Jazmín Sáenz

Madame de Pompadour


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el silencio. La fama de aquel rey se extiende a través de la vasta geografía de su imperio, donde se dice que el sol nace y se pone, y donde se lo conoce como el “Rey Sol”.

      Unas cuantas figuras susurrantes rodean el lecho mortal en la penumbra de la habitación. La escena no reviste mayor dramatismo que el que la situación supone; el rey era un hombre anciano, hacía tiempo que se encontraba enfermo y ya había puesto en regla asuntos de primer orden público, como la sucesión, u otros más espinosos, como el destino de sus cuantiosos bienes.

      Pero vayamos hacia otra ala del edificio, donde se despliega una escena, a nuestros ojos, algo curiosa: el duque de Orleans, acompañado por una nutrida Corte de nobles, se inclina en solemne reverencia ante un lloroso infante de cinco años, seguido de cerca por su gobernanta. El Duque le susurra algo al niño, su sobrino nieto, quien no deja un instante de llorar. Lo que ha dicho es “Su Majestad”, dando inicio formal a un nuevo reinado Borbón en Francia.

      La mente infantil reconoce en aquel saludo la muerte del bisabuelo, y llora. No porque le tuviera un afecto particular; apenas si lo conocía. En su corta memoria, esa muerte se suma a las de su madre, su padre, su hermano mayor y su abuelo, ocurridas todas en los últimos tres años, lapso -casi el de la vida entera del niño- en el cual la Corona rebotó, virtualmente, sobre sus cabezas, a medida que todos ellos, como en una conjura extraña, iban muriendo de a uno.

      Demasiadas pérdidas y demasiado importantes para la capacidad de comprensión de un niño... y para una casa real que pretendía perpetuarse en el poder. Ni en sus peores pesadillas la Corte imaginó que el cetro llegaría hasta aquel pequeñín llorón, aunque la escena no dejaba de ser moneda corriente en Francia: por tercera vez, un rey moría dejando a un infante por heredero.

      La Casa de Borbón

      La dinastía de los Borbones en Francia se inició con Enrique IV (1553-1610). Como en muchos otros casos, la Corona francesa recayó en este navarro por casualidad, inesperadamente. Una combinación de guerras y muertes sucesivas lo arrojó al trono en 1589. Odiado por su profesión de fe calvinista, Georges Bordonove reseña que Enrique debió conquistar su reino provincia tras provincia y ciudad tras ciudad, abjurar de su religión y bautizarse católico -pues, como sostuvo entonces, París bien valía una misa-, ganarle una batalla a España, poner fin a las guerras religiosas, garantizar una gallina en la cacerola de cada súbdito, tolerar un matrimonio indeseado y engendrar un delfín. Mal no le fue a ese primer Borbón en el trono; su popularidad le valió el título de Bon Roi (“Buen Rey”), aunque también dio curso a las envidias y traiciones y, finalmente, murió asesinado por un católico.

      La muerte prematura de su padre dejó a un atribulado niño de nueve años y a su torpe madre a cargo del destino de Francia. Ese fue el primer Luis de una sucesión: Luis XIII (1601-1643). Su madre, María de Médici, mecenas de las artes e hija de la prominente burguesía florentina, condujo el Reino al desastre. Su ya adolescente hijo veía con mayor claridad la usurpación del poder por parte de sus asesores y sufría anticipadamente por el estado calamitoso en que heredaría el Reino. Fue necesario entonces que derrocara a su propia, madre para acceder al trono.

      Luego, el primer Luis sufriría una serie de escollos inesperados. María no lo dejaría en paz hasta su muerte, conspirando de manera continua contra él. Su propio hermano lo traicionaría y, finalmente, su esposa participaría en un complot para asesinarlo. Los hijos no llegaron a ese particular matrimonio hasta pasados los veinte años de casados y los vaivenes de su relación con el omnipresente y todopoderoso ministro Richelieu marcarían su reinado. Cuidadoso de que su hijo no corriera igual destino que él y conocedor, además, del temperamento de su esposa, antes de su muerte ya puso a cargo un consejo regente. De poco sirvió: la Reina lo disolvió no bien expiró su esposo.

      El nuevo rey, Luis XIV (1638-1715), no requiere demasiada presentación. Monarca de Francia entre 1643 y 1715, el primogénito de Luis XIII y Ana de Austria fue un hombre de escasa instrucción, que asumió el trono a los cinco años, comenzó a reinar bajo la tutela de su madre y el gobierno del hábil cardenal Mazarino. El “Rey Sol” se caracterizó por su afición a la adulación cortesana y a las voluptuosas amantes. Redujo el poder de la nobleza y del Parlamento, centralizó la Administración pública e incluso avanzó sobre el clero, dotando a la Iglesia francesa de una autonomía que le valió el enfrentamiento con el Papado. No obstante, defendió el dogma cristiano y persiguió todo tipo de heterodoxia religiosa. Para hacer frente a los ingentes gastos de funcionamiento del Estado, de la Corte y los originados por un creciente armamentismo, estableció un duro control de toda le economía y fue implacable con la exigencia de abultados impuestos. El absolutismo fue la regla de oro en la Francia de su tiempo, y se embarcó en guerras que, si bien consolidaron su posición en Europa, trajeron grandes trastornos económicos. Hacia el final de su reinado, las hambrunas y la evidente decadencia del régimen le hicieron perder todo el terreno ganado. No obstante, nunca renunció a su voluntad como único principio rector de toda política interna y externa del Reino.

      Luis XIV mandó construir el Palacio de Versailles para alejarse de París y huir de sus problemas. El palacio, una construcción de dimensiones faraónicas y a la vez inigualable en delicadeza y estilo, resultaba, además, sumamente funcional a su concepción del poder. Por primera vez, la Corte en pleno y la totalidad de los ministros se alojaban bajo el mismo ornamentado techo, a disposición permanente del rey y bajo su absoluto control. Más tarde, debió levantar el Gran Trianón para huir de su propia Corte.

      El rey y el regente

      Volvamos a aquel pequeño, duque de Bretaña, huérfano de orfandad absoluta y ahora Luis XV. El niño contaba con un único pariente vivo, su tío abuelo, duque de Orleans, y con su fiel gobernanta, a la que llamó mamá luego de la muerte de toda su familia. El apelativo no era vano: a esa noble mujer, el niño le debía la vida.

      Ante las muertes por sarampión de sus padres, el delfín y su mujer, facilitadas más que retrasadas por las rudimentarias prácticas curativas de entonces -consistentes en violentas sangrías y purgas-, los ojos médicos se posaron sobre el hijo mayor y heredero, que no cumplía aún los diez años, al que sangraron preventivamente hasta la muerte. Con instinto infalible, madame de Ventadour, a cargo de la crianza de los hijos de la familia real, ocultó al más pequeño, también enfermo -precisamente al duque de Bretaña-, en una habitación secreta hasta el fin de su dolencia; impidió la entrada a todo el mundo, veló por el niño y lo alimentó juiciosamente hasta verlo totalmente sano.

      Muerto el rey, toda una maquinaria se activó en torno al pequeño con el solo afán de mantenerlo con vida. Aún vestido con su trajecito púrpura en honor a su bisabuelo, Luis fue trasladado, por consejo médico, al Palacio de Vincennes, y luego a pasar el invierno al Palacio de las Tullerías, en París. Finalmente, el duque, sus funcionarios y Luis se quedarían allí, en la ciudad, por tiempo indeterminado. El mapa climático y más aún la astucia política del duque, deseoso de huir de Versailles y de la omnipresente sombra de su creador, devolvían a París su condición de centro del poder político, perdida luego de la construcción de aquel magno palacio.

      No eran momentos fáciles los que vivía Francia. La reciente y extensa guerra, llamada de Sucesión Española, había quebrado las finanzas del Reino, hundiéndolo en la deuda pública y en la falta de circulante, y sumiendo a su población en los flagelos de la hambruna y la pobreza.

      El duque de Orleans había sido designado por el difunto como regente temporario, hasta la mayoría de edad del nuevo monarca. Es común la creencia de que el hombre abrigaba algo más que respeto y compasión por el huérfano: la tasa de mortalidad infantil era terriblemente alta por entonces y el niño no derrochaba salud. Con suerte y con alguna peste estacional, su sobrino nieto seguiría al bisabuelo a la tumba, y el duque habría de vérselas con su verdadero rival al trono de Francia: Felipe V, rey de España y de las Indias, y uno de los tantos nietos de Luis XIV, el rey muerto.

      Pero, en cambio, Oliver Bernier, en su obra Luis XV, describe al duque como un hombre apacible, justo e instruido, que desarrolló un profundo apego por el niño. “Pocos príncipes han tenido peor reputación; ninguno la mereció menos”, dice. Admite sí su vida disipada y sus muchas mujeres, pero señala que ya nada podía escandalizar a la Corte francesa de