Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes: La colección completa


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dividido por partes iguales entre nosotros cuatro.

      —No somos más de tres —dije.

      —No; Dost Akbar debe tener su parte. Mientras lo esperamos, podemos contarle a usted la historia. Mahomet Singh, quédate en la puerta de la muralla y danos aviso cuando llegue. Mire, sahib: lo que ocurre en esto, y se lo digo porque me consta que un juramento resulta obligatorio para un feringhee (europeo) y que podemos confiar en usted. Si se tratase de un indio embustero, aunque nos lo jurase por todos los falsos dioses de sus templos, su sangre habría corrido por mi cuchillo y su cadáver habría sido arrojado a las aguas. Pero los sikhs conocen a los ingleses, y los ingleses conocen a los sikhs. Escuche, pues, lo que tengo que decirle:

      Hay en las provincias del norte un rajá riquísimo, aunque sus dominios sean pequeños. Heredó mucho de su padre, y aún es más lo que él ha reunido por sí mismo, porque es hombre ruin y amontona su oro en lugar de gastarlo. Cuando estalló la revuelta, él quiso ser amigo al mismo tiempo del león y del tigre: del cipayo y del gobierno de la Compañía de la India. Sin embargo, pronto creyó que los días de los hombres blancos habían llegado a su término, porque de todas las partes del país no recibía otras noticias que las de la muerte y la expulsión de esos hombres. Pero, como es precavido, planeó las cosas de manera que, fuera cual fuese el final, le quedase al menos la mitad de su tesoro. La parte en oro y plata de éste la guardó consigo en las cámaras de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más selectas que poseía las colocó en un cofre de hierro y lo envió a cargo de un servidor leal que, disfrazado de mercader, quedó encargado de traerlo al fuerte de Agra, para que esté guardado aquí hasta que vuelva a reinar la paz en el país. De ese modo, si ganan los rebeldes, él tendrá siempre su dinero; pero si triunfa la Compañía, salvará sus piedras preciosas. Hecha esta división de su tesoro, se entregó a la causa de los cipayos, porque éstos eran fuertes junto a sus fronteras. Al hacer esto, fíjese bien en lo que le digo, sahib, sus bienes pasaron a ser el botín de quienes han permanecido leales a la causa de aquellos con los que compartieron su sal. Este supuesto mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y desea acceder al fuerte. Trae como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar ha prometido conducirlo esta noche hasta una puerta lateral del fuerte y ésta ha elegido para sus propósitos ésta. Llegará de un momento a otro, y nos encontrará a Mahomet Singh y a mí esperándole. El lugar es solitario y nadie se enterará de su venida. El mundo no volverá a tener noticias del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá será dividido entre nosotros. ¿Qué dice usted a eso, sahib?

      La vida de un hombre se considera algo grande y sagrado en Worcestershire; pero la cosa es muy distinta cuando no hay alrededor de uno más que incendios y muertes y acabamos acostumbrándonos a tropezar con la muerte en cada esquina. El que el mercader Achmet viviese o muriese pesaba para mí tan poco como el aire, pero al oír hablar del tesoro se me fue hacia éste el corazón: pensé en lo que podría hacer con él en mi patria y en los ojos de asombro que abrirían mis parientes cuando viesen regresar, con los bolsillos llenos de monedas de oro, al que ellos consideraban inútil para todo. Estaba, pues, ya resuelto. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que yo vacilaba, insistió con mayor apremio todavía, y me dijo:

      —Piense usted, sahib, que si el mayor del fuerte apresa a este hombre lo ahorcará o fusilará y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, de manera que con ello nadie ganará una rupia. Ahora bien: si somos nosotros quienes lo apresamos, ¿por qué no hemos de hacer también lo demás? Las piedras preciosas estarán en nuestras manos tan bien como en los cofres de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos los cuatro hombres en ricos y en grandes jefes. Nadie se enterará en absoluto del asunto, porque en este lugar nos hallamos apartados de todos. ¿Qué mejor oportunidad para nuestro designio? Repita, pues, sahib, si está con nosotros o si hemos de considerarle como enemigo.

      —Estoy con vosotros con el alma y la vida —le contesté.

      —Está bien —me respondió, devolviéndome mi fusil de chispa—. Ya ve que nosotros confiamos en usted, porque su palabra, como la nuestra, no puede ser quebrantada. Y ahora sólo nos queda esperar a que lleguen mi hermano y el mercader.

      —¿Sabe su hermano lo que ustedes se disponen a hacer? —le pregunté.

      —El plan es suyo. Él lo ha preparado. Acerquémonos a la puerta de la muralla para compartir la vigilancia con Mahomet Singh.

      Seguía cayendo la lluvia sin interrupción, porque nos encontrábamos en los comienzos de la estación de las lluvias. Nubes oscuras y pesadas cruzaban por el firmamento, y era difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante de nuestra puerta había un foso profundo, pero el agua se hallaba casi seca en algunos lugares y era fácil cruzarlo. Yo experimentaba una sensación extraña al verme allí con aquellos dos salvajes punyabíes, esperando al hombre que caminaba hacia su muerte.

      De pronto, percibí al otro lado del foso el brillo de una lámpara sombreada. Desapareció entre los montones de tierra y volvió a reaparecer, viniendo lentamente en dirección nuestra.

      —¡Hay están! —exclamé.

      —Usted, sahib, les dará el alto, como de costumbre —murmuró Abdullah—. Que no tenga motivos de recelo. Luego lo envía con nosotros, y mientras usted permanece aquí de guardia, nosotros haremos lo demás. Tenga la linterna preparada para proyectar su luz a fin de que nos aseguremos que se trata, en efecto, de nuestro hombre.

      La luz fue acercándose vacilante: unas veces se detenía y otras se adelantaba; vi, por fin, dos figuras negras al otro lado del foso. Dejé que se descolgaran por el talud inclinado, que chapoteasen en el barro y que trepasen hasta mitad del camino de la puerta, y entonces les di el alto.

      —¿Quién vive? —dije con voz apagada.

      —Amigos —me contestaron.

      Destapé mi linterna y proyecté sobre ellos un torrente de luz. El primero era un sikh enorme, con una barba negra que le llegaba casi hasta la cintura. Jamás he visto, fuera de las barracas de feria, hombre de tan elevada estatura. El otro era un hombrecillo grueso y barrigudo, con un gran turbante amarillo; llevaba en la mano un bulto cubierto con un chal parecía estar temblando de miedo; sus manos se retorcían como si estuviese atacado de tercianas, y volvía constantemente a derecha e izquierda la cabeza, con sus dos ojillos brillantes y parpadeaba, igual que ratoncito que se arriesga a salir de su agujero. A mi me dio un escalofrío pensando en que íbamos a matarle, pero pensé también en el tesoro y se me volvió el corazón como el pedernal. Cuando el mercader vio mi cara de hombre blanco dejó escapar un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.

      —Protegerme sahib. —jadeó—; conceded vuestra protección al desdichado mercader Achmet. He cruzado el Rajputana a fin de buscar el cobijo del fuerte de Agra. Me han robado, me han apaleado, me han insultado, porque he sido amigo de la Compañía. ¡Bendita noche esta en que nos vemos una vez más en salvo..., yo y mi pobreza!

      —¿Que trae en ese fardo? —le pregunté.

      —Un cofre de hierro —me contestó— que contiene dos o tres recuerdos de familia sin valor para los demás, pero que a mí me dolería mucho perder. Sin embargo, no soy un mendigo; yo le recompensaré a usted, joven sahib, y también al gobernador del fuerte si me otorgan el cobijo que solicito.

      Yo no podía seguir hablando más con aquel hombre sin traicionarme. Cuanto más contemplaba su rostro gordinflón y asustado, más duro me parecía el que tuviéramos que matarle a sangre fría. Lo mejor era acabar ya.

      —Conducidle al cuerpo de guardia principal —dije.

      Los dos sikhs se le colocaron a ambos lados y el gigante camino detrás, cruzando de ese modo la oscura puerta. Jamás un hombre marchó tan bien escoltado hacia la muerte. Yo me quedé, con la linterna, en el umbral de la puerta. Llegaban a mis oídos los pasos acompasados de aquellos hombres a medida que avanzaban por los solitarios corredores. De pronto, cesaron, y oí voces y ruido de golpes. Un instante después, y con horror mío, resonó, viniendo en mi dirección, el ruido de pasos a la carrera, acompañado del ruidoso jadear de un hombre que corría. Enfoqué