me interesa compartir la labor de educar a un hijo con nadie, así que me pareció perfecto recurrir a un donante dispuesto a renunciar a sus derechos paternos.
Aquello mejoraba por momentos; mejor dicho, empeoraba. Él rio sin alegría.
–Casi todo el mundo tiene un compañero con quien decide tener hijos, porque están enamorados y quieren formar una familia. ¿Lo has pensado alguna vez?
–Ni una sola. Una relación sentimental lo complicaría todo.
–Un niño necesita un modelo masculino –insistió él–. No es una opinión. Muchos estudios…
–¡Lo sé, Dante! –con los brazos en jarras, lo sobrepasaba en estatura, ya que él se había apoyado en la mesita–. ¿Por qué crees que te he dicho que te necesitaba, tonto? Para eso he venido. Quiero que tú seas ese modelo masculino. Y yo soy tan estúpida que creía que nuestra amistad era lo bastante sólida para incluir a un niño, y tú vas y me besas.
Dante parpadeó, estupefacto.
–¿No pensaste en consultármelo antes de quedarte embarazada?
Harper sabía que, si lo hubiera hecho, él la habría disuadido.
–Es mi vida y es mi cuerpo –afirmó con expresión culpable.
Harper debería haber previsto que reaccionaría así porque sabía su historia y lo que sentía por los niños. Pero, de todos modos, se había quedado embarazada.
–Sabes que un donante anónimo no siempre dice la verdad sobre su historia médica. Vete a saber qué tienes ahí dentro, desde el punto de vista genético.
Le indicó el abdomen con la cabeza. Ella tenía un bebé en el vientre, que, de pronto, se había convertido en un lugar sagrado que no estaba disponible para la clase de actividades en las que estaba pensando hacía unos minutos.
De hecho, buscaba una estrategia para que ella volviera a sus brazos y seguirse besando. ¿Cómo, si no, iba a exorcizar su atracción hacia ella? Lo poco que había probado solo le había abierto el apetito. A ella también, evidentemente, a pesar de que lo negara.
Al fin y al cabo, él era un experto. Ella lo deseaba tanto como él a ella.
Pero Harper ya negaba con la cabeza.
–Por eso mi donante no era anónimo. Investigué antes de tomar una decisión y elegí cuidadosamente al padre. El doctor Cardoza es…
–¿El doctor Cardoza es el padre?
Dante se encolerizó. Abrió y cerró los puños para no descargar su frustración en la pared.
–Es un famoso químico –le explicó ella.
–Lo sé –afirmó él entre dientes–. Por si no lo recuerdas, por su culpa no gané el Nobel.
Harper lo miró con los ojos como platos.
–Bueno, sí, pero eso fue hace siglos. Es indudable que lo habrás superado, sobre todo si tenemos en cuenta que cambiaste de campo.
Sin poder evitarlo, Dante se echó a reír. De todos los hombres que Harper podía haber elegido para ser el padre de su hijo, había seleccionado al ser humano más repugnante del mundo, y ahí incluía a sus propios padres, fueran quienes fueran.
No, no lo había superado. Cardoza era el motivo de que se hubiera visto obligado a trabajar en la televisión. Si no hubiera hecho trampas sobre la metodología, no habría ganado el Nobel y Dante habría tenido una oportunidad. Después de que Cardoza lo ganara, el interés de Dante por la investigación desapareció y se quedó sin laboratorio, sin fondos y desesperado por que alguien le diera una oportunidad.
Y así nació La ciencia de la seducción.
Con el programa se había enriquecido, pero una cuenta bancaria de nueve cifras no compensaba que le hubieran arrebatado el trabajo científico.
–Por pura curiosidad –dijo cuando pudo hablar sin revelar la emoción que lo embargaba–. ¿Por qué elegiste a Cardoza?
–Hace poco me encontré con Tomas en un congreso en St. Louis. Creo que te había hablado de él. Tomas presentaba una ponencia y me encantaron sus conclusiones. Cuando lo volví a ver en el vestíbulo del hotel, me presenté y hablamos.
–Os hicisteis amigos, ¿no? –dijo él en tono casi desdeñoso.
–Claro, es un hombre brillante. Tiene unos pómulos preciosos. Pero lo que me interesaba de él era su genética.
Dante sintió una opresión en el pecho.
–Te sedujo.
–¿Qué? No. Bueno sí, si consideras una forma de «seducirme» que me preguntara si pensaba quedarme embarazada de la forma clásica –ella acompañó sus palabras marcando las comillas con los dedos, sin darse cuenta de que a Dante se le había revuelto el estómago–. Entonces, sí, me sedujo.
–Por favor, dime que le dijiste que no.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
–Por supuesto. No me interesa esa clase de relación con ningún hombre.
La sensación de alivio que Dante experimentó fue enorme. La idea de que Cardoza hubiera puesto sus sucias pezuñas en Harper… Se tragó la bilis.
En el caso de otra persona que no fuera Harper, ese hubiera sido el momento de preguntarle si prefería a las mujeres. Pero él había notado su reacción al tenerla en los brazos.
Era cien por cien heterosexual.
–Con ninguno salvo conmigo.
–Pues no, contigo tampoco. ¿Es que no has prestado atención a lo que te decía?
Había escuchado cada una de sus palabras, con gran pesar.
–Te intereso, Harper. Te intereso tanto que no lo soportas.
La forma en que ella se le había aferrado, su lengua contra la de él… Reviviría todo eso en sueños cargados de deseo, esa noche.
Claro que le interesaba esa clase de relación con él. Y era evidente que no le hacía gracia, pues su forma de reaccionar ante el beso había provocado aquel jueguecito de las confesiones.
Estaba embarazada. Como confesión para arruinar el momento, se llevaba la palma.
–No sé cuándo has desarrollado ese ego monumental, pero estás equivocado.
Él lanzó un bufido.
–Por favor, engáñate si quieres, pero a mí no me engañas. No lo has hecho cuando mi boca estaba en la tuya. Hasta el último poro de mi piel ha notado tu interés.
No era cuestión de ego. Bueno, un poco sí, porque le enorgullecía mucho, incluso en aquel momento, recordar la fervorosa respuesta de ella. Se había lanzado de cabeza a besarlo, como lo hacía todo. Se le había metido prácticamente en los pantalones mientras la besaba, y él la hubiera dejado.
La atracción era mutua, tanto si le gustaba como si no.
Ella se sonrojó.
–Son las hormonas.
Esa observación le hizo reír.
–Claro, así funcionan normalmente. ¿Te has olvidado de lo que aprendiste en la universidad?
Cuál no sería su sorpresa al ver que ella se sentaba en el sofá y se sujetaba la cabeza con las manos. Los hombros comenzaron a temblarle y ahí fue cuando el mal humor de Dante desapareció en favor de lo que debería haber sentido desde el principio: preocupación por la mujer que le importaba.
Se sentó a su lado y la abrazó sin decir nada, porque ¿qué iba a decirle? Ya le había estropeado la gran noticia, que ella le había dado bajo presión, porque había hecho que se sintiera muy incómoda.
Ella