dedicarlo a nuestras cosas. Entre otras, aprendí del médico a administrar medicinas y adquirí conocimientos superficiales de su ciencia. Yo permanecí siempre al acecho de una oportunidad para huir; pero aquella isla se encuentra a centenares de millas de distancia de la tierra más próxima, y en aquellos mares soplan poco o nada los vientos; de modo, pues, que el huir es tarea terriblemente difícil.
El médico, doctor Somerton, era un hombre gastador y amigo del juego, y los demás oficiales jóvenes se reunían en sus habitaciones y se pasaban las noches jugando a las cartas. La enfermería, donde yo solía preparar las recetas, se hallaba contigua al cuarto de estar del doctor y había una ventanita de comunicación entre ambos. Muchas veces, al sentirme aislado, apagaba la lámpara de la enfermería, y desde allí escuchaba la conversación de los jugadores y seguía su juego. A mí también me gusta jugar a las cartas, y el ver a los demás jugando era casi tan agradable como jugar uno mismo. Concurrían allí el mayor Sholto, el capitán Morstan, y el teniente Bromley Brown, que estaba al mando de las tropas indígenas, y el médico mismo, con dos o tres oficiales de prisiones; estos eran perros viejos y astutos, que desarrollaban un juego fino, hábil y seguro. En conjunto, formaban una reunión muy apañada.
Había algo que me llamaba siempre la atención, y era el que los militares solían perder siempre, mientras que los funcionarios civiles ganaban. No digo yo que hiciesen trampa, pero el hecho es que ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las islas Andamán; conocía cada uno al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban sólo para pasar el rato y no se preocupaban mucho por el desarrollo del juego. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más pobres se veían, más anhelo tenían por jugar. El mayor Sholto era quien más perdía. Al principio pagaba con billetes y monedas de oro, pero pronto empezó a pagar con letras firmadas y por sumas importantes. Tenía pequeñas rachas favorables, lo suficiente para que cobrase ánimos, y de pronto la suerte le volvía la espalda peor que nunca. Durante el día, iba y venía de un lado para otro, tan sombrío como el trueno, y acabó por dedicarse a la bebida más de lo que resultaba conveniente. Una noche perdió aún más que otras veces. Yo estaba sentado en mi choza cuando él y el capitán Morstan pasaron camino de sus habitaciones. Eran amigos íntimos, y nunca se alejaban mucho el uno del otro. El mayor iba como loco por sus fuertes pérdidas. Cuando cruzaban por delante de mi choza, iba diciendo:
—Morstan, esto se acabó. Tendré que pedir la baja. Estoy arruinado.
—No me diga tonterías, viejo amigo —le contestó el otro dándole una palmada en la espalda—. También yo me las he visto negras, pero...
Eso fue todo lo que oí, más que suficiente para hacerme pensar. Un par de días más tarde, el mayor Sholto paseaba por la playa. Yo aproveché la oportunidad para hablarle.
—Mayor, desearía consultar una cosa con usted —le dije.
—¿De qué se trata, Small? —preguntó, retirando el cigarro puro de la boca.
—Señor, querría preguntarle quién es la persona más indicada para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay oculto medio millón de libras, y como yo no puedo aprovecharlo, pensé que quizá lo mejor que podría hacer es ponerlo en manos de las autoridades correspondientes, porque quizá de ese modo me rebajarían el tiempo de condena.
—¿Medio millón, Small? —dijo, casi sin aliento, mirándome fijamente para ver si yo hablaba en serio.
—Medio millón, señor. En piedras preciosas y perlas. Está escondido en un lugar donde no es útil para nadie. Y lo más extraño del caso es que su verdadero propietario ha sido puesto fuera de la ley y desposeído de toda propiedad, de modo que en realidad pertenece al primero que llegue.
—Pertenece al gobierno, Small; al gobierno —tartamudeó. Pero lo dijo como a trompicones, y yo comprendí, allá en mi corazón, que tenía al mayor en mis manos.
—¿De modo, señor, que yo debería poner el hecho en conocimiento del gobernador general? —le pregunté con mucha tranquilidad.
—Bueno, bueno; no haga usted nada con precipitación de que luego pueda arrepentirse. Dígame a mí lo que hay del caso, Small. Póngame al corriente de los hechos.
Le relaté la historia completa, introduciendo pequeñas variantes con objeto de que él no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, vi que se había quedado como de piedra y absorto en meditaciones. Por la contorsión de sus labios adiviné la fuerte lucha que se libraba en su interior.
—Este es un asunto de mucha importancia, Small —dijo por último—. No debe usted decir una palabra acerca del mismo a nadie, y muy pronto volveremos a hablar.
Dos noches después, él y su amigo el capitán Morstan vinieron a mi choza alumbrándose con una linterna a altas horas de la noche.
—Small, deseo que el capitán Morstan pueda oír de sus propios labios ese relato —me dijo.
Se lo repetí tal como a él se lo había contado.
—¿Verdad que suena a cosa verdadera? ¿Te parece que tiene base suficiente para actuar? —dijo el mayor.
El capitán Morstan asintió con la cabeza, y el mayor agregó—: Mire, Small: hemos tratado del asunto mi amigo aquí presente y yo, llegando a la conclusión de que esto no es ni mucho menos algo en que deba intervenir el gobierno, sino que atañe exclusivamente a usted, y del que puede disponer como bien le parezca. El problema que ahora se plantea es saber cuál sería el precio que usted pediría. Si nos pusiésemos de acuerdo en las condiciones, quizá nos sintiésemos inclinados a aceptarlo, o por lo menos a estudiarlo.
El mayor procuraba expresarse en forma fría y sin darle importancia, pero en sus ojos brillaban la excitación y la avaricia. Yo le contesté procurando también simular frialdad, pero sintiéndome tan excitado como lo estaba él mismo:
—En cuanto a eso, caballeros, sólo puede hacer un trato quien se encuentra en la situación en que yo me encuentro. Lo que exijo es que me ayuden a recobrar la libertad, y que ayuden también a mis tres compañeros. Conseguida ésta, los aceptaremos en nuestra sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.
—¡Hum! ¡Una quinta parte! ¡No es cosa muy tentadora! —dijo él.
—Son unas cincuenta mil libras para cada uno —dije yo.
—Pero ¿cómo vamos a lograr su libertad? Usted sabe muy bien que lo que pide es imposible.
—Nada de eso —le contesté—. Lo tengo todo bien pensado, hasta en el más mínimo detalle. El único obstáculo para nuestra fuga es que carecemos de barco apropiado para el viaje y de provisiones suficientes para su mucha duración. En Calcuta y en Madrás hay muchos yates y balandros pequeños que servirán perfectamente para el caso nuestro. Traiga usted uno. Nosotros nos comprometemos a subir a bordo durante la noche, y si nos desembarca en un punto cualquiera de las costas de la India, habrá cumplido con su parte de compromiso.
—Si se tratara de una persona sola... —dijo él.
—O todos o ninguno —le contesté—. Lo hemos jurado. Siempre actuamos los cuatro juntos.
—Ya ve usted, Morstan, que Small es hombre de palabra —dijo el mayor—. No traiciona a sus amigos. Creo que muy bien podemos fiarnos de él.
—Es un asunto sucio —dijo el otro—. Sin embargo, y como usted dice, ese dinero nos permitiría muy bien salvar nuestros cargos.
—Bien, Small —dijo el mayor—. Creo que no vamos a tener más remedio que intentarlo y aceptar sus condiciones. Pero habrá que comprobar antes la autenticidad de su relato. Dígame dónde está escondido el tesoro, y yo pediré permiso y regresaré a la India en el barco que trae mensualmente los suministros. Una vez allí haré las investigaciones necesarias.
—No tan de prisa —le contesté, enfriándome a medida que él se entusiasmaba—. Necesito el consentimiento de mis tres camaradas. Ya le he dicho