Uxue Alberdi

Jenisjoplin


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la extraña pareja. Tuvo que aparecer mi padre —tarde pero deprisa— y llevarme a Cruces para que, tras amenazar a un médico y sin coger cita previa, este, en nombre de la paz, me hiciera abrir la boca de una vez y dijera que tenía cándidas. En quince días, los hongos se habían expandido desde la garganta hasta el esófago: era la infección la que me producía aquello que yo creía un dolor de pulmones. Querían hacerme más pruebas para comprobar cómo me había surgido una infección de tal calibre.

      El autobús se estaba llenando de gente.

      Teníamos que preparar la rueda de prensa para denunciar la detención y el cierre provisional de Libre. Escribiría un primer borrador del texto al salir de la consulta.

      Presenté el papel médico en el mostrador de la entrada y me enviaron a la unidad de enfermedades infecciosas. Una enfermera me explicó que tenía que sacarme sangre.

      —¿Te mareas?

      —Solo en el coche.

      —Tienes buenas venas. Ven a por los resultados dentro de dos horas.

      Al salir del hospital, intenté encontrar un bar sin olor a enfermo. Localicé uno de estilo irlandés allí cerca. Estaba acostumbrada a componer textos, las palabras me brotaban casi sin esfuerzo, más desde las manos que desde la cabeza, automáticamente. Encendí un cigarro. Los restos del sol de verano me calentaron la espalda por encima de la chupa de cuero, una sensación de bienestar que se expandía se apoderó de mí; la impresión de tener el viento a favor. Respiré hondo queriendo ahuyentar el remordimiento que me producía aquel momento de placer. Había terminado la espera del inminente arresto, se acabó aquella angustia encubierta; por lo que parecía, pronto soltarían a Karra: no tenían nada en su contra. Dos o tres días y todo habría pasado. «Estoy con la hoja de reclamación», le mandé a Irantzu.

      Un chico que venía calle abajo me sonrió tímidamente, al parecer, cautivado por la imagen de la chica que escribe en su cuaderno. Un romántico, pensé, y le devolví la sonrisa. Estaba contenta. Al fin y al cabo, era el martes por la mañana posterior a una noche de sexo.

      Me acerqué al hospital a la hora acordada. No había nadie más en la sala de espera. Un hombre barbudo que al parecer era el médico me indicó con un gesto que entrara. Empezó a rebuscar entre los papeles dándome la espalda. Puso los resultados de las analíticas sobre la mesa.

      —Nagore Vargas.

      —Sí.

      —¿Edad?

      —Veintiocho.

      Me miró como si estuviera buscando algo en mí.

      —¿Qué?

      —Has dado positivo.

      Me quedé a la espera.

      —¿No te han explicado nada?

      No sabía de qué me estaba hablando.

      —Te hemos hecho la prueba del VIH.

      —¿Qué?

      —Te hemos hecho la prueba del VIH y has dado positivo.

      —Me estás vacilando.

      —Nunca bromeo con estos temas.

      Es la última frase que recuerdo de manera ordenada. En vez de deshacerme, me ocurrió lo contrario, me concentré, me recogí en un punto concreto de mí misma y una especie de transformación se apoderó de mi entendimiento: comencé a registrar todos los detalles con sumo cuidado. Su barba había comenzado a blanquear a los lados, en la parte de la mandíbula, y entre los pelos negros y blancos se le intercalaban algunos rojizos. Llevaba unas pequeñas gafas doradas sobre su arqueada nariz. Tenía ojos de ciervo, cejas de gaviota. Arrugas todavía discretas en el borde de los ojos. Bajo la barbilla, una papada en disonancia con la cara alargada. La respiración levantaba levemente su bata almidonada. Estaba delante de un médico, no de un juez. Reconocí el olor de su colonia: Bleu, Chanel.

      —Hoy en día… las cosas han cambiado mucho; no te preocupes, estarás bien.

      Perdí la concentración. Perdí la cara y el olor del médico. Los colores y las formas que me rodeaban ya no formaban una realidad. Sida, escuché. Mi tía. Adiós, lucerito mío. Paredes empapeladas, una sucesión de flores ocres, el sintasol. Olor a sopa. Amama* Rosa. La lluvia de la infancia rompiéndose sobre el asfalto. El río amplio, espeso, sucio. El tren de cercanías. Aita*. Ama. Ángel. Los colores y las líneas formaron de nuevo la cara del médico.

      —¿Pero soy seropositiva o tengo sida?

      —Has venido enferma.

      —Yo estoy bien.

      —Tienes sida. La infección de cándidas fue consecuencia de eso.

      Había dibujos de niños enganchados en la pared.

      —¡No puede ser!

      Esperó a que me tranquilizara un poco. Me hundí en la silla.

      —No te vas a morir.

      —Todos morimos.

      —Hemos conseguido que se convierta en una enfermedad crónica. Eso sí: con todas las complicaciones que acarrea una enfermedad crónica de transmisión sexual. Os cuesta encajar que sois contagiosos.

      Recogí el bolso y me levanté para irme.

      —Permíteme un consejo: llévalo con discreción.

      Me tendió la mano.

      —Vuelve mañana a las once. Te haré otras pruebas.

      Mi tía Karmen Vargas murió de sida en mayo de 1987. Tenía veinte años. Siete años antes, una mañana de 1980, Rosa Moreno, mi amama, encontró una jeringa en el paragüero. Estaba haciendo limpieza cuando vio aquel objeto entre las varillas del paraguas a cuadros. Lo tomó entre las manos y lo miró, sin poder entender cómo había llegado una jeringa al paragüero. La dejó encima de la mesa de la cocina, al lado del frutero, hasta que mi padre, Rafa Vargas, llegó del trabajo. Fue la primera vez que escuchó de boca de su hijo aquella palabra: heroína.

      Karmen había empezado a pincharse detrás de la portería rojiblanca, en el campo de fútbol de cemento de la escuela, en un recreo tonto, cuando la amama todavía le cosía muñecas de trapo, con once años.

      La niña que jugaba a las muñecas pasó a comunicarse a gritos y portazos. Les hablaba a sus padres como si tuviera la rabia, la amama temía que algún día le fuera a morder.

      Aitita* y amama no sospechaban lo que se les venía encima. No tenían ni idea de qué eran los yonquis. Cuando mi padre le explicó la función de la jeringa, amama se sulfuró: «Ya voy yo a traerla por buen camino». Pero para su ignorante pesar, Karmen, con el hombro apoyado en el hombro de algún amigo, tumbada en algún callejón, viajaba a través de mundos perdidos.

      En el año 1980 Karmen llevaba dos años enganchada a la droga. Fue mi padre quien presagió los primeros malos augurios: veía a su hermana por la calle con chavales mayores con los que no tenía casi nada en común, excepto el ansia por el próximo chute. Sin embargo, decidió ocultárselo a sus padres. El caballo todavía cabalgaba sin toque derrotista, antes de correr por las venas de los perdedores, los marginados, los que iban a morir. Por aquel entonces, se le llamaba la dama blanca y tenía voz de Lou Reed, Janis Joplin y Jimmy Hendrix, evocaba nuevas formas de quererse y relacionarse sexualmente, aires de paz, reivindicaciones contra el sistema y la burguesía. Parques de los Estados Unidos de América, largas cabelleras, flores, música; el movimiento contracultural de Londres.

      La amama tuvo la inquietante sensación de haberse olvidado durante una temporada de mirar a Karmen y de encontrársela, al observarla de nuevo, convertida en otra, en una fiera imposible de amansar. La mirada de su pequeña se oscureció y se alejó de todo lo perceptible.

      Robó primero en casa: un reloj, unos pendientes, una jarra… No poseían muchas cosas de valor, les faltaba más que les sobraba. Karmen los vendía para comprar caballo. Engañaba fácilmente a su