Кевин Эштон

Cómo volar un caballo


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Libros, canciones, juegos, películas y otras obras de arte están protegidos por derechos de autor, administrados en Estados Unidos por la Copyright Office, dependiente de la Biblioteca del Congreso. Pero los derechos de autor exhiben el mismo incremento que las patentes. En 1870 se solicitaron en favor de 5,600 obras. En 1886, esta cifra aumentó a más de 31,000, y Ainsworth Spofford, director de la Biblioteca del Congreso, tuvo que pedir más espacio. “Se impone de nuevo la dificultad y confusión de hacer la enumeración anual de los libros y folletos recién concluidos”, escribió en un informe al Congreso. “Cada mes se agrava el penoso estado de incremento de las colecciones, y aunque muchas salas están ocupadas por los sobrantes de la biblioteca principal, el embrollo de ocuparse de tan gran acumulación de libros sin catalogar crece sin tregua.”7 Esto se volvió una cantaleta. En 1946, el jefe de derechos de autor, Sam Bass Warner, reportó que “el número de registros de derechos de autor aumentó a 202,144, el mayor en la historia de la Copyright Office, muy por encima de la capacidad del personal existente que el Congreso, en respuesta a la necesidad, proveyó generosamente personal extra”.8 En 1991, tales registros alcanzaron un máximo de más de 600,000. Al igual que en el caso de las patentes, este ascenso excedió al crecimiento de la población. En 1870 había un registro de derechos de autor por cada 7,000 estadunidenses; en 1991, uno por cada 400.9

      Hoy se da más crédito también a la creación científica. El Science Citation Index sigue la pista de las publicaciones de revisión colegiada de ciencia y tecnología más importantes del mundo. En 1955 enlistó 125,000 artículos científicos, uno por cada 1,350 estadunidenses; en 2005, más de 1,250,000, uno por cada 250.10

      Las patentes, derechos de autor y artículos de revisión colegiada son aproximaciones imperfectas. Su profusión se debe al dinero tanto como al conocimiento. No todas las obras que consiguen ese reconocimiento son necesariamente buenas. Y, como se verá más adelante, dar crédito a los individuos es engañoso. La creación es una reacción en cadena: miles de personas contribuyen a ella, la mayoría en forma anónima, todas de manera creativa. Pero ante cifras tan grandes, y aun si contamos mal o de menos, la cuestión es difícil de ignorar: en los últimos siglos, cada vez más personas de más campos han obtenido crédito como creadoras.

      Esto no se debe a que ahora seamos más creativos que antes. En el Renacimiento, la gente nacía en un mundo enriquecido por decenas de miles de años de inventos humanos: prendas de vestir, catedrales, matemáticas, escritura, arte, agricultura, barcos, caminos, mascotas, casas, pan y cerveza, por citar algunos. La segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del XXI podrían parecer un momento de innovación sin precedente, pero hay otras razones de esto, que analizaremos más adelante. Lo que las cifras muestran es algo más: que cuando contamos creadores, descubrimos que muchas personas crean. En 2011 recibieron su primera patente casi tantos estadunidenses como los que asisten a una carrera promedio de la National Association for Stock Car Auto Racing (NASCAR).11 Crear no es, ni de cerca, para una elite reducida.

      La pregunta no es si la invención es territorio exclusivo de una minoría minúscula, sino lo contrario: ¿cuántos de nosotros somos creativos? La respuesta, imperceptible a simple vista, es que todos lo somos. La incredulidad sobre que Edmond, un chico sin educación formal, haya creado algo importante se basa en el mito de que crear es un acto extraordinario. Crear no es extraordinario, aun si los resultados lo son a veces. La creación es humana. Es cada uno de nosotros. Es todos.

      3 LA ESPECIE DE LO NUEVO

      Aun sin números resulta fácil ver que la creación no es dominio exclusivo de raros genios con inspiración ocasional. La creación nos rodea por todas partes. Todo lo que vemos y sentimos es resultado de ella o ha sido tocado por ella. Hay demasiada creación como para que crear sea infrecuente.

      Este libro es creación. Quizá supiste de él por medio de la creación, o alguien te habló de él. Fue escrito usando creación, y la creación es una de las razones de que lo puedas entender. La creación te ilumina ahora, o lo hará cuando se oculte el sol. Estás caliente o frío, o al menos aislado, por la creación: prendas, paredes y ventanas. El cielo sobre ti es menos visible de día por humos y esmog, y contaminado por la luz eléctrica de noche, resultado todo ello de la creación. Observa y lo verás cruzado por un avión o un satélite, o por la lenta disolvencia de un rastro de vapor. Las manzanas, las vacas y todos los demás productos agrícolas, aparentemente naturales, son también creación: consecuencia de decenas de miles de años de innovación en el comercio, la crianza de animales, la alimentación, la agricultura y —a menos que vivas en una granja— la preservación y el transporte.

      Tú eres resultado de la creación. Ésta ayudó a tus padres a conocerse. Quizá contribuyó a tu nacimiento, gestación y concepción. Antes de que nacieras, erradicó enfermedades y peligros que pudieron costarte la vida. Luego te vacunó y protegió contra otros. Curó las enfermedades que contrajiste. Ayuda a sanar tus heridas y aliviar tu dolor. Lo mismo hizo por tus padres, y por los suyos. Recientemente te limpió, alimentó y calmó tu sed. Por ella eres quien eres. Autos, zapatos, sillas de montar o barcos te transportaron, o a tus padres o abuelos, hasta el sitio que hoy llamas hogar, el cual era menos habitable antes de la creación: muy caliente en el verano, o demasiado frío en el invierno, o excesivamente húmedo o pantanoso, o muy alejado de agua potable, o repleto de cultivos espontáneos, o rodeado por depredadores, o todo lo anterior.

      Escucha y oirás creación. Está en el ruido de las sirenas que pasan, la música distante, las campanas de la iglesia, los teléfonos celulares, las podadoras y soplanieves, las pelotas de basquetbol y bicicletas, la ruptura de las olas, los martillos y serruchos, el crujir y crepitar de los cubos de hielo al derretirse e incluso en el ladrido de un perro, un lobo modificado por miles de años de crianza selectiva por seres humanos; o en el ronroneo de un gato, descendiente de uno de sólo cinco gatos monteses africanos, que los humanos han criado selectivamente durante diez mil años.12 Cualquier cosa que es como es en virtud de la consciente intervención humana, es invención, creación, innovación.

      La creación está alrededor y dentro de nosotros, tanto que no podemos mirarla sin verla ni oírla sin escucharla. Por tanto, no la percibimos en absoluto. Vivimos en simbiosis con lo nuevo. No es algo que hacemos, es como somos. Afecta nuestra esperanza de vida, nuestro peso, estatura y manera de andar, nuestro modo de vida, dónde vivimos, lo que pensamos y hacemos. Cambiamos nuestra tecnología y ella nos cambia a nosotros. Esto es una certeza para todos los seres humanos del planeta. Ha sido así durante dos mil generaciones, desde el momento mismo en que a nuestra especie se le ocurrió mejorar sus herramientas.

      Todo lo que creamos es una herramienta, una invención con un propósito. Una especie con herramientas no tiene nada de especial. Los castores hacen diques. Las aves forman nidos. Los delfines usan esponjas para atrapar peces.13 Los chimpancés emplean varas para excavar raíces y martillos de piedra para abrir conchas. Las nutrias usan rocas para abrir cangrejos. Los elefantes repelen moscas haciendo fustas de ramas y agitándolas con la trompa. Es obvio que nuestras herramientas son mejores. La presa Hoover supera al dique del castor. Pero ¿por qué?

      Nuestras herramientas no han sido mejores desde hace mucho tiempo. Hace seis millones de años, la evolución se bifurcó: un camino desembocó en los chimpancés, parientes distantes, pero los más cercanos que tenemos, y el otro en nosotros. Surgió entonces un número desconocido de especies humanas. Hubo Homo habilis, Homo heidelbergensis, Homo rudolfensis y muchas otras, algunas de nivel aún controvertido, otras todavía por descubrir. Todas ellas humanas. Ninguna como la nuestra.

      Al igual que otras especies, esos humanos usaban herramientas. Las primeras fueron piedras afiladas para cortar nueces, fruta y quizá carne. Después, algunas especies hicieron hachas dobles que requerían una fabricación detallada y una simetría casi perfecta. Pero más allá de ajustes menores, los instrumentos humanos fueron monótonos a lo largo de un millón de años, sin cambios, esto dependiendo de cuándo o dónde se les usara, y fueron transmitidos sin variantes por veinticinco mil generaciones.14 Pese a la atención mental necesaria para producirlos, el diseño de esa primera hacha humana, como el del dique del castor, o el nido del ave, llegó por instinto, no por reflexión.

      Humanos parecidos