Кевин Эштон

Cómo volar un caballo


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cada vez más rápidas y pequeñas, y se conectaron entre sí, pero no recibieron “los mejores órganos de los sentidos que el dinero puede comprar”. No consiguieron ninguno. Así, en mayo de 1997, una computadora llamada Deep Blue fue capaz de vencer, por primera vez en la historia, a un ser humano, al campeón mundial de ajedrez en turno, Garri Kaspárov, pese a lo cual seguía siendo imposible que una computadora viera si había un lápiz labial en un estante. Éste era el problema que quería resolver.

      Puse entonces un minúsculo microchip de radioondas en un lápiz labial y, en un anaquel, una antena; ese “sistema de almacenamiento” fue mi primer invento patentado. El microchip ahorraba dinero y memoria conectándose a internet, la cual empezó a ser pública en los años noventa, y guardaba ahí sus datos. A fin de que los ejecutivos de Procter &Gamble entendieran este sistema para conectar a internet cosas como el lápiz labial —lo mismo que pañales, detergentes, papas fritas o cualquier otro objeto—, le di un nombre breve y defectuoso: “Internet de las cosas”. A fin de hacerlo realidad me sumé a Sanjay Sarma, David Brock y Sunny Siu en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). En 1999 fundamos un centro de investigación, y emigré de Inglaterra a Estados Unidos para ser su director ejecutivo.

      En 2003 nuestra investigación tenía ciento tres corporaciones como patrocinadores y laboratorios adicionales en universidades de Australia, China, Inglaterra, Japón y Suiza; y el MIT firmó un lucrativo contrato de licencia para autorizar el lanzamiento comercial de nuestra tecnología.

      En 2013 mi frase “internet de las cosas” se incluyó en los diccionarios Oxford, que la definen como “propuesta para desarrollar internet donde objetos comunes se conectan con la red, lo que les permite enviar y recibir datos”.

      Nada en esta experiencia se parecía a las historias de “creatividad” que había leído. No hubo magia, y apenas unas cuantas ráfagas de inspiración, pero sí decenas de miles de horas de trabajo. Ejecutar la internet de las cosas fue un proyecto lento y difícil, cargado de política, infestado de errores, desvinculado de grandes planes o estrategias. Aprendí a tener éxito aprendiendo a fracasar. Aprendí a dar por hecho el conflicto. Aprendí a no sorprenderme de la adversidad, sino a prepararme para ella.

      Usé lo que había descubierto para contribuir a la formación de empresas de tecnología. Una fue reconocida entre las diez “compañías más innovadoras de internet de las cosas” en 2014, y otras dos se vendieron a grandes consorcios (una de ellas, a menos de un año después de que la inicié).

      También di charlas sobre mis experiencias creativas. La más popular atraía a tantas personas con tantas preguntas que, cada vez, tenía que prever al menos una hora más para contestar los cuestionamientos del público. Esa conferencia es el fundamento de este libro. Cada capítulo cuenta la historia real de una persona creativa; cada historia proviene de un lugar, momento y un campo creativo distinto, y destaca una importante introspección sobre el acto de crear. Hay relatos dentro de relatos, y divagaciones sobre la ciencia, la historia y la filosofía.

      En conjunto, estas historias revelan un patrón de cómo hacemos cosas nuevas los seres humanos, lo cual es alentador y desafiante al mismo tiempo. Lo alentador es que todos podemos crear, y demostrarlo de manera concluyente. Lo desafiante es que el momento mágico de la creación no existe. Los creadores pasan casi todo el tiempo creando, perseverando a pesar de la duda, el fracaso, el rechazo y el ridículo, hasta que logran hacer algo nuevo y útil. No hay trucos, atajos ni ardides para “ser creativo al instante”. El proceso es ordinario, aun si el resultado no lo es.

      Crear no es magia sino trabajo.

      CAPÍTULO 1

      CREAR ES UN ACTO ORDINARIO

      1 EDMOND

      En el Océano Índico, dos mil quinientos kilómetros al este de África y seis mil quinientos al oeste de Australia, hay una isla que los portugueses llamaron Santa Apolónia, los británicos Bourbon y los franceses, por un tiempo, Île Bonaparte. Hoy se le conoce como Reunión. Una estatua de bronce se alza en Sainte-Suzanne, una de las ciudades más antiguas de la isla. Representa a un chico africano de 1841, vestido como para ir a la iglesia, de chaqueta recta, corbata de moño y pantalones sin alforzas dobladas en los tobillos. No lleva zapatos. Extiende la mano derecha, no en saludo, sino con el pulgar y los demás dedos enroscados sobre la palma, quizás a punto de lanzar una moneda. Tiene doce años, es huérfano, esclavo y se llama Edmond.1

      Hay pocas estatuas en el mundo de niños esclavos africanos. Para entender por qué Edmond está ahí, en esa mota solitaria en el mar, con la mano tendida, debemos viajar miles de kilómetros y cientos de años al pasado.

      En la costa del Golfo de México, la gente de Papantla ha deshidratado el fruto de una orquídea trepadora, para usarlo como especia, durante más milenios de los que es capaz de recordar.2 En 1400, los aztecas tomaron esa planta como tributo y la llamaron “flor negra”. En 1519, los españoles la llevaron a Europa y la denominaron “vaina pequeña”, o “vainilla”. En 1703, el botánico francés Charles Plumier la rebautizó, en inglés, como “vanilla”.

      La vainilla es difícil de cultivar. Sus orquídeas son grandes plantas trepadoras, muy distintas a las flores Phalaenopsis con que hoy adornamos nuestros hogares. Pueden vivir siglos y ser muy grandes, cubriendo a veces miles de metros cuadrados o escalando la altura de cinco pisos. Se dice que los chapines de Venus son las orquídeas más altas, y las tigre las más grandes, pero la vainilla opaca a las dos. Durante miles de años, su flor fue un secreto sólo conocido por quienes la cultivaban. No es negra, como los aztecas creyeron, sino una caña pálida que florece una vez al año y muere una mañana. Si una flor es polinizada, produce una larga vaina verde, como la del frijol, que tarda nueve meses en madurar. Debe cosecharse en el momento justo: demasiado pronto, será muy pequeña; muy tarde, se rajará y descompondrá. Los granos cosechados se ponen al sol varios días, hasta que dejan de madurar. No huelen a vainilla todavía. Este aroma se desarrolla durante el curado: se colocan en cobijas de lana al aire libre por dos semanas, antes de ser enrolladas para que los granos suden cada noche. Después se deshidratan cuatro meses y se concluye, alisándolos y masajeándolos a mano. El resultado son untuosos látigos negros que valen su peso en oro.

      La vainilla cautivó a los europeos. Ana de Austria, hija del rey español Felipe III, la bebía en chocolate caliente. La reina Isabel I de Inglaterra la comía en sus budines. El rey Enrique IV de Francia condenó su adulteración como delito, castigado con azotes. Thomas Jefferson la descubrió en París y escribió la primera receta estadunidense del helado de vainilla.

      Pero nadie podía cultivarla fuera de México. Durante trescientos años, las plantas llevadas a Europa no prosperaron. No fue hasta 1806 que una floreció en un invernadero en Londres, y tres décadas más tarde una planta en Bélgica dio su primer fruto en Europa.

      El elemento faltante era lo que polinizaba a la orquídea en la selva. La flor de Londres fue una casualidad. El fruto de Bélgica emergió de una complicada polinización artificial. No fue hasta fines del siglo XIX que Charles Darwin concluyó que, en México, un insecto polinizaba la vainilla, y hasta el XX que ese insecto fue identificado como una abeja verde satinada que respondía al nombre de Euglossa viridissima. Sin este polinizador, Europa tenía un problema. La demanda de vainilla crecía, pero México sólo producía una o dos toneladas al año. Los europeos necesitaban otra fuente de suministro. Los españoles esperaban que la vainilla medrara en las Filipinas. Los holandeses la sembraron en Java. Los británicos la enviaron a la India. Todos los intentos fracasaron.

      Es aquí donde interviene Edmond. Él nació en Sainte-Suzanne en 1829. Reunión se llamaba Bourbon entonces. La madre de Edmond, Mélise, murió al dar a luz. El niño no conoció a su padre. Los esclavos no tenían apellido; él era simplemente “Edmond”. Muy chico, su ama, Elvire Bellier-Beaumont, se lo regaló a su hermano Férréol, en la cercana Belle-Vue. Férréol era dueño de una plantación. Edmond creció siguiendo a Férréol Bellier Beaumont por la finca, aprendiendo acerca de las frutas, verduras y flores, entre ellas una de sus rarezas: una planta de vainilla que Férréol había mantenido viva desde 1822.

      Como toda