Zipi y Zape. Ángel era un músico madrileño, su amigo del alma. Tenía un pelo envidiable, rubio y suave, y pintas de buen chico, en contraste con su amigo enfant terrible. Era bajista sustituto en algunos grupos de la movida, aunque soñaba con fichar por un grupo de rock vasco.
—¡Lo de Madrid es pura fachada! —decía.
Mi padre le hacía de mánager y bajaban juntos a Madrid cada vez que tenía concierto. Volvían sonrientes y con ojeras. «Bien jodidos», resumía Ángel, porque además de los bolos, también tenía a sus amantes en la capital española. El cuarto socio se encargaba de la catacumba, pero lo mandaron a tomar viento en cuanto se dieron cuenta de que, no contento de quemar el dinero de la caja en speed, traficaba bajo la escalera. Decidieron apañarse entre los tres.
—¡Mi niña! —me saludó ama.
Llevaba puesta una camiseta de Hertzainak.
—¿Has comido?
—Son las seis de la tarde.
—Le acabo de dar la merienda —dijo la amama.
Ángel me sacó un Kas de limón.
—¿Qué es eso? —señalé la pared.
Cada mes hacían exposiciones de fotos y, aquella vez, la pared de detrás de la barra estaba forrada con instantáneas de cuerpos desnudos: pechos, pollas, espaldas, bocas, ombligos, lenguas, dedos, muslos, coños y culos. Carne y pelos.
—¡Cosas de tu padre! —rio Ángel—. ¡Adivina quién es quién!
Intenté disimular mi rubor. Conté siete u ocho penes diferentes.
—¿Son vuestros?
—De currantes y colegas del bar. Estamos para comernos, ¿eh?
—¡Serás cerdo! —le frenó la amama.
—¿Qué, echamos una al billar? —me preguntó Ángel.
Era mi profesor particular.
Mi madre encendió un cigarro.
—¿Y los deberes?
—¡Ya los hará luego! —la cortó Ángel—. ¡Vamos!
Bajamos a la catacumba. Pusimos la caña y el refresco de limón encima de la mesa de billar. Ángel enfiló tres bolas al agujero de un solo golpe. Era un puto crac. Yo seguía sin poder decidir por dónde darle a la bola rayada número 13.
—Tienes que imaginarte una bola invisible al lado de la bola que quieras meter en el hoyo, alinéalas, y apunta la bola blanca hacia la invisible.
Pasó al otro lado de la mesa y dibujó una bola imaginaria con el dedo. Apunté hacia allí.
—¡De lleno!
Decidí intentarlo con la bola número 9.
—Han organizado un karaoke para jóvenes en la casa de cultura.
Ya había escuchado algo. En los pasillos de la escuela había unos carteles pegados y nuestro profesor nos había pasado el aviso de la asociación por el euskera de nuestro pueblo.
—¡Bah! —le dije, indiferente —. Esas cosas son para los de la ikastola*.
—¿No quieres participar?
Dejó el taco apoyado en la mesa. Me encogí de hombros.
—Hay tres canciones para elegir: Lau teilatu, de Itoiz; Aitormena, de Hertzainak; o Iñaki, ze urrun dago Kamerun, de Zarama.
No conocía ni una.
—¿Cuál es la mejor?
—Aitormena.
Al subir, me llevó directo a la cabina. Tenían más de dos mil vinilos clasificados por estilos. Era el único bar del pueblo que contaba con cabina de música. El rock vasco solía estar en la balda de abajo. Ángel sacó un vinilo.
—Apréndetela —me ordenó—. Y de paso me cuentas qué es lo que dice.
Saqué los ejercicios de caligrafía y los puse encima de la mesa. Empecé con las fichas para aprender a escribir corrido. Se abrió la puerta, entró la luz de la calle. La tarde avanzaba y, aunque la claridad comenzaba a atenuarse, contrastaba con la oscuridad del bar. Era aita, las sábanas marcadas en la cara. Me envolvió la cintura por detrás del taburete.
—¿Qué haces?
Alcé las manos, señalando lo evidente.
—Así solo escriben los curas, las monjas y los críos —se enfadó.
Me explicó que tenía que hacer cada letra por separado, levantando el lápiz del papel cada vez que terminaba una. Me guio la mano, sentí el calor del pecho de mi padre contra la espalda, mientras escribíamos «cangrejo» letra a letra.
—Tú no eres una cría.
La verdad es que quedaba mejor. Era el cangrejo de una persona adulta, sin lugar a duda. Al día siguiente me caería una bronca en la escuela, pero a mí eso me daba igual. Vi que ama se ponía la chupa de cuero.
—Se acabó lo que se daba, mi amor. Vámonos a casa.
Metí las fichas en la mochila y salté hacia mi madre desde el taburete.
—¡Hasta mañana! —le dije al aita.
—¡Agur, guapa! —se despidió Ángel desde el almacén, y se tapó las orejas con las palmas de las manos recordándome que escuchara la canción.
La amama agarró una bolsa llena de trapos y delantales sucios para limpiar en casa. Me hizo un gesto para que me acercara.
—El de tu padre es ese feo de ahí —me dijo señalando una instantánea.
Estaba delante de las puertas automáticas del hospital buscando el papel que me había dado el médico la víspera. Lo encontré entre los apuntes de la rueda de prensa y los albaranes de la perfumería. «Diagnóstico: VIH». Un soplo de viento otoñal me lo arrancó casi de las manos. Solo me faltaba salir corriendo detrás del diagnóstico.
Vi como se me acercaba un joven. Enderecé la espalda y avivé la mirada por inercia. Doblé y guardé el papel.
—¿Tienes fuego?
Yo misma encendí el cigarro que sostenía entre sus labios.
—¿De visita?
Ese segundo en el que decides que te acostarías con quien tienes enfrente.
—Sí.
Ese instante en el que sabes que te diría que sí.
Intenté alargar el momento.
—¿Cómo te llamas?
—Nagore.
Fumando un cigarro al lado de aquel desconocido, esperé a que la recepción quedara vacía. Pisé el cigarro y despedí al joven con la mirada. La puerta automática se cerró tras de mí: un rumor apenas. Me acerqué a la mesa y le enseñé el papel al recepcionista.
—Enfermería. Planta baja. Bloque C.
La sala de espera estaba a rebosar. Me senté en el único asiento libre. Divisé un bote de orina en el bolso entreabierto de la maquilladísima mujer que tenía al lado.
—¿Para sacar sangre?
Levantamos la mano cinco o seis. La auxiliar nos pidió los papeles. Apartó el mío.
—Buenos días —me saludó la enfermera.
En la mesa, pude leer «carga viral» en los tubos para la sangre. Los dejó delante de mí con la pegatina a la vista.
—Súbete la manga, por favor.
Le acerqué el brazo. Un hombre gordo se soltó los botones del puño de la camisa a cuadros y le ofreció a otro enfermero