cambió a partir de 1138, con el reinado de Conrado III, quien dio inicio al linaje regio de los Hohenstaufen que perduró hasta mediados del siglo XIII. Los Hohenstaufen aprovecharon el hecho de que el papa seguía considerando al rey germano el único soberano digno de ser coronado emperador. Conrado se refería a sí mismo como emperador incluso sin haber sido coronado.119 Esta práctica la continuó su sobrino y sucesor, Federico I Barbarroja, el cual asumió el título imperial en el mismo momento de su coronación real, en 1152, y llamó a su hijo «césar» en 1186 sin intervención papal (vid. Lámina 25). Los Hohenstaufen posteriores lo secundaron: Federico II asumió el título de «emperador romano electo» en 1211 y es probable que esta práctica se hubiera consolidado de haberse alzado con la victoria en su pugna con el papado tras su elección como emperador, en 1220. Esta afirmación imperial se basaba en el desarrollo del imperio como estructura política colectiva, pues debía las prerrogativas imperiales a la elección del rey germano por parte de los principales señores, no a la coronación por parte del papa. Enrique IV ya había proclamado «el honor del imperio» (honor imperii) y los Hohenstaufen lo convirtieron en un concepto compartido por todos los señores del imperio, a los que otorgaba la misión de defenderlo contra el papado.120
Por desgracia, el énfasis en el honor obstaculizó la política imperial en Italia, pues desincentivó la práctica de hacer concesiones para garantizar compromisos o ganar aliados, como por ejemplo las ciudades coaligadas en la poderosa Liga Lombarda para exigir autogobierno en 1167. La expedición a Italia de Federico Barbarroja de 1154 fue la primera en 17 años y finalizó un periodo de 57 años en el que los monarcas germanos tan solo habían pasado dos años al sur de los Alpes. Esta prolongada ausencia debilitó las redes de contactos personales que podrían haber ayudado a negociar de forma pacífica. El emperador no buscaba conflicto, pero estaba determinado a reimponer la autoridad imperial. Si los 1800 caballeros que acompañaron su primera expedición se consideraban un gran ejército, para su segunda campaña, en 1158, regresó con 15 000.121 No obstante, los ejércitos nunca eran lo bastante grandes para dominar un país tan extenso y populoso. La necesidad de bases locales añadió urgencia a la insistencia de Barbarroja en revivir las regalías imperiales, entre las que se incluían el derecho a establecer guarniciones en las ciudades, imponer tributos y exigir ayuda militar. De forma inevitable, se vio inmerso en la política local. La Italia del norte era un denso mosaico de obispados, señoríos y ciudades, a menudo enzarzados en sus propios conflictos. El que uno apoyase al emperador solía animar a sus rivales a respaldar al papado. En su primera expedición, saqueó y destruyó Tortona después de haberse rendido, pues Barbarroja no pudo contener a sus aliados pavianos.122 El retorno de la célebre «furia teutona» perjudicó el prestigio imperial, lo cual obstaculizó aún más la deseada pacificación. Esta pauta se repitió en las cuatro campañas subsiguientes, entre 1158 y 1178. Barbarroja obtuvo éxitos locales, pero nunca pudo hacerse con el control de toda la Lombardía.
El papa tampoco era reacio a cooperar con el emperador para escapar a la opresiva influencia normanda, la cual le había obligado a elevarlos al estatus de reyes de Sicilia en 1130. En 1130-1139, normandos y franceses habían provocado un primer cisma mediante su interferencia en la política romana y en 1159-1180 unieron fuerzas para apoyar a un candidato a papa contra el antipapa apoyado por el imperio, lo que provocó un nuevo cisma. Barbarroja, al igual que Enrique IV, también fue excomulgado, pero al contrario que el emperador salio, acabó por aceptar un compromiso en el Tratado de Venecia de 1177. La presencia de representantes italianos y sicilianos en las negociaciones revelaba la internacionalización de los asuntos italianos, pues era evidente que habían dejado de ser una cuestión interna del imperio. Barbarroja, a pesar de las importantes concesiones que hizo a la Liga Lombarda, fue reconocido soberano de Italia del norte.
Entre 1184 y 1186, Barbarroja pudo regresar a Italia, esta vez sin un ejército, y consolidar la paz por medio de un acuerdo con los normandos, que preveía el matrimonio del hijo de Barbarroja, Enrique, con Constanza de Hauteville, hija del rey de Sicilia. La inesperada muerte, en 1189, del rey normando abrió la posibilidad de que los Hohenstaufen se hicieran con el control de Sicilia y de sus dependencias, más tarde conocidas como Nápoles, en la Italia meridional. El momento favorecía a los Hohenstaufen, pues la victoria sarracena en Hattin en 1187 y la subsiguiente caída de Jerusalén distraía al papado, que además necesitaba apoyo imperial para la tercera cruzada que planeaba. A pesar de la oposición de numerosos señores normandos, alrededor de 1194 el hijo de Barbarroja, Enrique VI, se había hecho con el control de Sicilia. Sus éxitos dispararon sus ambiciones. En 1191, Enrique rechazó la pretensión papal de soberanía sobre Nápoles con el argumento de que este quedaba bajo jurisdicción imperial. Enrique planeaba, en menos de cinco años, integrar el antiguo reino normando en el imperio y convertir la monarquía germana en una posesión hereditaria (vid. págs. 192-193 y 302-304). Las relaciones papado-imperio habían experimentado un giro radical a favor del emperador. La extinción de los normandos privó al pontífice de un contrapeso a la influencia imperial, redujo su jurisdicción temporal al Patrimonium y le dejaba solo ante un emperador más poderoso que ninguno de los sucesores de Otón I (vid. Mapa 5).
Hubo nuevos imprevistos: esta vez fue la inesperada y temprana muerte de Enrique, a los 31 años de edad, en septiembre de 1197, seguida de la de su esposa Constanza, 14 meses más tarde. Tales acontecimientos dejaron a su hijo de 4 años, Federico II, bajo la tutela del papa. Los partidarios germanos de los Hohenstaufen eligieron al tío de Federico, Felipe de Suabia, como candidato al trono en la elección real de 1198. Pero sus rivales locales aprovecharon la situación y optaron por Otón IV, de la familia güelfa, lo cual desencadenó una guerra civil que duró hasta 1214.123
La respuesta del papa Inocencio III refleja lo mucho que estaba en juego. Tras cierta vacilación inicial, en 1202, Inocencio promulgó un decreto o dictamen de la corte papal, el denominado Venerabilem. Este reinstauraba la interpretación gregoriana de la doctrina de las Dos Espadas, según la cual toda autoridad, también la temporal, provenía de Dios y se transmitía a los reyes por mediación de los pontífices. Inocencio no cuestionaba la división de autoridad espiritual y secular consagrada por el Concordato de Worms y aceptaba que los alemanes eran libres de escoger a su rey; pero sostenía que los papas tenían derecho a dar su aprobación. Esto sugería que podía vetar candidatos, si, por ejemplo, habían pecado. También refutaba la práctica Hohenstaufen de asumir prerrogativas imperiales una vez coronados reyes, pues argumentaba que tan solo los papas coronaban emperadores. Al distinguir el conjunto del imperio del reino germano, Inocencio buscaba usurpar la autoridad imperial en Italia y en el sur de Borgoña y reclamó el estatus de vicario imperial, o gobernador, en el caso de que no hubiera emperador o si este estaba ausente de Italia. En menos de 50 años, los expertos en derecho canónico afirmaron que el papa era en realidad el verdadero emperador, pues este había trasladado la autoridad desde Bizancio.124
El Venerabilem revertía por completo la posición de los otónidas, que habían reivindicado una potestad bastante parecida sobre el papado. No obstante, también revelaba hasta qué punto el papado continuaba ligado al imperio. Ningún papa podía reducir el imperio al estatus de un reino cualquiera sin devaluar con ello su pretensión de ser el único hacedor de emperadores. Esto explica por qué, a pesar de las fuertes tensiones periódicas, los papas coronaron a todos los reyes germanos, desde Otón I a Federico II, con la excepción de Conrado III y Felipe de Suabia.
En la práctica, Inocencio no pudo encauzar la situación. Los dos bandos de la guerra civil germana pretendían restringir la influencia papal. Inocencio, para tratar de impedir la unión entre el imperio y Sicilia, acabó respaldando a Otón IV, pero esto solo sirvió para enemistarlo con algunos de los partidarios del rey, que ahora desconfiaban de él. En torno a 1207, Otón se vio obligado a pedir una tregua, pero Felipe de