Jazmín Sáenz

Madame de Pompadour


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que, salvo por las cuestiones de su salud y supervivencia, poco tenía que ver el pequeño Luis en todo ese asunto de política. Su presencia era más bien icónica: era nada menos que la encarnación del poder divino sobre la Tierra. Era además hermosísimo, de facciones suaves y algo lánguidas, y su cutis terso lo volvía semejante a un adorno de porcelana fina. Sabía que por su investidura debía permanecer estoico en su almohadón, y que eso era todo lo que por ahora se esperaba de él: estar fijo como un dios atávico y caprichoso, o como el modelo vivo de un retrato de Velázquez. Y el niño se habituaba, con el paso de los días, al remolino de voces y el frufrú de sedas; al trato respetuoso y ridículo de los adultos; a la veneración, incomprensible para él, de seres extraños que se iluminaban como una vela sólo con verlo.

      El niño crecía y nada le era negado. Luis era un títere jugando a ser dios. El mundo estaba siempre listo para satisfacer sus caprichos, pero se cobraba su precio. Quería algo a cambio. Detrás de cada reverencia había un pedido de gracia, una bendición para alguna intriga o empresa personal. Pero su niñez, sus impulsos auténticos eran cortados de cuajo; le estaba vedado incluso el contacto con otros niños. Su único hermano había muerto y no conocía más que sirvientes adulones de los que pronto aprendió a desconfiar.

      De tanto en tanto, alguien de su misma edad, debidamente adoctrinado, era puesto en su presencia para procurarle diversión. Y Luis se comportaba con él de la única forma posible: descontando su sumisión absoluta lo trataba con cortés frialdad, atento al protocolo, y al finalizar la visita le obsequiaba algo de valor. Si estaba en un mal día y su comportamiento era cruel o descortés, jamás era castigado. Aprendió a relacionarse de manera instrumental con el mundo, sin afecto, y de a poco se volvió una criatura triste y malhumorada.

      Sólo ante su fiel gobernanta, madame de Ventadour, Luis se permitía algún ademán infantil, algún fastidio o llanto, y ella le respondía como a un hijo propio, regañándolo con ternura. Pero esta figura maternal, a la que él se aferraba como a algo vital para su subsistencia, como al aire o al agua, también le fue arrebatada. No por la muerte, sino por unos dioses casi tan poderosos e iguales de arbitrarios llamados Protocolo y Tradición.

      A la edad de siete años, los príncipes varones eran puestos, sin excepción, bajo el cuidado exclusivo de hombres. El día de su séptimo cumpleaños fue el más triste en la vida de Luis. Aquel día y el siguiente lloró, solo en su cama, sin comer ni beber, hundido en la angustia y la desesperación. Esa mujer era su único y vital vínculo afectivo. En medio de la artificialidad de su mundo, rodeado de presencias que a él le parecían de cartón, madame de Ventadour era un ser real. Ella era lo único que verdaderamente poseía. Al perderla, el niño del poder supremo supo que no le quedaba nada.

      Buenas y malas influencias

      Su nuevo tutor, el mariscal de Villeroy, no vio en el niño más que un peldaño inmejorable dentro de la resbaladiza pirámide cortesana. Era un hombre astuto y experimentado, y sacó de Luis todo el provecho que pudo, adulándolo al extremo y desdeñando en absoluto su educación, de la que él mismo carecía, junto con todo sentido artístico o cultural. A lo sumo, hacía lo necesario para tornarlo un rey vanidoso e ignorante, ese tipo de rey que una figura obsecuente como él mejor podía controlar.

      Entre ambos se generó un vínculo liviano y frívolo, como el que puede tener un hombre con su mascota exótica y delicada. Luis había adquirido un aire retraído y suspicaz. Hasta cuando sonreía, con su alineación perfecta de dientes y un hoyuelo en cada lado, dejaba entrever esa suerte de tristeza dickensiana, la clase de sabiduría para preservarse del mal que adquieren los niños en escenarios extremos, los miserables explotados por adultos, los sumergidos en la pobreza extrema; o los niños haciendo de reyes.

      En cambio, el hombre asignado como su maestro, el obispo André Hercule de Fleury (1653-1743), se propuso ocupar con afecto el espacio vacante en aquel árido corazón. Por las tardes, a la sombra de algún frondoso árbol de las Tullerías, amén de mapas, números y palabras en latín, el profesor afable y el niño de mente despierta hilvanaban una corriente de aprecio y buenas enseñanzas. El obispo le daba una suerte de equipaje intelectual, moral y espiritual provisto de todo aquello que un futuro rey requeriría para su bienestar y tranquilidad terrena y, sobre todo, para su salvación eterna. Fleury inculcó en el niño un orden de prioridades para la vida, con una fuerza y una durabilidad que se harían patentes mucho tiempo después: el temor a Dios en los cielos, la piedad cristiana para los hombres en la tierra, y la prudencia y vigilancia con respecto a los traicioneros cortesanos.

      Coronación

      En junio de 1722, a los doce años de Luis y faltando sólo unos meses para su mayoría de edad, el regente decidió volver con la Corte a Versailles, con la excusa oficial de que el futuro rey podría allí cabalgar, cazar mejor y respirar un aire más puro, pero con la auténtica motivación de separar a sus enemigos dentro de la Corte de sus apoyos parisinos.

      En octubre de ese mismo año, Luis fue finalmente coronado y culminó el periodo de regencia. Claro que, en los hechos, nada cambió demasiado: el duque de Orleans continuó gobernando y Luis se mantuvo a una distancia prudencial, puliendo sus virtudes bajo la atenta tutela de Fleury. Además de sus lecciones, el rey amaba la caza y a ella dedicaba gran parte de su tiempo. Ya habría tiempo para asumir el control del Estado una vez que estuviese listo para ello. Pero Luis ya se interesaba por los asuntos del Reino y gustaba de controlarlo todo, preocupándose en averiguar aquello que desconocía y poniendo en sus tareas la mayor responsabilidad. Era tímido, le desagradaba la danza y aún no se interesaba por las mujeres, pero sí disfrutaba de los banquetes y de los fuegos artificiales en compañía de un círculo reducido de amistades. Poco a poco, además, se insinuaba en él un selectivo gusto por las manifestaciones artísticas.

      Un año más tarde, el duque de Orleans murió de un ataque masivo. Un consejo regente otorgó el mando del gobierno al duque de Borbón o “Monsieur Le Duc”, el “Señor Duque”, como se lo conocía, un joven de veintiún años controlado en partes iguales, según filosas lenguas del palacio, por su madre y su amante, la marquesa de Prie.

      Pronto se hizo patente que el auténtico poder en las sombras, en virtud de su influencia sobre el joven rey, era el obispo Fleury. El duque carecía del aplomo de su predecesor para gobernar a la vez las camarillas y los urgentes asuntos del Estado. Se desbordaba con facilidad, mientras que el maestro tenía mayor edad, experiencia y sabiduría que el primer ministro. Fleury conocía a fondo al muchachito tímido y a la vez poderoso, y como finalmente terminaba por imponerse, acrecentaba su poder dentro de la Corte. En 1726, el Rey terminaría por apartar al duque de su cargo, y Fleury crecería aún más. Pero un año antes de partir, el Señor Duque y su amante intentaron todo lo que estuvo a su alcance para reforzar su poder y desactivar al obispo. Uno de aquellos intentos culminó en un hecho de cabal importancia histórica.

      La princesa polaca

      El duque y la marquesa de Prie, obstinados en neutralizar el poder de Fleury, idearon un plan brillante: encontrar una esposa para Luis. El razonamiento era simple: cualquier mujer que se viera convertida de la noche a la mañana en reina les debería eterna gratitud y fidelidad. Y a través de ella podrían instalar un canal directo de llegada al rey. La encargada de la búsqueda fue la marquesa, y la solución vino a su mente por el lado menos pensado. Desde hacía un tiempo ella buscaba una esposa para el propio Señor Duque, y en virtud de que no deseaba real competencia frente a su amante, orientaba la búsqueda a mujeres sumisas, poco atractivas y sumamente necesitadas de ascenso social. Poco tiempo atrás había dado con una, en apariencia, perfecta: una princesa polaca de veintiún años, hija de un rey destronado y, según sus averiguaciones, poco elegante, algo lenta de entendimiento y decididamente fea. El derrocamiento del regente de Polonia, Estanislao Leczinski, había hundido a su familia en la infamante pobreza de los aristócratas caídos en desgracia.

      Los Leczinski vivían en territorio francés, bajo protección de la Corona, y subsistían con una modesta pensión. Habían tenido una hija, la mayor, bastante bonita, pero a los dieciocho años aquélla había contraído una afección pulmonar y en pocos días murió, y con ella la esperanza de sus padres de concretar el matrimonio ventajoso que habría de terminar con todas sus penurias. Luego estaba María, la menor, beata y serena,