Otros que también seguían en el cañón eran The Mamas and the Papas, cuyo líder, John Phillips, capturó la esencia del lugar en su canción «12.30 (Young Girs Are Coming to the Canyon)». «John empezó a componer aquella canción en Nueva York», comenta Denny Doherty, el otro Papa del grupo, «pero no sabía qué hacer con ella. Cuando nos mudamos aquí, el cañón era perfecto para aquel tema. Allí estaba todo el mundo, y las jovencitas se dedicaban a buscar a las estrellas de rock. Iban merodeando por las colinas, llamándonos y gritando: “¡Denny! ¡Tenemos un pastel para ti!”. Así que lo que hacías era esconderte y asomarte a la ventana con la esperanza de que no te vieran.» Pero quien mejor definía el espíritu del cañón era Cass Elliott, que ahora vivía en la antigua casa de Natalie Wood en Woodrow Wilson Drive. «Cass era una mezcla de Elsa Maxwell y Sophie Tucker»9, dice Doherty. «Era una tía grandota consciente de la impresión que causaba en los demás, así que no se andaba con tapujos. Iba en plan: “¡Hola! Venga, pasad, vamos a meternos en faena”.»
«Cass era una catalizadora bestial», afirma Henry Diltz. «Podías dejarte caer por su casa a la hora que fuera. Quería darle de comer a todo el mundo. No paraba de conocer a chavales ingleses en programas de televisión y luego se los llevaba a su casa, porque no conocían a nadie en la ciudad.» Cass atraía a lo que John Phillips vino a llamar más adelante «una banda de fieles hippies colgados», y su casa siempre estaba abierta a todo el mundo, incluso después de dar a luz a su hija Owen. «Yo no tengo la mentalidad de una persona gorda», le dijo Elliott a Richard Goldstein, que la describió como «una Campanilla que espolvoreaba polvos mágicos sobre toda una generación molona». Pero en el fondo Cass era infeliz y junto a David Crosby —libre y sin ataduras después de que lo echaran de los Byrds— se dedicaba a profesar su amor por los opiáceos, incluida la heroína. «Había un par de tíos buenos que se tiraban a Cass», comenta Denny Bruce. «Básicamente estaban allí por sus drogas. Ella tenía su dosis de polla y ellos, las drogas que querían.»
En cualquier caso, no todo iba bien en el mundo de The Mamas and the Papas. El grupo había cerrado el Monterey Pop Festival, pero ahora reinaba la confusión. No en balde publicaron una colección de grandes éxitos titulada Farewell to the First Golden Era10. «Estaban bajo muchísima presión», afirma John York, que tocó el bajo en el último concierto que dio el grupo en 1968. «Habían pasado de ser grandes amigos a tolerarse. Había camaradería en algunos momentos, pero cada cual tenía también sus propias ideas.»
The Mamas and the Papas ensayando en el Hollywood Bowl, 1967. De izquierda a derecha: Cass Elliot, Michelle Phillips, John Phillips y Denny Doherty.
© Henry Diltz Photography & Morrison Hotel Gallery.
«Para entonces ya estábamos todos más que quemados», reconoce Lou Adler. «Estuvimos de un subidón durante aquellos tres o cuatro años… Todo lo que tocábamos se convertía en oro, y el estilo de vida que llevábamos era increíble. Llevábamos tal subidón que no había donde ir.» John Phillips ya empezaba a mostrar los signos incipientes de la arrogancia insaciable que acabaría por destruir su vida. Intoxicados por el éxito, John y Michelle se mudaron de Laurel Canyon a Bel Air Road, a la mansión imitación Tudor de la difunta Jeanette MacDonald, y llenaron la casa de cristal de Lalique, porcelana de Limoges y demás accesorios propios del estilo de vida de los famosos. «El público se identifica enormemente con la música y con el estilo de vida», declaró Phillips. «Todo se reduce a lo mismo. Se trata de un estilo de vida aristocrático. Lo que cuenta es la vida de la estrella del pop; eso es lo que te llama la atención, y no sus directos.»
«Norteamérica siempre es muy dada a recrear una aristocracia, y para ello suele tirar del mundo del deporte, de la política, de las artes y del espectáculo», escribió Carl Gottlieb. «Los nuevos príncipes y princesas del rock no perdieron el tiempo en explorar el tipo de vida que había llevado a la nobleza del Viejo Mundo a la ruina y a la revolución.»
IV. La carretera humana
El orgullo desmedido de John Phillips era más que evidente una vez hubo menguado el éxito de The Mamas and the Papas. Cometió el error garrafal de no ser capaz de percatarse del nuevo espíritu que representaba Laurel Canyon. Para los nuevos trovadores terrenales —que vestían vaqueros con parches y se pasaban el tiempo en plan relajado con sus gatos en unas cabañas de dos plantas componiendo canciones introspectivas sobre sí mismos y los demás— vivir en Bel Air y conducir un Rolls-Royce no molaba nada. «Gran parte de la música evocaba una época y un lugar más sencillos», afirma Chris Darrow. «La manera de vestir emulaba la época victoriana. Todos queríamos que las cosas fueran como pensábamos que habrían sido en los años veinte o treinta. Queríamos ser vaqueros.»
Si Laurel Canyon era un lugar ecológico, Topanga Canyon —a unos quince kilómetros al oeste y lindante con el Océano Pacífico— era una auténtica tierra salvaje. En Laurel Canyon ibas en moto; en Topanga, a caballo. Era el lugar al que acudía la gente para huir de Hollywood. El sonido de Topanga era acústico y relajado. Cansados de tanta grandilocuencia amplificada, los cantautores volvían a entrar en contacto con sus raíces folk y a sumergirse en la música country que se acababa de poner de moda. «Una de las razones por las cuales la gente se iba a Topanga era que podías hacer como que estabas en Kentucky o en Tennessee», afirma Dan Bourgoise, que por aquel entonces trabajaba de A&R para Liberty Records. «Todo se iba volviendo más silvestre y rústico, y la música se volvió muy country.»
Mark Volman de los Turtles, que había saboreado el éxito casi tanto como los Monkees o The Mamas and the Papas, tardó menos que John Phillips en percibir aquel cambio de sensibilidad generalizado. «Lo que apareció en aquel momento fue realmente la base de la música de los setenta», reflexiona ahora Volman. «Los Turtles no estábamos vinculados a aquella especie de contracultura molona que empezaba a prosperar. Lo que sí puede que fuéramos es el remanente de otro tiempo; los últimos vestigios de aquella época del Brill Building de principios de los sesenta.»
Aquella nueva idiosincrasia de los cantautores y de las bandas autosuficientes fue un problema para gente como P.F. Sloan y Warren Zevon, que compusieron algunos éxitos menores para los Turtles. «Creo sinceramente que las compañías discográficas se olvidaron sin más de tipos como Phil Sloan», comenta Volman. «Dunhill era una discográfica muy pop que realmente no sabía cómo tratar a un artista como él.»
El compositor de pop/MOR Jimmy Webb, otro «talento de trastienda» con éxito en Los Ángeles, también tuvo la sensación de que había un cambio de aires. Para su primer álbum compuso un lamento por Sloan que versaba sobre el pathos del compositor contratado relegado por el nuevo tipo de cantautor más de moda. «Yo creía sinceramente que [Phil] era el primero que intentaba —y muy heroicamente— escapar de aquella etiqueta de “compositor de pop”», dice Webb, «y que debería habérsele concedido algo de mérito por habernos ayudado a muchos de nosotros a liberarnos de aquella etiqueta.»
La cantante Jackie DeShannon, que había empezado en Metric Music, compaginaba las dos labores de componer y actuar. También fue lo suficientemente avispada como para publicar, en el otoño de 1968, un disco titulado Laurel Canyon, que incluía un himno entonado con aquella garganta dorada al lugar edénico que se había convertido en su hogar. «Eran el momento y el lugar adecuados», declaró. «Todos los elementos que yo había imaginado encajaban.»
Aquellos cambios fueron percibidos en Warner/Reprise con mayor entusiasmo que en ningún otro sitio. «Nos daba la impresión de que nos habíamos quedado solos», afirma Stan Cornyn. «Ahí estaba Capitol sin hacer nada, afrontando sus problemas con los Beatles, por no hablar de Liberty, Dot, ABC y todos los demás sellos que luchaban por salir a flote y que no acababan de pillar lo que estaba pasando. Nosotros sí que parecíamos haberlo pillado y estábamos disfrutando de lo lindo.» Probablemente el mayor catalizador de la compañía no fuera Lenny Waronker, sino el esbelto, sarcástico y muy británico Andy Wickham. Siguiendo el ejemplo de Billy James, Mo Ostin, el dueño de Reprise, también quería tener su propio «hippie de la casa», y Wickham encajaba perfectamente.