a preocuparse. Cualquiera diría que se dirigía al matadero.
Intentando parecer elegante y guapo, Reuben se sacudió la chaqueta con nerviosismo y, al hacerlo, el botón que bailaba saltó al suelo, rodando hasta los pies de Timothy, que sonrió con algo cercano al desprecio.
La expresión «muy profesional» le había sonado a insulto, por no hablar de la sonrisa de ese joven que parecía a punto de perder la piel de la cara con solo suspirar. ¿Qué tenía de malo su traje? Le había servido durante años en su anterior redacción, en entrevistas, en giras, en ruedas de prensa, y jamás ningún jefe se había quejado. Solo faltaba que le dijera que su corbata no era adecuada.
—Y esa corbata… —añadió Timothy, como si escuchara sus pensamientos, levantando un dedo largo y esquelético para apuntar a uno de los escudos con león rampante que pululaban por el poliéster rojo.
—Oye, Tim… —Reuben le apartó el dedo de un golpe, con ganas de metérselo en un sitio donde no le haría tanta gracia—. Que sepas que esta corbata es el símbolo de uno de los equipos más antiguos y dignos de este país, así que no se te ocurra decir nada de lo que puedas arrepentirte.
Un carraspeo hizo que los dos se girasen hacia la puerta de la sala de reuniones.
Reuben sintió que lo que fuera que estaba a punto de decir moría en sus labios. Junto a la puerta, lo más cercano a un ángel caído en la Tierra lo recorría de arriba abajo con una mirada llena de curiosidad y cierta irritación, deteniéndose en la parte baja de su chaqueta, abierta por culpa del botón desaparecido.
Llevaba un traje de color claro que él no sabría nombrar y que solo podía calificar de elegante, con una falda hasta la rodilla, sin mostrar ni un centímetro más de lo debido, y con una chaqueta ceñida, pero sin llegar a lo indecoroso. Sus pies calzaban unos tacones de al menos diez centímetros. Sin ellos, seguiría siendo una mujer alta y esbelta. Su cabello era oscuro y largo, de la longitud justa para rozar los hombros, de una forma de seguro tan estudiada como todo el resto de su aspecto. Y sus ojos… en su vida había visto unos ojos como aquellos: azul oscuro, grandes, espectaculares. Y en ese momento estaban llenos de desaprobación.
Solo en ese instante fue consciente de que tal vez su traje ya no fuera tan adecuado como había creído instantes antes.
—Victoria —dijo Tim, dando un paso hacia ella, con la voz llena de ansiedad—. Este es el nuevo chico de los deportes, Reuben Barton —añadió, haciendo en su dirección un gesto que le hizo pensar que le presentaba como una maldición egipcia—. Viene recomendado.
Ella esbozó una sonrisa tirante y exenta de humor, como si eso lo explicara todo. Se agachó y recogió algo del suelo. Tendió una mano y lo depositó en la palma sudorosa de Reuben.
—Creo que esto es suyo —dijo, antes de dejarlos para volver a entrar en la sala, de la que salía un coro de voces y risas digno de cualquier pub.
Reuben se miró la mano y sonrió al comprobar que se trataba del botón que se le había caído.
Mientras Tim lo dejaba solo en el pasillo, dándolo por imposible, Reuben se sintió optimista ante su futuro.
Al fin y al cabo, acababa de enamorarse.
Capítulo 2
Índice: en este número…
Reuben se removió en su silla mientras trataba de tomar todas las notas posibles, al mismo tiempo que intentaba no dar la imagen, totalmente cierta, por otra parte, de que no entendía nada de lo que se contaba en esa sala.
Al entrar casi había suspirado de alivio al ver que se trataba de una sala de reuniones normal, con una cafetera, un hervidor eléctrico, algo para picar, sillas alrededor de una mesa llena de papeles y carpetas a rebosar. Hasta ahí todo era como en el resto de redacciones donde había trabajado, solo que con una apabullante abundancia de tonos blancos y luz estridente. Lo que ya no lo era tanto era la gente que lo miraba como si fuera un infiltrado.
A Victoria ya la conocía. Le dio un vuelco el corazón al ver que lo miraba, aunque solo fuera para olvidarlo al instante. Timothy lo dejó también en cuanto se encontró rodeado de sus iguales, solo junto a la puerta y mirando a su alrededor como el niño nuevo de clase.
Nadie más se presentó, siguieron hablando como si ni siquiera hubieran notado su presencia. Al principio lo agradeció. No mucho después se sintió avergonzado y al final irritado. ¿Acaso no sabían quién era? ¡Era su nuevo compañero! ¿No deberían fingir que era bienvenido?
—Buenos días, señores. ¿Qué tenemos? —preguntó, como había hecho cada mañana al entrar en salas de reuniones como esa en sus anteriores puestos.
Pero si quería causar miradas de reconocimiento o siquiera de sorpresa, fracasó estrepitosamente. Solo Tim (en adelante sería Tim para él, con campanas sonando en su cabeza o no) se dignó alzar la vista de lo que hacía para ignorarlo unas décimas de segundo después.
Ahogando un gruñido de frustración, Reuben traspasó el umbral, decidido a actuar como lo que era, el único redactor de aquella revista que vivía en el mundo real y que escribiría sobre cosas que les importaban a las personas normales.
Estaba a punto de sentarse en la silla libre, que era la que presidía la mesa cuando, entonces sí, se escuchó un grito unísono y aterrador, que lo dejó paralizado con el trasero rozando el asiento.
—¡Ahí no!
—Es la silla de Lola —se dignó explicarle una mujer de edad indefinida, como congelada entre los treinta y los cuarenta años, de sonrisa dulce—. No le gusta que nadie se siente ahí.
Reuben se irguió, sintiéndose el centro de todas las miradas por primera vez desde que había llegado. Desde luego, su aterrizaje estaba siendo de todo menos tranquilo.
—Puedes sentarte ahí, Reuben —dijo Tim, señalando una silla plegable colocada contra la pared, bien lejos de la directora y editora, y de la acción, dejando en evidencia que nadie consideraba que tuviera ningún derecho a estar ahí.
Hizo un esfuerzo por sonreír e hizo un gesto magnánimo en dirección al asistente de Lola, mientras se acercaba a la silla señalada, la abría, la arrastraba, haciendo que las patas chirriasen contra el suelo, y la colocaba junto a la que había estado a punto de usar, desplazándola.
Todos los presentes lo miraron como si no pudieran creer lo que acababan de ver.
Podían mirarlo como quisieran, pero lo habían contratado diciéndole que tendría un estatus especial en la revista y que sería un colaborador cercano a la jefatura. En ningún momento se lo había creído. Había escuchado eso mismo un montón de veces y jamás había sido verdad, pero por ver esas caras merecía la pena hacer un alarde de fuerza. Por lo pronto, se sentaría al lado de la señora Godrick, le pesara a quien le pesara.
—En fin, trabajemos —declaró Reuben, uniendo las manos ante la barbilla, fingiendo una serenidad que no sentía en absoluto.
Una a una, todas las miradas se desplazaron de su cara y su inapropiada corbata hasta las carpetas llenas de documentos y fotos que tenían ante ellos. Reuben, que no tenía carpeta, sacó una libreta y un bolígrafo de un bolsillo interior de la chaqueta y comenzó a apuntar todo aquello que le pareció interesante, así como dudas que preguntaría más adelante a la mujer rubia de edad indefinida que le había hablado antes, que parecía la más simpática de todos en aquel lugar. Pocos minutos después, sudaba tinta para seguir el ritmo de las charlas. No era solo que hablaran rápido, además lo hacían en idiomas extraños.
—Todo ese artículo es tan demodé que no me extrañaría que Aristóteles Onassis se levantase de su tumba para posar para tus fotos —dijo con acidez un caballero con cabellos plateados e impecable pajarita con lunares blancos sobre fondo azul marino—. Además, sería lo más moderno de todo el conjunto.
Victoria se retorció en su silla, haciendo asomar una ligera arruga de disgusto a su perfecto rostro.