once retoños sobre la misma manta que le habíamos puesto en el invierno. Se retorcía pero sin moverse, con los ojos bien abiertos mientras paría un hámster atrás del otro. Los bebés de Musti eran rosados, pelados y brillantes, como salchichitas de copetín. Uno a uno, ella los empujaba con la cabeza hasta sus tetas. Apenas mamaban, se volvían blancos, la leche los inundaba y teñía. No abrían los ojos. A las pocas horas de nacer, uno de ellos murió, nos dimos cuenta porque no se movía, sus patas milimétricas estaban estrujadas y tiesas, había quedado ahogado entre sus hermanos y su cuerpo de gramos parecía pesar muchos kilos cuando Musti lo agarró con la boca y empezó a acercarlo hacia ella. Ahora lo salva, pensé, ahora lo chupa y lo infla de vida, como en el principio de 101 dálmatas. Sin embargo, Musti soltó a su cachorro, abrió más grande la boca y se lo comió. Su buche de reserva estuvo inflado durante horas.
Podía pasarme tardes enteras viendo a los diez hámsters mamar, treparse unos encima de los otros, pelear en ese vientre todavía hinchado. Musti cerraba los ojos y permanecía echada durante horas; cuando alguno de los bebés se alejaba demasiado, ella apenas se estiraba y lo agarraba entre sus dientes para devolverlo con la manada. Al mes del parto, hubo que entregarlos a la veterinaria y le pedí a mamá que nos quedáramos con una de las hijas de Musti. Crías, los animales tienen crías, dijo mamá.
Éramos raros, habíamos atendido un parto en casa y yo había recibido mi primera lección de educación sexual.
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