quedarse. Tan solo hacer una prueba.

      –Todo es siempre en principio una prueba, hija; fumar, beber, el juego, la droga, e incluso el hombre con quien acabas casándote… –Aurelia agitó la cabeza con gesto pesimista–. Si va a buscar diamantes y no los encuentra, habrá perdido su tiempo. Pero si por casualidad los encuentra, perderá su vida porque ya ninguna otra cosa le interesará más que la aventura de intentar suerte nuevamente.

      –Tal vez se conforme con obtener el dinero que necesitamos para ponerle un motor al barco.

      –Podría creerlo si supiera que existe un sitio adonde ir, pero lo cierto es que andamos sin rumbo y no tenemos ni la menor idea de lo que va a ocurrir cuando lleguemos al mar… –Se advertía un profundo deje de amargura en su voz–. Resulta duro reconocerlo, pero la verdad es que nos hemos convertido en una familia de gitanos que en lugar de vagar por los caminos navega por los ríos y los mares.

      –A mí me gusta. Estamos siempre juntos y no hay hombres que me espíen ni mujeres que cuchicheen cuando paso. En Caracas llegué a pensar que acabaría volviéndome loca. Es maravilloso poder pasear por cubierta, sentarme o moverme sin estar pendiente de si alguien me mira… –Hizo una significativa pausa–. Además, desde que estamos a bordo los muertos no vienen a visitarme.

      –¿Crees que has perdido el «don»?

      –Es pronto para saberlo, pero que no vengan los muertos puede ser un síntoma…

      –¿Sigues queriendo perderlo?

      –No ha servido más que para dejar el camino sembrado de cadáveres y, a la hora de la verdad, cuando realmente lo necesité no me valió de nada. Desde que tengo memoria sueño con convertirme en una muchacha «normal».

      Aurelia extendió la mano y tomó la de su hija, acariciándola con ternura:

      –Tú nunca serás «normal», pequeña –señaló–. Al menos, lo que la gente entiende por «normal»… –Suspiró profundamente–. Está mal que tu propia madre lo diga, pero es cierto: Tú eres «distinta» desde el momento en que te concebí. –Jugueteó con sus dedos como si estuviera comprobando que no le faltaba ninguno–. Nunca quise contártelo para que no aumentara tu confusión, pero quizá sea mejor que lo sepas… –Sonrió a sus recuerdos–. Aquel verano habíamos ido a pasar unos días a Isla de Lobos porque tu padre iba a emprender un largo viaje a los «calderos» de Mauritania, y la última noche, con luna llena y un calor asfixiante, nos bañamos en la laguna. La marea estaba alta, el agua nos llegaba al pecho, y allí, sobre aquella arena blanca y dentro de aquel agua tibia y transparente, hicimos el amor. –Su voz cambió de tono y se hizo más densa, más plena de matices–. Y cuando más hermoso era todo, millones de pececillos entraron por la bocaina y nos rodearon saltando, acariciándonos las piernas y lanzando a la luz de la luna destellos plateados. Fue algo tan irreal, fantasmagórico y hermoso, que en ese mismo momento tuve el convencimiento de que había quedado embarazada y traería al mundo una criatura diferente.

      –¡Pues qué gracia!

      –¡No debes lamentarlo, hija! No debes lamentarlo. Por pesada que se te antoje la carga de ser «distinta», mucho más pesado resulta el hecho de ser «común». El mundo está repleto de gente hastiada de una existencia que en nada se diferencia a la de cuantos los rodean y darían años de su vida porque algo los distinguiese de los demás.

      –Hay muchas formas de distinguirse, y la mía resulta demasiado amarga, porque cada vez que conozco a alguien me pregunto qué clase de daño voy a causarle.

      –No es tu intención causar ese daño. Jamás has incitado a ningún hombre, y si pierden la cabeza no eres responsable por lo que les ocurra. Es como si una joya se sintiera culpable porque alguien quisiera robarla.

      –¡Mamá! –protestó su hija–. ¡Vaya comparación…! Lo lógico es que una muchacha guste a los hombres y pretendan acostarse con ella… –Negó con la cabeza repetidas veces como si le costara un gran esfuerzo aceptarlo–. Lo que no resulta lógico es que todo el que lo intente conmigo acabe mal.

      –Eso es exagerado. La mitad de los muchachos de Lanzarote lo intentaron, y salvo al que quiso emplear la violencia, a los demás no les ocurrió nada. Pronto o tarde aparecerá un hombre que te guste y con el que te casarás. Los demás no son tu problema, porque si quisieras contentarlos a todos no podrías levantarte nunca de la cama.

      –¿Y cuándo aparecerá ese hombre?

      –Cuando menos lo esperes, hija. Cuando menos lo esperes. Yo estaba sentada en una playa estudiando Derecho Romano cuando alcé la cabeza y me dije: «¡Qué bestia es ese tipo sacando la barca del agua!». –Sonrió como burlándose de sí misma–. Luego añadí: «Qué bestia y qué alto»; «qué bestia, qué alto y qué guapo». Y a partir de ese momento cambié el Derecho Romano por la cocina, y te juro que durante un cuarto de siglo fui la mujer más feliz del mundo. A ti te ocurrirá lo mismo.

      Apareció por estribor la ancha boca del Caura, que en aquella época contribuía a aumentar considerablemente el caudal del Orinoco, y cuando se encontraban estudiando la mejor forma de penetrar en su corriente sin que los desplazara con brusquedad hacia la orilla opuesta, lo distinguieron acampado a la sombra de un araguaney, agitando la mano, sonriendo e indicando con grandes aspavientos que fondearan junto a su vieja curiara.

      –¿Qué hace aquí? –le gritaron cuando aún no había subido a bordo–. ¿No tenía tanta prisa…?

      –¡Vainas de Venezuela! –replicó el húngaro sin perder su humor–. Se supone que es uno de los principales productores de petróleo del mundo, pero el maldito surtidor está seco. –Se encogió de hombros–. Dicen que aquí mismo, debajo del Orinoco, existe un auténtico mar de petróleo, pero hoy en sus orillas no hay gasolina ni para un mechero. Llegará mañana… –Sus ojos se clavaron en Aurelia y el tono de su voz sonó levemente distinto al señalar–. Pero no importa –añadió–. Me apetecía invitarles a cenar. He matado un pécari y he preparado un menú que se van a chupar los dedos… –Rio divertido–. En mis tiempos fui cocinero.

      –¿Cuántas cosas ha sido? –Rio de nuevo, alegremente:

      –¡Demasiadas! –admitió–. Pero le aseguro que como cocinero no lo hacía del todo mal.

      No lo hacía mal, en absoluto, y la cena, servida bajo una lona encerada, junto al fuego y a la orilla del agua, constituyó un auténtico banquete, pues resultaba evidente que «Musiú» Zoltan Karrás había sabido adaptarse