Uxue Alberdi

Jenisjoplin


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estaba el Ford Escort negro con la ventanilla del techo abierta.

      —¡Qué pasa, Jenisjoplin!

      En cuanto perdimos de vista el barrio, me puse de pie en el asiento trasero e hice los kilómetros hasta Mutriku con la cabeza fuera, el pelo al viento. En los semáforos, me gustaba ponerme de rodillas contra la ventana posterior y jugar a aguantarle la mirada al chófer del coche que nos seguía. Siempre ganaba.

      Aita paró el Ford delante de un bar, en la entrada del pueblo, y me pidió que esperara un poco. Yo tenía prisa por bañarme. Aunque no quedaba demasiado lejos, me llevaban a la playa pocas veces. Ama disfrutaba del hogar y la sombra, aita prefería ir a las fiestas de los pueblos de alrededor. No se quedaba tranquilo hasta que me conseguía el muñeco más grande de todo el tiropichón. Con cinco o seis años, solía llevarme a las fiestas de las ciudades, a las barracas, y me hacía subir a las atracciones más altas, a las montañas rusas, los balancés, las águilas y demás diversiones para adultos. Discutía con el feriante por querer montar a una niña tan pequeña, pero les contestaba con firmeza que él era el padre y que no le tocaran los huevos, y yo me sentía del todo segura mientras él me agarrara de la cintura, a pesar de que la tierra me quedase por encima de la cabeza y el cielo me rozara los pies. Ama nos esperaba espantada. Asimismo, en las pocas veces que habíamos estado en la playa, fuera cual fuese el color de la bandera, me hacía entrar en aguas profundas, siempre agarrada a su mano, y avanzábamos juntos contra las olas, aunque la respiración se me apurara, hasta que una ola nos rebasaba y me revolcaba hacia la orilla dando volteretas, con el bañador, el pelo y la boca llenos de arena.

      Aita regresó pronto. Bajamos andando al puerto, vimos a unos niños que se quitaban la ropa al borde de la piscina natural. Fui corriendo tras ellos, pero aita me silbó.

      —¡Sigue a esos otros!

      Se refería a los jóvenes que, dejando atrás la piscina, se dirigían hacía el dique rompeolas. Había oído hablar de él, pero nunca había estado en «el tambor». La marea estaba baja, caminé con mucho cuidado por el borde del muelle, con miedo a caerme a aquel mar que distaba un buen trozo del morro del espigón. Subí las últimas escaleras para llegar al tambor. Mi padre, sentado en el suelo, me mandó con el cigarrillo en la boca:

      —¡Salta!

      Lo miré asustada.

      —Nagore, ¡salta! —me repitió.

      Empecé a quitarme la ropa despacio. Me aproximé dos pasos hacia el borde del muelle y nada más mirar hacia abajo, comencé a sentir un leve mareo. Se me nubló la vista: al principio me pareció que los dos diques que tenía enfrente se acercaban el uno al otro, para después volver a alejarse. Di un paso atrás. Me giré y, cuando estaba a punto de decirle a mi padre que no me atrevía, una mano firme me empujó por la espalda y sentí mi cuerpo caer. Me hundí agitando las piernas y los brazos con fuerza. La caída y el tiempo que necesité para salir del agua me parecieron eternos. Emergí a la superficie con los ojos abiertos de par en par, aterrada, pero en pocos segundos las ganas de llorar se convirtieron en una alegría loca, me puse a reír a carcajadas en el agua, mientras sacudía los brazos y las piernas para no ahogarme. Divisé la cabeza de mi padre observándome desde lo alto. Aplaudía.

      Caminé de vuelta al tambor orgullosa; casi podía oler la admiración de los jóvenes fumadores que estaban sentados contra la pared de la escalera. Subí los peldaños del tambor jadeando y con ansias de encontrarme con mi padre. Estaría arriba esperándome, con la toalla abierta, dispuesto a envolverme contra su cuerpo.

      —¡Venga, otra vez!

      La segunda vez me tiré sin necesidad de empujón. Todo me pareció más breve: la altura del muelle, el tiempo de caída y hasta los aplausos de después del salto. Los jóvenes de las escaleras no me miraban. Le dije a mi padre que prefería volver a casa.

      —Por supuesto —me dijo tras hacerme saltar cinco o seis veces más.

      El barrio Lasalde, que se extendía longitudinalmente entre la Lombriz y las vías del tren, había sido edificado al norte del pueblo tras la guerra, a toda prisa y de mala manera, para amontonar a la oleada de trabajadores que venía del sur de España a trabajar en las fábricas del valle. Estaba, al mismo tiempo, cerca y aparte del pueblo. Cruzando las vías del tren, la naturaleza le ganaba terreno a lo construido; campos de hierba basta, gateras, piedras y árboles bautizados según la imaginación infantil: el caballero, la bruja, el submarino. A comienzos del curso escolar, las moras crecían en las zarzas de la orilla del río, los patitos nacían a finales de curso.

      El balcón del segundo piso de la casa de mis abuelos daba a la calle. Por dentro, la vivienda era una caja de cerillas. Allá vivían todos antes de que yo naciera. Para ganarse la vida, mis padres arrendaron el bar Zazpi en el pueblo más grande del valle, y ama trabajó duro mientras se le iba hinchando la tripa. Se alojaron en casa de unos colegas durante algunos meses. Zazpi era un antro de la época, con olor a tabaco y a moho, nocturno las veinticuatro horas, sin ventanas ni sistemas de ventilación, que contaba con unos codiciados largos sillones contra la pared. Debía de ser un lánguido agujero, el habitual punto de partida y la pista de aterrizaje para los placenteros viajes de los heroinómanos. Mi madre iba a trabajar en compañía de un mastín. Generalmente, los clientes eran amables con ella, pero apaciguar a los jóvenes con el mono, vigilar constantemente la caja, limpiar los vómitos, reanimar a los que habían perdido el conocimiento en el retrete… formaba parte del trabajo. Una vez que se dispuso a cambiar una baldosa rota en el baño, se percató de que era ahí donde los heroinómanos del bar guardaban la única jeringa que compartían. No se atrevió a retirarla.

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