hace pocas semanas sé que estoy embarazada. Lo fácil de la tarea todavía me tiene boquiabierta.
Esperaba que el proceso supusiera meses y meses de búsqueda infructuosa, nervios, cansancio. Calculaba un tiempo, cierta posibilidad de ordenar, de mudarnos de casa, de hacernos a la idea, pero al primer Evatest positivo de la mañana del 18 de septiembre de 2018 siguieron uno igualmente positivo a la tarde entre libros y en el piso del baño de la librería y otro más a la noche, finalmente con Agus. Tres Evatest y una frase rotunda: no existen los falsos positivos. Después vinieron un análisis de sangre y una ecografía.
Desde hace pocas semanas sé que estoy embarazada y me encuentro por la calle con una vecina y su hija recién nacida. Le pregunto cómo anda y me dice: la verdad, en estos meses llegué a la conclusión de que la maternidad no es para todo el mundo. Nos despedimos en la esquina de la misma cuadra en la que nos habíamos cruzado. La contundencia de su frase no me golpea, no me da desconfianza, no me atemoriza. Durante estos días, hay también una obsesión en los medios de comunicación por evaluar la compatibilidad de la vida de los escritores con la paternidad y la maternidad. Leo que los grandes escritores como Piglia, Cortázar o Castillo no tuvieron hijos. Pienso que el tiempo de los grandes escritores quizás también haya llegado a su fin. Leo una defensa a los hijos escrita por Michael Chabon, quien recibió un consejo determinante de un gran escritor cuyo nombre omite: no tengas hijos, los hijos son los enemigos de la escritura. Sin embargo Chabon tuvo hijos, entendió la falta de tiempo, el desorden, las conversaciones llanas de la vida cotidiana, el acto escolar, la dedicación a esa vida otra que emerge, se impone. Michael Chabon, dice, seguiría eligiendo la paternidad y ese tiempo fragmentado. Pienso en el gesto de Michael Chabon, un hombre en el New Yorker diciendo que todo bien con sus libros pero que lo mejor que le pasó fue haber tenido hijos. Pienso también en las mujeres que rodean la vida de Michael Chabon, las imagino, converso con ellas imaginariamente, las escucho por momentos decir qué gran gesto el de Michael Chabon, las escucho codearlo en medio de la noche y decirle que por favor vaya él a atender el llanto de un bebé. Michael Chabon tiene dos hijas mujeres y dos hijos varones. La paternidad y la vida en familia son centrales en su obra. Sus últimos dos libros de ensayos son una invitación a explorar esa dimensión de la vida del escritor: esa cotidianidad que llena la paciencia e involucra zonas de la intolerancia, el dolor, las concesiones y las renuncias. En sus ensayos, Michael Chabon es humilde y serio en la observación de lo pequeño y cotidiano.
Lina Meruane dice en Contra los hijos que tenerlos es un arrojo al abismo del horror, una invitación a descentrarnos por el resto de nuestras vidas, entregarnos a unos tiranos de bolsillo que van a dinamitarlas; y después, como todo lo que se busca incluso con advertencia, hacernos sufrir, olvidarnos, dejarnos por otros más jóvenes, como ellos. Lina Meruane no tiene hijos y su narrativa dispara una bala que rebota en un cuarto cerrado de principio a fin con la maestría de una polemista. Lina Meruane nos invita –enfáticamente– a pensarlo mejor. A pensarlo hasta que la conclusión sea que la vida de una mujer independiente, profesional y valiosa es mejor sin hijos.
Sin embargo, mis escritoras favoritas, las de las pequeñas cosas –lo habitualmente conocido como la vida de las mujeres–, fueron, en su gran mayoría, madres. Maternaron y, con la humildad que necesitamos las mujeres para sostenernos frente al mundo, escribieron. Algunas tuvieron más éxito que otras en sus publicaciones. Algunas fracasaron mejor con sus hijos. A ninguna le dicen gran escritor. Son pequeñas, son premiadas, son mujeres. Entre esas mujeres admiradas también está Doris Lessing, la que abandonó a su familia para escribir, para hacerse un lugar en el mundo de los grandes escritores.
Quién sabe qué mujer nace con un hijo. La maternidad no es para todo el mundo.
Educación sexual
Una noche de tormenta rescatamos una rata blanca en el cordón de la calle. Habíamos salido a la vereda con mi hermano a juntar bolitas de granizo y la vimos lastimada, cerca del desagüe. Le pedí a mi papá que la entráramos. Papá salió con una jaula que había sido de mi canario y volvimos a la casa con una mascota. La rata tenía los huesos al aire y los ojos rojos. Mamá me prohibió tocarla y yo la bauticé Musti.
A la mañana siguiente, Musti había muerto. Papá la tiró a la basura y mamá dijo que era la última vez que hacíamos una cosa así. Yo me lamenté por Musti, me gustaba la idea de tener una rata como mascota, la historia de la lluvia y la jaula. Algo que contar en la escuela. Unos días antes, una compañera de grado me había dicho que sus papás decían que los míos eran gente muy rara. Buenos, repitió como imitándolos, pero raros. No quise preguntarle raros cómo, pero la historia de la rata me habría reafirmado en esa vergüenza y esa rareza que, a la vez, no podía esconder ni evitar. Y eso me gustaba.
A los pocos días de la muerte de Musti, mi hermano llegó con una cajita de cartón agujereada en la tapa. Se acercó a mí, cerró sus manos como conteniendo un fuego y la abrió con los pulgares: había en la caja una bolita de pelo tostado camuflada en el piso de aserrín que asomó dos ojos negros, duros y redondos como los de un muñeco. El hámster movió la nariz y los bigotes. Yo pegué un grito: Musti había vuelto en otra forma, parecida pero saludable. A mamá esta Musti le iba a gustar. Brillaba como el dulce de leche. Mi hermano puso al hámster en sus manos y empezó a armar un puente sobre el que Musti avanzaba. Me dijo que Musti era un buen nombre porque era hembra. Mamá y papá no sabían de la nueva presencia pero mi hermano se había ocupado de todo. Lo ayudé a limpiar una pecera rectangular, le pusimos papel de diario, aserrín, semillas de girasol con cáscara y agua en la tapa de una botella de gaseosa. Mi hermano entonces sacó una rueda de acero inoxidable de su mochila y la puso en el centro de la pecera. Musti se subió y empezó a girar, era adorable.
Ese año, todos los chicos de la cuadra tuvimos hámsters, especialmente porque costaban dos pesos, duraban poco y era sencillísimo reemplazarlos. Salvo las tres nenas de la esquina, que tenían un Fox Terrier con dientes torcidos. Cada tanto, mi hermano y el vecino de la vuelta, Juan, reunían a sus hámsters. Se sentaban en el escalón de la puerta de casa, cada uno con el suyo en la mano, y conversaban. Los hámsters se tocaban los hocicos y se acurrucaban en sendas manos. Nunca se escapaban. Cuando mi hermano la devolvía a su pecera, Musti escarbaba en el aserrín y se quedaba debajo del pedazo de pullover viejo que le habíamos puesto en el invierno. Dormía tapada. Una de esas tardes, Juan le preguntó a mi hermano si podríamos cuidar a su hámster durante quince días. Nosotros éramos los únicos de la cuadra que no se irían de vacaciones en el verano. Mamá respondió que sí con la condición de que mi hermano prometiera ocuparse de la comida y la limpieza. Papá no dijo nada.
La pecera de Perico, el hámster de Juan, era cuadrada, así que mi hermano puso una tabla a lo ancho sobre la de Musti y lo apoyó ahí. Durante varios días y varias noches, Perico picó el papel que le habíamos puesto debajo del aserrín y lo apiló contra un rincón de la pecera. Después, trepó la montaña de diario picado, alcanzó el borde y se zambulló en la pecera de Musti. Cuando escuchamos el ruido y miramos, Perico estaba encima de Musti, que chillaba y se movía. Perico la mordía y Musti se quedaba quieta, los ojos parecían salírsele de las órbitas y yo grité que la mataba pero mi papá gritó: ¡¡se la está fifando, se la está fifando!! Mi hermano corrió y pegó la cara contra el vidrio, mamá dijo que ahora íbamos a tener un problema y a mí me dio nervios. ¿Qué problemas? ¿Desde cuándo los hámsters fifaban? ¿No era esa una palabra que nacía solo de los chistes verdes que le arrancaban carcajadas a mi papá? ¿Qué era fifar exactamente?
Miré a mi mamá y le dije que no entendía qué estaba pasando y por qué no los separábamos. Mamá respondió que era muy chiquita para enterarme, que ya lo iba a entender. Lloriqueé un rato, como cada vez que algo me parecía injusto, pero no insistí. Mamá separó las peceras, llevó la de Perico al zaguán y repitió: nunca más, nunca más. Mi hermano la acompañó con los brazos levantados diciéndole que no había sido su culpa, que él cómo iba a saberlo. Lo perseguí un buen rato por la casa para que me explicara qué había pasado, por qué Perico había atacado a Musti y cuál era el problema que íbamos a tener. Mi hermano me dijo: tocá de acá, echándome, yo no voy a contarte nada, es asqueroso. Papá ya había vuelto a sus cosas y se había olvidado de los hámsters y de las risas de hacía un momento. Nadie