Kat Cantrell

La tentación del millonario


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tenía a Harper para él solo unos minutos, al menos hasta que comenzaran a aparecer las maletas.

      –Por si se te ha olvidado, los científicos no son famosos por sus abdominales –murmuró inclinándose hacia ella–. Me he ejercitado mucho para ganar músculo, tras haberme pasado muchos años inclinado sobre páginas llenas de ecuaciones. Si alguien quiere pagarme por quitarme la camisa, no voy a negarme.

      Aquella conversación sobre quitarse la ropa echaba chispas. ¿Las notaba ella también?

      Harper parpadeó al mirarlo, aún sonriente. Se pasó la lengua por los labios y él la siguió con la mirada, para, después, volver a mirarla a los ojos. El calor de las mejillas de ella reflejaba el que él sentía en su interior.

      Y ella también lo notaba.

      Tal vez se hubiera dado cuenta de que él era una propiedad valiosa. Dante no dejaba que el éxito se le subiera a la cabeza, pero las mujeres hacían cola ante él. Las pruebas indicaban que había algo en su cabello castaño de punta, sus gafas de pasta y su cuerpo atlético que les gustaba.

      Ya era hora de solucionar su inconveniente atracción hacia Harper. Si él la había malinterpretado, se echarían unas risas y no pasaría nada. Y habría demostrado que solo sentía un sano aprecio por una estupenda mujer. La electricidad del ambiente y la sensación de anticipación solo eran producto de su imaginación.

      Sin apartar la vista de sus ojos, le acarició la línea de la mandíbula, no como amigo ni compañero, sino con intención.

      –¿Qué haces? –le preguntó ella frunciendo el ceño–. Esto no es… No somos…

      –¿No te pica la curiosidad de saber cómo sería? –la interrumpió él.

      –¿Cómo sería? ¿El qué?

      Cuando comenzó a entenderlo lo miró con los ojos como platos.

      Él tenía tiempo de echarse atrás, si la idea de subir la relación de nivel acababa siendo la peor del mundo, pero la oportunidad iba desapareciendo cuanto más seguían allí, envueltos en aquella burbuja de conciencia sexual.

      –Lo he pensado muchas veces –prosiguió él, ya que ella no se había apartado ni huido horrorizada–. Este es el mejor momento para averiguarlo.

      Antes de que interviniera la lógica para recordarle las razones por lo que aquello podía salir mal, hundió las manos en los rizos de Harper, extendió los dedos sobre su nuca y le levantó la cabeza.

      Lentamente, porque quería dar a su cuerpo el tiempo necesario para empaparse de la lección que iba a aprender, bajó los labios hacia los de ella y la besó dulcemente.

      Pero el deseo estalló en su interior, sensibilizándolo y apoderándose de él. Harper despertó sus sentidos. Fue entonces cuando se percató de su error. Un beso, y lo único que había demostrado era que aquello no se había acabado. Ni mucho menos.

      * * *

      Dante la estaba besando.

      La sorpresa le abrió la boca sin su consentimiento y él se lo tomó como una invitación y le introdujo la lengua buscando la suya.

      La sensación la abrumó y lo único que fue capaz de hacer fue aferrarse a sus hombros, cuando lo que pretendía era empujarlos. Ella no se besaba así ni con Dante ni con ningún otro hombre. Pero no le apartaba porque… ¡madre mía!

      Las reacciones químicas de su cuerpo eran fascinantes, sorprendentes. No tenían precedente. Quería más, lo cual era lo más increíble de todo, ya que normalmente evitaba esa clase de contacto.

      Los labios comenzaron a cosquillearle. Notó pequeños tirones en el vientre que aumentaban su deseo y se apoyó en él deslizando las manos por su espalda, que era dura y fuerte. La sensación en las palmas era agradable, por lo que siguió bajando. Él soltó un gemido que vibró en el pecho de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de que sus torsos se tocaban.

      El pecho esculpido de Dante presionaba el suyo. Él la besaba y ella le besaba. En el aeropuerto. Aquello estaba mal. ¿Qué hacía Dante?

      Se apartó de él bruscamente y se apoyó en la pared que había tras ella. Le temblaban las piernas. Miró al que había sido su mejor amigo durante una década.

      –Perdona.

      Los ojos castaños de él la contemplaron por detrás de las gafas, levemente torcidas. Ella estuvo a punto de colocárselas en su sitio, como había hecho cientos de veces. Pero no lo hizo.

      –¿Qué es lo que tengo que perdonar? Soy yo quien te ha besado.

      Era cierto, pero ¿por qué?

      Preguntas más interesantes eran por qué ella, a su vez, lo había besado; por qué no le había parecido raro; por qué le parecía que tenía el cuerpo hecho un nudo y sumergido en un volcán; por qué, Dante, ni más ni menos, le había despertado el impulso sexual.

      Harper sabía perfectamente la respuesta. ¿Cómo iba a explicarle que había reaccionado de manera exagerada a causa de la afluencia de hormonas circulando por su cuerpo, y que había tomado un avión para darle la noticia más emocionante de su vida?

      No se le había ocurrido decir «estoy embarazada», en respuesta al beso del hombre al que había acudido en busca de apoyo.

      –Pero yo te he dejado seguir.

      –Así es.

      Como él no le preguntó por qué le había dejado hacerlo, ella le dijo, de todos modos:

      –Sentía curiosidad. Pero, por favor, no me malinterpretes.

      Se dio cuenta de que él ya lo había hecho. A diferencia de ella, Dante tenía experiencia, y había notado lo mucho que le había gustado besarlo. Para ella también había sido una sorpresa. Hacía años que no la besaban y, la vez que lo habían hecho, la experiencia fue tan horrorosa que no quiso repetirla.

      Ese beso había sido como unir un sueño adolescente con una película para mayores de dieciocho años. Aparentemente, su cuerpo había reaccionado al hecho de haber concebido deseando de repente las caricias de un hombre. ¿Qué iba a hacer? ¿Pedirle que volviera a besarla?

      –¿Cómo voy a haberlo malinterpretado? –preguntó él.

      Harper lo estaba estropeando y si no lo arreglaba, perdería todo lo que le importaba.

      –No puede volver a suceder, Dante. Te necesito, como amigo. Por favor, no hagas que nada cambie.

      Lo estaba haciendo todo mal. El resultado positivo de las cuatro pruebas de embarazo que se había hecho esa mañana no era el único motivo de que estuviera en Los Ángeles. Su carrera profesional estaba destrozada a raíz de la decisión de Fyra Cosmetics de desarrollar un producto que requería la aprobación de la FDA. Ojalá hubiera sabido la que se avecinaba antes de haber ido a una clínica de fertilidad.

      Al borde del desastre profesional y personal, había acudido a la única persona que siempre estaba dispuesta a ayudarla, que siempre estaba de su lado, pero se había dado de bruces con algo que no entendía.

      El rostro de Dante adoptó una expresión desconocida.

      –Quería besarte, Harper. Sin duda te has dado cuenta de que algo nuevo nos sucede…

      –¡No! –gritó ella, al tiempo que, sin poder evitarlo, se le escapaba una lágrima. No hay nada nuevo. Necesito que todo siga como antes. Eres muy importante para mí, como amigo.

      Los amigos se apoyaban, estaban a tu lado contra viento y marea, y ella necesitaba saber que él lo haría. Así llevaba diez años considerándolo, hasta ese día. Había reaccionado tan rápidamente al beso de Dante que él se había llevado una impresión equivocada.

      Él entrecerró los ojos. Ella conocía esa mirada. Estaba a punto de discutir con ella, pero Harper no tenía tiempo para eso.

      Se obligó a sonreír y le tocó el