Arwen Grey

¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres?


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fiabilidad de esas cosas, cuando muchas veces las redes sociales la consumían en lo que parecían minutos, y los cientos de circunstancias que se podían dar, supuso que valdría.

      —Por supuesto. Una chica de hoy en día jamás sale sin la batería a tope.

      Lola le regaló otro silencio incómodo, como si supiera que mentía.

      —Supongo que ya estarás llegando.

      Joanne acababa de llegar al portal de su casa para comprobar que estaba empezando a llover. Si volvía a subir para coger un paraguas, jamás llegaría a la hora, así que empezó a correr hacia la boca de metro, resbalando con los tacones y arriesgándose a romperse un tobillo y la crisma.

      Jadeando y empujando a diestro y siniestro, le aseguró a su jefa que ya estaba viendo los carteles de la dirección que le había indicado la noche anterior.

      —Bien, bien. Te dejo entonces. Quiero que grabes todo lo que ocurre. De todas formas, ya le he dado las instrucciones a Gretchen, ella sabrá qué hacer.

      Joanne no pudo responder, porque Lola colgó sin despedirse. Empapada, se coló como una lagartija en el vagón del tren y esquivó con gracia a un tipo que la miraba demasiado sonriente. Nadie que sonriera así tan temprano podía ser buena persona.

      Sujetó bien el bolso y sopló el cabello mojado que le caía por la frente. Al carajo todo el esfuerzo para estar decente.

      Solo cuando se le calmó la respiración se preguntó quién sería esa tal Gretchen que sabría qué hacer. Se le ponían los pelos de punta de solo pensarlo.

      Reuben se sentía gris y triste como una pared de cemento, y tenía la lengua como una losa del mismo material.

      No había podido desayunar nada y la luz, aunque escasa a través de la lluvia, era una auténtica tortura para sus pupilas.

      El gimnasio parecía la consulta de un dentista, aséptico como un quirófano, y sus clientes parecían salidos de un desfile de modelos. Un par de ellos lo habían mirado como si no comprendieran qué hacía sentado en la recepción, con un traje arrugado y despeinado, igual que si se acabara de caer de la cama y no se hubiera afeitado ni se hubiera lavado la cara.

      No deberían mirarlo así. Al menos se había duchado. Y eso le había costado un esfuerzo sobrehumano y una vomitona de campeonato.

      El espécimen de catálogo que había tras el mostrador de la recepción, apolíneo y con unos músculos cincelados que se podían apreciar incluso a través de la camiseta de manga larga, evitaba mirarlo, por si lo que le ocurría fuera contagioso. Una chapa metálica en su impresionante pectoral decía que se llamaba Brandon.

      —Barton, supongo.

      La voz, aguda y horripilante, hizo que las paredes de la recepción y los oídos de Reuben se estremecieran.

      La entrenadora personal de Lola Godrick era terrible y fabulosa al mismo tiempo. De edad indefinida, pero madura, poseía un aura de poder que hizo que Reuben se sintiera débil e insignificante al mirarla, como si se encontrase ante una diosa.

      Era rubia y alta como una valkiria, y hermosa, aunque jamás osaría insinuar algo semejante por miedo a ofenderla.

      —Levántese, caballero. Veamos lo que tenemos aquí.

      La tuvo encima en dos pasos. Le colocó los brazos en cruz y se los levantó y bajó un par de veces. Tanteó sus bíceps, sus antebrazos, su cuello, sus costillas y su abdomen, no tan firme como antes, sus piernas y sus tobillos, sus muñecas, sus dedos, y hasta su mandíbula.

      Colocó las dos manos en su trasero y apretó con tanta fuerza que Reuben gimió, más de sorpresa que de dolor.

      Gretchen chasqueó la lengua contra el paladar y sacudió la cabeza, con evidente decepción.

      Miró a Brandon y lanzó su veredicto:

      —Blando.

      El herculino recepcionista puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza como ella, como si no hubiera esperado otra cosa.

      —La petición de la señora Godrick es algo especial, y comprendo que el motivo es laboral, pero debería empezar a pensar en usted mismo, si no quiere acabar con cincuenta años y tres baipás, Barton —dijo Gretchen, hundiendo un pulgar cruel en su estómago—. Todavía estamos esperando a alguien, pero Brandon lo acompañará a buscar el equipo adecuado.

      —Gracias, supongo.

      Reuben no pretendió sonar amargo, pero había dormido poco, tenía resaca, odiaba aquel sitio y que lo tocaran como si fuera un trozo de manteca. ¡Él no estaba gordo!

      Gretchen sonrió y acercó su rostro al suyo. La valkiria era algo más alta que él y, sin duda, más fuerte, así que Reuben sintió un momento de pánico.

      —Querido señor Barton, muy pronto aprenderá que la rebeldía aquí se paga cara. Pero entiendo que es usted nuevo y no comprende lo que le conviene.

      Reuben sintió deseos de protestar, pero le dolía demasiado la cabeza. Solo ahora se daba cuenta de que tal vez debería comer algo, porque todo empezaba a darle vueltas.

      Sin embargo, bajó la cabeza y siguió a Brandon, que le sacaba una cabeza de alto y varias de ancho. El grandullón era un buen tipo y hasta tenía conversación, y no daba tanto miedo como su jefa.

      Cuando Joanne llegó a la dirección que Lola le había indicado, pensó que se había equivocado, pero luego supo que no, porque vio a alguien conocido al otro lado del cristal, así que entró en el gimnasio, preguntándose para qué diablos quería Lola que grabase a Reuben cuando había cámaras profesionales en la revista.

      —Usted debe de ser Sanderson. Llega tarde, señorita. Es una mala señal, pero se lo perdonaré por ser el primer día.

      La mujer que hablaba era impresionante en muchos aspectos, pero también era aterradora. Junto a ella había un tipo guapísimo, con unos músculos donde podría hundirse y dormir eternamente… Y también estaba Reuben, que la miraba como si quisiera que lo tomara de la mano y lo sacara de allí.

      Llevaba unos pantalones cortísimos y una camiseta de tiras ceñida, todo de color negro con el logotipo del gimnasio, unos calcetines casi hasta la rodilla y unas zapatillas deportivas de color naranja fosforito que casi le derritieron las pupilas. Llevaba el pelo castaño claro peinado hacia atrás, aunque un mechón le caía hacia adelante todo el rato, y sus ojos oscuros estaban claramente revueltos como una noche de tormenta.

      Parecía tan feliz de estar allí como ella.

      Lo miró durante tanto rato que él se removió incómodo.

      —No se quede ahí, Sanderson. Brandon la acompañará a vestirse y empezaremos. ¡Cielo santo, es tan tarde que no sé cómo acabaremos el día!

      —¿Cómo? Reuben, ¿qué diablos es esto? A mí me han dicho que tenía que grabar lo que sea que se va a hacer aquí, no que tuviera que vestirme así. Ni de coña voy a ponerme nada como eso.

       Por algún motivo le hablaba a Reuben, como si él pudiera explicarle lo que estaba ocurriendo, aunque no parecía que fuera a ser de mucha ayuda.

      Él, como si fuera un soldado ya derrotado en la batalla, se limitó a encogerse de hombros y a bajarse un poco el pantaloncito corto, que marcaba un trasero de lo más interesante.

      —Otra rebelde, por lo que veo —dijo la mujerona con una sonrisa que la hizo retroceder un paso a su pesar—. Esto puede ser divertido.

      Joanne abrió la boca, pero no pudo protestar, porque la rubia frunció el ceño e hizo que sus rodillas temblasen.

      Por suerte, Brandon le ofreció la mano y la consoló.

      —No se preocupe, querida, en el fondo es como una cachorrita de dragón. Solo hay que conocerla.

      Joanne trató de sonreír, pero no pudo. Solo quería salir corriendo y no parar hasta llegar al Caribe. Odiaba el ejercicio, odiaba al tío