Patricia Arancibia Clavel

Carmen Aldunate sin corazas


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A diferencia de mi prima Angélica, que la vestían llena de vuelos y parecía princesa, a mí me ponían unos mamelucos últimos de feos porque vivía embarrada con José y Felipe. ¡Ah!, y ahora que me acuerdo, mi abuela Adela me hizo una injusticia muy grande… Dos, diría yo: desde los 5 años me obligaba a pagar el dinero del culto, eso que ni tenía mesada, y la segunda, justamente en Viña, cuando nos dijo que al primer nieto que aprendiera a nadar le daría un premio, ponte tú, de cien pesos de hoy. Ella tenía mucho miedo que nos ahogáramos en la playa y bueno, José y yo aprendimos juntos y, felices, fuimos a contarle. Pero ella le dio el premio solo a José. ¡Jajaja!, ahora pienso que fue porque él era hombre…

      Pero contigo era igual súper cercana…

      Como era en esos tiempos. Nada de añuñues ni acurrucos. A diferencia de mi mamá que era muy cariñosa, de piel, mi abuela —como yo— era poco dada a abrazarte y mimarte, pero yo sabía que contaba con ella. Son formas de ser… En todo caso, la más cercana siempre fue la Toy… Siempre he dicho que fue mi segunda mamá.

      ¿Hasta qué edad veraneaste en Viña?

      Hasta que murió mi abuelo Eduardo. Yo debo de haber tenido 6 o 7 años y recuerdo que lo velaron en la casa. Curiosa y metete, quise verlo, pero mi papá no me dejó. Me vino entonces una gran pataleta y Fernando Moller —mi padrino de nacimiento— me levantó y me lo mostró dentro del cajón. ¡Qué impresión y susto más grande! Me tuvo que tomar en brazos y pasearme un buen rato ya que lloraba como María Magdalena… Entre la gente que lo estaba velando, estaba el Pollo Chadwick, gran polero y buenmozo a morir, quien fue mi primer amor… Rápidamente se me olvidó mi abuelo y le pregunté a mi papá quién era ese hombre porque yo quería casarme con él. Me enamoré perdidamente y me duró harto porque, al tiempo después, le dije al papá que quería verlo de nuevo. Fue tanta mi insistencia, que me llevó a un partido de polo donde él jugaba, con tan mala suerte para mí que Chadwick se cayó del caballo y yo creí que se había muerto. Llantos de nuevo… ¡qué horror! Era tan mimada…

      ¡Tuviste una niñez feliz!

      Sí, y muy protegida... También me acuerdo que me llevaban a visitar a la tía Marie Louise Edwards, hermana de mi abuela, que tenía una casa preciosa en el Cerro Castillo. Ella era fascinante, elegantísima y usaba una infinidad de pulseras y colgajos que yo miraba encantada. De ahí me viene esto de andar con tantos collares y leseras colgando. Más tarde, cuando salió Eduardo Frei Montalva de presidente, se armó un pequeño escándalo en la familia porque ella le prestó todas sus joyas a la Maruja de Frei cuando tuvo que ir de visita oficial a Inglaterra. Otra de las hermanas de mi abuela, la Juana, era increíblemente simpática. Para molestarla, Adela le decía “hermana poto de lana…”. Le gustaba mucho la música y cuando en algún momento vino Claudio Arrau a Chile, hubo una gran fiesta en su casa y le pidió que tocara los pollitos dicen… jajaja.

      De nuevo las horas se nos pasaron volando. Habíamos avanzado un poco más y ninguna de las dos hacía amagos de estar cansada. Ambas somos nocturnas y liberadas de horarios por lo que podíamos estirar un poco más la cuerda.

      A estas alturas, ¿ya vivías con tus papás en la calle María Luisa Santander?

      Sí, claro. Después de regresar desde España, mis papás se fueron a vivir con mis abuelos, hasta que, no sé cuándo —me imagino que por los años 44 o 46—, compraron la casa de María Luisa Santander. En esos tiempos ese sector de Providencia estaba poco urbanizado y, según mis abuelos, nos habíamos ido a vivir a pleno campo.

      ¿Qué recuerdas de esa casa?

      Viví ahí hasta que me casé, así que la recuerdo bien. Era de dos pisos, pero no muy grande. Arriba estaba la pieza de mis papás que se conectaba con la mía y que tenía un balcón que daba a la calle. Ahí yo dormía sola. En otra ala estaba el dormitorio de la Toy y el de mis hermanos. Lo más entretenido de la casa era el baño de mi mamá, que era gigante, lleno de estantes con cajones y donde ella guardaba miles de cosas de todo tipo. Mis hijas todavía se acuerdan y me dicen: “El baño de la Nani era como ir a la calle Meiggs”. Tenía también arriba una terraza grande que se cerró para que mi mamá tuviera su taller de cerámica y pintura.

      Ya hablaremos de ese taller, donde me imagino hiciste tus primeros dibujos, pero antes, entiendo que alcanzaste a vivir en esta casa con tus hermanos…

      Con la Eliana no. Viví con Jorge, saliendo de la universidad, y con Luis entrando. Nunca me voy a olvidar que, sabiendo ellos que yo desde muy chica le tenía terror a todo bicho que tuviera alas, llámese pájaro, mariposa, polilla, etc., un día tuvieron la pésima idea de entrar a mi pieza mientras yo dormía y, disfrazados con unas alas enormes de papel, comenzaron a aletear al lado de mi cama haciendo unos ruidos como de ultratumba. Mis gritos de miedo y horror se escucharon hasta en la calle y la Toy y mis papás llegaron corriendo a ver qué estaba pasando. Nadie lograba calmarme, lloraba sin parar de manera absolutamente incontrolada. ¡Imagínate el reto que les llegó a esos dos! Para ellos era solo una broma, pero para mí fue como si hubiera visto al diablo en persona. No sé por qué, pero desde que tengo uso de razón le tengo pavor a todo lo que tenga alas. Tanto es así, que yo le decía a mi abuela que qué pecado podía cometer para no tener ángel de la guarda…

      Ay, Carmen, eres increíble… ¿Cómo eran tus hermanos?

      Jorge había estudiado en el Colegio Alemán y luego Medicina en la Universidad de Chile, donde se recibió de médico cirujano. Era realmente brillante, le gustaba mucho la investigación y creo que escribió algo sobre los iones en el intestino. ¡Imagínate! Me acuerdo que llegaba con sus compañeros de universidad a la casa y me hacía todo un show para que le diera la poca mesada que yo guardaba. Una vez llegó con una mano vendada y me dijo que necesitaba plata para comprar remedios o qué se yo… Y claro, ingenuamente se la di. Siempre fue extremadamente cariñoso conmigo. Yo era como su mascota y me llevaba a todas partes: a la piscina, al teatro, a un pícnic. Fue un gran médico, pero se involucraba tanto con los pacientes que sufría a la par que ellos. Él era bipolar, pero yo en esos tiempos no sabía nada de eso. Solo me daba cuenta que era inestable y tenía cambios súbitos de conducta. En sus momentos maníacos era capaz de comerse el mundo y sacaba toda su personalidad dicharachera. Le encantaban los caballos e ir a las carreras, pasión que heredó de mi abuelo paterno quien había tenido un haras. Con mi hermano Luis, se compraron una yegua que le pusieron “Tarjeta”. Era pésima y siempre llegaba última. Cuando en la familia alguien preguntaba “¿Cómo estás?”, quedó para siempre la frase “como la yegua Tarjeta”. Jajaja.

      Te llevaba entonces al Club Hípico…

      Claro que sí. Él iba todos los domingos. Todavía me acuerdo que una vez me dijo que tenía que apostarle todo lo que tenía al caballo “Campeón” porque iba a ganar de todas maneras. Bueno, yo aposté los cuatro pesos que llevaba y ganó por fallo fotográfico. Tuvimos que esperar al otro domingo para cobrar el premio. Fue muy entretenido porque con la plata ganada nos compramos una pista eléctrica de caballitos y hacíamos apuestas caseras…

      ¿Él se casó?

      Sí, con la Nanita, la Adriana González, una mujer encantadora y muy bonita, quien le tuvo mucha paciencia. Yo debo de haber tenido 10 años cuando fui al matrimonio y, hace poco, me mandaron una foto de ese día en que estoy con él, mi abuela y mis papás.

      Tuvieron cinco hijos, pero le fue difícil salir adelante ya que su bipolaridad no pudo ser controlada. En sus episodios de entusiasmo y felicidad exagerados, hacía locuras como tapizarme la casa con 20 o 30 ramos de flores o mandarme de regalo un reloj Cartier u otras joyas que yo tenía que devolver al día siguiente. Mis papás sufrieron mucho con sus altos y bajos. Pienso que al final, él ya no pudo consigo mismo y quiso morir. Fue unos años después que mi mamá, en la década del ochenta.

      Nos quedamos un rato en silencio. No era el momento de ahondar, pero comencé a comprender mejor aún sus dolores familiares y algunos símbolos de su pintura…