lo que muchos de ustedes se estarán diciendo, porque mis alumnos y clientes siempre me lo repiten: “Pero si abandonamos la lógica del presupuesto como base del planeamiento, la gestión y el control nos quedaremos en el caos”.
Claro, tenemos tan metido en la cabeza el paradigma “predice y prepárate” que una visión diferente suena amenazante; pues no hay nada más inquietante que quedarnos sin falsas mediciones que nos den la ilusoria sensación de tenerlo todo bajo control.
No puedo agotar en extenso este tema aquí, pues ameritará muchos artículos más. Por el momento lo dejo a tu propia reflexión y sugiero que, mientras tanto, observes cómo usan los presupuestos los gerentes exitosos. Y claro, con “exitoso” no me refiero a aquellos gerentes que llegan o sobrepasan lo pre-supuesto. Me refiero a otra cosa, ya lo verás.
LASCIATE OGNI SPERANZA VOI CH’ENTRATE*
Recuerdo que escuché esta frase, por primera vez, en una canción/parodia de Les Luthiers y no entendí nada. Algún amigo, bastante más ilustrado, me explicó que era parte de La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Años después, otro amigo me regaló el libro y en las primeras veinte páginas he hallado más material sobre el alma humana y la vida organizacional de la que he encontrado en tomos enteros de teoría.
Se trata del Infierno de Dante y no he podido dejar de sentir un escalofrío al imaginarme cómo esas palabras describían tan bien el “infierno” cotidiano que padecen muchas personas, cada día, al ir a sus trabajos.
La frase se traduce como “¡Oh, ustedes, los que entran, abandonen toda esperanza!”. Parafraseando a Dante, diríamos que el verdadero infierno es dejar en la puerta del trabajo, cada día, nuestras esperanzas, por habernos convencido de que nunca se harán realidad. Cuántos jefes amargados, atrapados en sus propios problemas y frustraciones, se encargan de que el trabajo sea para sus subordinados exactamente ese tipo de infierno, el infierno de una oficina donde toda esperanza debe ser abandonada en la puerta de entrada.
Pero aquel que maldice las horas de trabajo, pero ve con alegría el fin de la jornada, está en un infierno menos terrible, pues sueña, al menos, con el hermoso momento de la salida y la llegada a casa, la universidad o a algún otro sitio agradable.
Pero hay personas que viven en un infierno peor, pues maldicen cada hora de trabajo pero sienten el mismo terror por las horas fuera del trabajo. No tienen esperanzas ni en la oficina, ni en la casa, ni en el estudio, ni en nada. Las esperanzas, todas, las dejaron colgadas en algún lugar del pasado, hace diez o veinte años y sus vidas completas son un infierno, no sólo el trabajo. Estas son las personas a las que le da igual irse a las 6 de la tarde o a las 10 de la noche. Total, si no hay vida ni esperanza en otro lado, ¿para qué apurarse?
Lo triste es que estas personas disfrazan su desesperanza como si fuera abnegación y entrega al trabajo y laboran muchas horas extras, incluidos sábados y domingos y obtienen los halagos de la gente ignorante. ¡Qué absurdo!
Otro habitante del infierno cotidiano de nuestras oficinas es, como dice Dante, “aquel que por cobardía hizo la gran renuncia”. Aquel que por fuerza mayor o flojera o cobardía se dejó vencer y abandonó su vocación, y vegeta en un cargo por debajo de sus talentos. Y aunque busque un tercero a quien culpar, él o ella es el único culpable.
Esta persona buscará culpar a todo el mundo, menos a ese verdadero gran culpable de casi todos nuestros infortunios: su “enemigo en el espejo”; e irá regando su desánimo en todos los que lo rodean, en la casa y en la oficina. ¡Y ay de ti si ese es tu jefe!
Un último ocupante de este diario infierno son “las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio”. Personas que decidieron pintarse la cara, el cuerpo, el alma y la vida de gris, para pasar desapercibidos; que no obtuvieron una sola amonestación en treinta años, pero tampoco hicieron nada destacado; se limitaron a no quebrar las normas pero no aportaron nada significativo; pusieron cuatro sellos donde les dijeron que los pusieran; dijeron cada “no” que los manuales indicaban; todo “dos más dos” siempre les dio “cuatro” pero, al fin y al cabo, no crearon nada ni aportaron nada. A estas almas en pena, a estos muertos vivientes los hemos sufrido, en uno u otro momento, todos.
Lo que cambia mucho las cosas es si ellos están en el cargo de gerente, de jefe o de subordinado, porque mientras más poder tenga el espectro, más militante será su desesperanza y más reacio se hará al cambio. Pero además, tendrá más poder para hacer miserables las vidas de sus subordinados y para que abandonen las esperanzas, hagan la gran renuncia y vivan sin merecer ni alabanza ni vituperio.
Afortunadamente también puede suceder todo lo contrario. Puedes, incluso desde un pequeño cargo de jefe, hacer renacer a un muerto, poner a funcionar neuronas largamente olvidadas y ver renacer vida y sonrisa en el, hasta entonces, mortecino rostro.
Esto es lo positivo, al final de todo. Puesto que un jefe, con el entrenamiento y la personalidad adecuados, puede hacer que en su pequeño espacio de autoridad, en la oficina a su cargo, haya carteles (tácitos pero perceptibles) que digan a gritos: “cada mañana trae contigo tus esperanzas”, “recuerda las que habías olvidado”, “no renuncies sin haberlo intentado de veinte maneras diferentes”, “atrévete a atreverte”. En resumidas cuentas, un jefe que grita, con palabras, con silencios y con acciones, “yo estoy aquí para apoyarte, para eso me pagan, para eso soy gerente”.
LA EMPRESA ESQUIZOFRÉNICA*
Esto es real y ocurrió ayer. Un gerente general fue despedido por tener razón. Tanto tenía la razón que casi todos los accionistas de la empresa lo llamaron para decirle que tenía razón, pero que igual estaba despedido. Alguno le llegó a decir que le daba toda la razón, que estaba de su lado, que lo apreciaba y respetaba, pero que estaba despedido.
¿Su delito? Tener la razón: haberse opuesto a una orden que sólo un irresponsable hubiera obedecido, pero que venía de un accionista que tiene la merecida fama de testarudo... pero, ya saben, cuando papi es accionista... ¡y con la familia no se juega!
En los discursos de despedida de los demás accionistas le recalcaron que reconocían su profesionalismo, ética intachable, compromiso, inteligencia... pero que si hubiera querido mantener su puesto debería haber actuado de modo no ético, no profesional y necio, aceptando una orden dañina. Imagínense: para que el gerente general de la empresa conserve su trabajo, los mismos accionistas le exigían que atente contra la empresa y que implemente una orden dañina.
¿Que parece mentira? Claro que parece mentira, pero no lo es. Ojalá esto fuera anecdótico y excepcional. Ojalá que fuera mentira. Pero ni es mentira ni es excepcional. Y, lo peor, estoy seguro de que muchos de ustedes conocen casos semejantes.
En este caso, como en muchos, por razones familiares en vez de tomarse decisiones inteligentes y razonables se termina cediendo a caprichos... aunque en el mediano plazo esto destruya el dinero de la misma familia. (De hecho, en mi experiencia de consultor soy testigo de familias de abolengo que han terminado totalmente quebradas por obedecer más a los caprichos de los familiares que a los dictados del sentido común en el manejo de sus empresas).
La consecuencia de esto será definitivamente negativa para la empresa: un accionista aumentará su cuota de poder pero a costa de que la empresa pierda competitividad... y quien pretendía evitar este absurdo es despedido.
Suele decirse que estos absurdos ocurren por el carácter familiar y subdesarrollado de nuestras empresas. Y se trata de una explicación parcialmente verdadera, pues esto no sólo ocurre en empresas familiares (aunque se cree que sucede de un modo más dramático en las empresas familiares) y tampoco en empresas de países subdesarrollados (aunque parece suceder de un modo más dramático en países subdesarrollados).
Lo cierto es que por razones como estas nuestras empresas no despegan, no son competitivas en el ámbito internacional y nuestro país no sale del subdesarrollo. Y si,