las herramientas como la teoría recomienda.
Tomemos, a modo de ilustración, un ejemplo antiguo. Todo sucedió a fines de los años ochenta e inicios de los noventa. Un gerente dirigió dos instituciones financieras que crecieron espectacularmente y quebraron con el mismo estruendo. En ambos casos el patrón fue idéntico: crecimiento brutal, gran notoriedad pública, artículos en los periódicos mencionando el milagro de cómo ambas instituciones habían crecido, rápida declinación y fulgurante muerte.
Lo que muchos no se percataron fue que en ambos casos las instituciones habían crecido pero no se habían desarrollado, es decir, se inauguraban agencias cada semana pero sin que la mayoría tuviera línea telefónica, ni computadoras, ni los demás recursos esenciales. ¿Qué explicaría entonces está tendencia maximalista cuando el más mínimo análisis racional hubiese indicado que era necesaria una actitud minimalista para no crecer caóticamente, sino esperar a tener los recursos para un desarrollo sólido?
En realidad, ese gerente hizo quebrar las dos instituciones financieras porque sus afanes de grandiosidad le exigían gerenciar una organización cada vez más grande. La necesidad de satisfacer su ego era, como es usual en todos los humanos, mayor que su racionalidad.
Lo mismo explicaría por qué las personas aceptan cargos para los que no están capacitados. ¿Por qué? Porque es rico el ascenso en sí: toda la familia, amigos y tal vez hasta la prensa hablarán más de uno. Además, por supuesto, está también el dinero que conlleva y, sobre todo, el prestigio y poder.
Idéntica situación se produce en la empresa familiar, donde he visto a personas de abolengo destruir el patrimonio heredado de muchas generaciones por priorizar las torpes urgencias de sus sobrevaluados egos antes que preferir la simple y racional rentabilidad de sus empresas.
Pero volviendo al tema y para terminar, preguntemos de qué nos puede servir todo esto de la gerencia minimalista y maximalista.
Creo que es hora de poner la racionalidad en su correcta perspectiva. El asunto no radica en estar en contra o a favor de ella, se trata de entender que es sólo una herramienta subalterna, que será aplicada al servicio de los objetivos mayormente inconscientes que el usuario de la herramienta quiera.
En conclusión, el ego es maximalista, aun cuando la racionalidad diga que, en muchos casos, debieras ser minimalista. Y debemos tener muy claro quién predominará siempre ante dicha contradicción.
CINCO CABEZAS TORPES
“¿Cinco cabezas torpes pensarán mejor que una cabeza sensata?” era lo que preguntaba hace poco un joven y vehemente ejecutivo, quien acababa de pasar por una tortuosa situación laboral.
Había sido despedido de una empresa familiar en la más profunda de las crisis, pero cuyos ejecutivos parecían tener –según él– un implícito acuerdo para autoengañarse y autodestruirse colectivamente.
Agregaba él que su error había sido no integrarse a la necedad colectiva de este “Círculo de Calidad”, como ellos mismos llamaban a esas reuniones donde concertaban la destrucción (inconsciente pero intencional) de su empresa.
Y es que, como tantas veces, en este caso cinco mentes torpes lo único que hacen cuando están juntas es darse mutuamente la razón y ratificar colectivamente su torpe y precaria visión del mundo. Y si tienes la mala suerte de caer en ese grupo y no eres capaz de callarte, serás el blanco de muchos ataques.
Una visión retrógrada pero bastante expandida es creer que la mayoría tiene la razón y que la búsqueda del consenso es una meta deseable: grave error.
La búsqueda del consenso y la sumisión a la voz de la mayoría en un equipo gerencial sólo lleva a la mediocridad galopante porque evita la confrontación de ideas. Si nos obsesionamos con el consenso y alinearnos con la mayoría, al final estaremos todos totalmente de acuerdo, yéndonos inefablemente hacia el despeñadero.
Pero si te sucede ser el sexto en discordia y eres el único que no está de acuerdo con el torpe consenso mayoritario y eres el único cuyo cerebro o vísceras le dicen que esa unanimidad es errónea, ¿qué debes hacer? ¿Nadar contra la corriente y arriesgar tu pellejo? ¿O alinearte con la torpeza y la mediocridad, aunque tu conciencia, tus tripas y tu cerebro te lo reprochen ácidamente?
La respuesta no es simple y, en uno u otro caso, lo más probable es que estarás perdido, me temo yo.
Repreguntándole a nuestro joven amigo sobre otros detalles del caso encontramos que de por medio había una batalla de accionistas-familiares, de modo que los eventos no estaban relacionados con maximizar las utilidades para la empresa o salvarla de la quiebra, sino maximizar las utilidades para algunos de los primos mientras trataban de hacerle el máximo daño posible a los demás.
En este contexto, nuestro joven y bienintencionado ejecutivo era, claro está, cadáver, puesto que él pretendía jugar limpiamente, presentando las mejores propuestas pensando en el largo plazo de la empresa en su conjunto, mientras que los directores y gerentes, todos parientes entre sí, desarrollaban un juego totalmente diferente: la venganza.
Mi sugerencia fue que aceptara que estaba perdido y que debía buscar un nuevo trabajo puesto que con toda su inteligencia él nunca iba a convencer a “cinco cabezas torpes” cuando, sobre todo, no se trataba realmente sólo de “cinco cabezas torpes” sino de dos bandos familiares odiándose al extremo, tratando de destruir al otro, aunque en el intento terminaran autodestruyéndose a sí mismos. Y ante eso no hay más opción que hacerse a un lado y enrumbar a una empresa más segura, decente y profesional.
¿QUIÉN CAMBIÓ: MIGUEL ÁNGEL O YO?*
Hace unos diez años, por pura casualidad, tuve que presentar a Miguel Ángel en una conferencia ante un pequeño y selecto auditorio. Allí estaban presentes unos ciento cincuenta de los más importantes empresarios y gerentes del país. Yo llegué molesto, pues no estaba programado que hiciera esa presentación y, además, no sabía de quién se trataba.
Todo el auditorio, yo incluido, casi ni parpadeamos durante la hora y media que Miguel Ángel nos habló casi sin respirar.
Terminé llorando y, cuando volteé la vista hacia los grandes señores en sus ternos finísimos, ellos también tenían los ojos llenos de lágrimas. A partir de esa fecha me hice un entusiasta seguidor y difusor de las palabras de Miguel Ángel y durante varios meses hablé de él en mis clases.
Como toda moda, al tiempo me olvide de él y dejé de escuchar su nombre. Hasta hace poco que, vía Internet, empecé a escuchar sus microprogramas en la radio. ¡Pero qué desilusión! La expectativa con que esperaba sus ideas fue decepcionada con frases gastadas y lugares comunes. No podía creerlo, ¿qué había pasado con las geniales palabras de Miguel Ángel? ¿Será que él ha perdido su lucidez y talento? ¿Será que ha empezado a repetirse por masificarse? ¿Será que al escribir miles de páginas ha terminado por reiterarse?
¿O tal vez él no sea en absoluto el problema? Tal vez es que me he hecho diez años más viejo y las mismas palabras que antes me encendían hoy me parecen triviales. ¿O la edad me habrá vuelto pesimista? ¿Cómo saberlo? Tal vez sus ideas siguen siendo inspiradoras y soy yo el que he perdido perspectiva y optimismo. Tal vez. O tal vez es que sus palabras siempre fueron lugares comunes pero mi inmadurez las hacía ver como grandes palabras inspiradoras.
La verdad no tengo una respuesta, aunque prefiero partir de la hipótesis más favorable para mi pobre ego. Asumiré, en principio, que la edad me ha hecho más sabio y que las palabras de Miguel Ángel son lugares comunes. Es decir, presumiré que yo estoy bien y que él está mal. De hecho esta posición, aunque peligrosa, es el punto de partida más tranquilizador.
Pero, a la vez, sé muy bien que puedo estarme engañando. Que tal vez él está bien y soy yo quien ha perdido con la edad. Tal vez sus palabras en aquella época sí marcaron una diferencia para mí y me enseñaron mucho, pero por alguna razón hoy soy incapaz de recordarlo.