Uxue Alberdi

Jenisjoplin


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el de La Salve, el de la Merced, el de la Ribera. Puentes cómplices. Puentes siempre emparejados. Nuestra redacción era de naturaleza bastante endogámica.

      —Por tu culpa, claro está —afirmaba Karra.

      Él era el hermano mayor, el primer liberado de la radio, el más veterano de todos, el que había dejado de lado los trabajos asalariados desde que el año anterior fuera padre. En el estudio aparecía solo de vez en cuando. Lo conocía desde que me mudé a Bilbo.

      Luka, cámara fotográfica en mano, se alejó hacia el mirador. Pronto esa foto sería un recuerdo lejano en alguna habitación sofocante de La Habana.

      Irantzu y Karra empezaron a correr; parecían perros nerviosos a los que se les acaba de abrir la puerta del coche, desbocados en todas direcciones y sin lógica alguna. Me lie un cigarro mientras los observaba. Vi a Irantzu de pie sobre los hombros de Karra, intentando encaramarse a un viejo roble; agarrada a una rama con las dos manos, consiguió subirse solo con la fuerza de los brazos. Karra abrazó la cintura del roble, dio un pequeño salto y fijó las plantas de los pies a ambos lados del tronco, cerca del suelo; luego, con un rápido movimiento, abrazó el árbol desde más arriba, dio otro salto y, con piernas de rana, le ganó veinte centímetros más al suelo.

      —¡Arrivederci! —nos gritó Irantzu desde las ramas—. ¡Nos quedamos a vivir aquí arriba!

      Como si fuera una réplica de la realidad, Karra cayó a la hierba de golpe.

      —¿Estás tranquila? —me preguntó.

      —Mucho más que vosotros, so monos —bromeé.

      —No van a ser detenciones violentas, Nagore.

      —¿Acaso existen de algún otro tipo?

      No había ni una sola razón objetiva para mantener la calma; un porcentaje muy elevado de los detenidos denunciaban torturas en los últimos tiempos. En la propia radio recopilamos testimonios estremecedores de boca de jóvenes destrozados. Palizas. Violaciones. Vejaciones. Asombrosamente, yo no tenía miedo. Me sentía segura entre mis compañeros y creía, de manera tan irracional como la niña que va de la mano de su padre, que nada malo podría sucederme mientras estuviera con ellos.

      Irantzu abrió la botella de vino y partió la tortilla.

      —Come —me ordenó—, ¡que vas a desaparecer!

      Había pasado mes y medio con fiebre y casi sin tragar bocado por culpa de una infección en el esófago que los médicos no habían podido diagnosticar durante largo tiempo. Si ya estaba delgada de antes, tras la enfermedad en mis pantalones había espacio para dos como yo. Para cuando empecé a recuperarme, comenzar a trabajar en la perfumería y encadenar turnos de noche en las txosnas* de Aste Nagusia no me había ayudado a acumular mucha chicha en la cintura, y probablemente tampoco lo habían hecho las filtraciones ni la alargada sombra de la redada.

      —Que vengan hoy mismo —dije del todo convencida—. A ver si pasamos este trámite y volvemos a la normalidad.

      Le di una calada al cigarro. Tras un silencio se pusieron los tres a reír.

      Luka propuso sacar la foto de grupo en el mirador, con el trípode. El sol iluminaba las partículas de polvo, que bailaban al viento. Me transportaban a la infancia, cuando intentaba atrapar aquellos destellos en la calle desolada junto a la vía del tren y se me escapaban en cuanto yo cerraba la mano.

      Cuando llegué a la perfumería encontré a mi madre empaquetando las antiarrugas. Parecía una tabernera que acabara de empezar a vender cosméticos. Tras el mostrador, se movía con reflejos de camarera: demasiado rápida, demasiado brusca, sin sofisticación. Ponía la música demasiado alta. En ese paulatino desvestir, bajo la camarera disfrazada de esteticista, habitaba una torpe campesina llena de complejos en su último intento de disimular el olor a estiércol.

      —Las vamos a devolver.

      Las ventas no eran del todo malas, pero no nos alcanzaba para pagar las deudas. No levantábamos cabeza, yo lo achacaba a la negatividad de mi madre, pero no le decía nada. Estaba acostumbrada a vivir con la soga al cuello: éramos el tipo de gente con el bolsillo medio lleno y la cuenta corriente vacía, programada para pasar el día derrochando y el año resollando; gente desastre, gente de fiar.

      La despaché a descansar. A las cinco, había de venir una clienta a hacerse el tratamiento exfoliante y mi intención era cerrar la tienda a las siete. Ama* encendió el cigarro antes de abrir la puerta.

      —Han llamado del hospital —me dijo mientras con la mano empujaba el humo hacia la calle—. Que pases a las once para hacerte las pruebas.

      —¿Mañana?

      —¿Te viene mal?

      Me venía genial, tanto como a Luka su viaje a Madrid.

      La mujer del tratamiento facial tenía una cara porosa. Era nueva. La hice tumbar en la camilla y preparé la mascarilla de barro verde, aloe vera y aceite de argán. «¿El tiempo?», le envié un mensaje a Karra, dejando secar el barro en la cara de piel de naranja de aquella mujer. «Mar en calma».

      Tras veinte minutos, le retiré la mascarilla y le vendí dos botes de crema antiarrugas de los que mi madre había preparado para devolver al proveedor.

      Me llegó un mensaje de un teléfono desconocido: «Txakurrak».

      —Convendría hacerte otra sesión más la semana que viene —le dije—. Después podrás seguir en casa.

      Apunté la cita. Cuanto más llenas estuvieran las páginas de la agenda durante los próximos días, más improbables parecerían las detenciones. En el caso de que me llevaran, sería mejor mantener a mi madre ocupada hasta que yo volviera. La llamé por teléfono para insinuarle que aquella noche durmiese fuera de casa.

      —Tengo planes, ama.

      No me apetecía que mi madre estuviera en casa cuando la policía echara la puerta abajo.

      —Voy a colgar, tengo gente.

      Ya eran las siete y media cuando cerré la tienda. Quise dejar la contabilidad actualizada, por si acaso. Compraría algo para cenar y subiría a casa.

      El supermercado estaba hasta arriba de clientes de último momento. Cogí huevos, jamón, pan, dos botellas de vino y, tras dudar por el precio, un queso de Irati. Mientras hacía cola para pasar por caja, me pareció que al otro lado de las puertas automáticas de la tienda había alguien vigilándome. Avisté a dos hombres que me observaban. Dejé el carro y les devolví la mirada. «¿Qué?», les pregunté con un solo gesto, alzando la cabeza y las cejas. Para cuando pagué la compra y salí a la calle, habían desaparecido. El juego, por lo tanto, había empezado. Me encontraba a unos escasos doscientos metros cuesta arriba de casa, pero tuve que dejar la bolsa de la compra en el suelo tres veces. Aún no me había recuperado del todo, enseguida me venía la flojera. Fue en una de esas veces en que paré a descansar cuando lo vi al otro lado de la calle: un armario de metro noventa, joven, un secreta, apoyado en un portal. Hizo amago de ofrecerme ayuda para llevar la compra. Ardí en cólera al pensar que había advertido mi momento de debilidad. Agarré el asa, me levanté y me paré enfrente, consciente de que la bolsa de los recados añadía a la escena una domesticidad ridícula. Lo miré fijamente. No mudó el gesto ni lo más mínimo. Sostuve con calma aquella soberbia mirada de desprecio y me fui.

      Encontré a Luka de pie en el pasillo.

      —Los tenemos encima.

      —Lo sé.

      Me siguió hasta la cocina. Descorché la botella de vino y lo serví en dos copas. Le pedí que me ayudara a cortar el queso, acerqué la copa para brindar:

      —Haremos un trato.

      —Dime.

      —Apagaremos los teléfonos y vaciaremos estas dos botellas con tranquilidad.

      —Con una será suficiente, guarda la otra para alguna ocasión especial.

      Saqué