siendo bio, naturales, hipernaturales, sobrenaturales… pero nunca hasta ahora habían sido funcionales.
La salvación será lo más “nuevo”: el desentierro de la doctrina funcionalista que hizo célebre -solo por un tiempo- la ascesis funcionalista. El funcionalismo, nacido en 1827, precedió al modernismo (1890-1910), Jugendstil en Alemania, Floreale en Italia, Secession en Austria, Liberty en Inglaterra, Modernismo en España, Art 1900 en Francia, Art Nouveau en Bélgica. Si “el adorno completa la forma” (H. Van de Velde), el funcionalismo privilegia la función. Las cosas, los objetos han de funcionar y, para ello, es preciso suprimir todo lo accesorio, innecesario o superfluo, que precisamente no funciona. Y si no funciona, estorba. Adolf Loos llegó a escribir que “el ornamento es un crimen” (1908). Así que, ¡fuera adornos!
Pero ese esencialismo tenía que ser comercial. Tanto purismo desnudo no vende. El debate entonces se inclinó entre la estética y la función. Se hablaba de estética industrial y surgió la moda de los muebles funcionales, las cocinas funcionales, los electrodomésticos funcionales, la moda funcional, la decoración funcional y hasta la peluquería funcional…
§
Por último, miremos a la técnica y los mecanismos de la persuasión, que tienen su eje en el nuevo invento: el relato. No hay que mostrar nada, ni menos demostrar. Lo que hace falta es una historia. Todos luchan por el relato. Nos habían dicho que la gente quiere storytelling, que les cuenten cuentos, historias que les distraigan, y no les vengan con anuncios.
Y tal vez sí, era cierto. Todos a relatar y a ver quién tiene un relato mejor. Pero como este mundo es un manicomio tan grande en el que cabemos todos, ahora las historias, además de funcionales pueden ser mentiras: fake news. Lo sabemos de entrada, pero disimulamos. Ya es difícil saber si el eslogan alimentos funcionales es fake news… Hasta ahora, por lo menos, lo que comemos, funciona. He aquí que, si el funcionalismo nos remite a los años 30 del siglo pasado, el relato nos envía más lejos aún.
Creíamos que estábamos en la civilización de la imagen, después de McLuhan y Fulchignoni, Virilio y Sartori confirmaron la era de la imagen, de lo visual y la evolución de la especie a la deriva de sapiens a videns. Baudrillard nos había puesto sobre aviso acerca de la era de las apariencias, los artificios y los simulacros. Luego llegó la sociedad del espectáculo. Ahora todo esto ya está muy visto. No funciona. Vayamos a la Edad Media, ahí está la última frontera de la civilización oral, la de los relatos, que linda con la civilización textual gutenberguiana.
Joan Costa
Prólogo de José Manuel Velasco
LA COMUNICACIÓN ES EL ALIMENTO DE LA FUNCIONALIDAD
En los años 80 tuve la suerte de conocer a dos científicos asturianos extraordinarios que se profesaban una gran amistad: Severo Ochoa y Francisco Grande Covián. En aquel tiempo comenzaba a ejercer el periodismo como corresponsal en Avilés del periódico La Nueva España. Aunque el embalse de La Granda pertenece al vecino municipio de Gozón, las actividades que organizaba todos los veranos la Escuela Asturiana de Estudios Hispánicos en la residencia que allí tiene la empresa siderúrgica Arcelor-Mittal (entonces Ensidesa) eran cubiertas por la corresponsalía de la que yo era titular.
Los cursos de La Granda eran una fiesta para mí por tres razones: la primera y más importante, porque me permitían conocer y entrevistar a grandes personajes (algunos realmente lo eran y otros solo lo parecían por el cargo que ostentaban); la segunda, porque durante las tres semanas que duraban el periódico duplicaba el espacio dedicado a la corresponsalía de Avilés (de una a dos páginas), y como yo cobraba entonces por pieza publicada, duplicaba también mis ingresos; y la tercera, porque era un lujo degustar allí los menús cocinados por el restaurante La Serrana de Avilés (comer fuera de casa era entonces un lujo solo al alcance de unos pocos).
Durante tres veranos consecutivos entrevisté a Severo Ochoa y a Grande Covián. He de reconocer que, dado el grado de ignorancia que profesaba en aquellos tiernos años (tenía 19 primaveras cuando comencé a cubrir los cursos de La Granda), los conocimientos del médico y científico Francisco Grande Covián me quedaban muy grandes, así que buscaba el titular fácil acerca de las bondades de la fabada, que el catedrático defendía siempre y cuando no se abusase de la dosis. De hecho, se le atribuye la idea de que “hay que comer un poco de todo”. Y como los diarios tienen hemeroteca, pero la usan poco y tampoco existía Google, el citado titular sobre los valores nutricionales del plato típico asturiano triunfó año tras año.
Grande Covián fue, sobre todo, un gran investigador en el ámbito de la nutrición. Su reconocimiento internacional se generó principalmente durante los veinte años que trabajó en Minneapolis para la Universidad de Minnesota, donde se concentró en tres líneas de investigación. La primera de ellas fue el desarrollo de la hipótesis lipídica de la arteriosclerosis. Esta línea de trabajo, que relaciona el efecto de las grasas sobre los niveles de colesterol y su incidencia sobre la salud cardiovascular, ha salvado millones de vidas al lograr reducir, en algunos países hasta el 40%, los índices de mortalidad cardioisquémica. La segunda se centra en el efecto de la restricción calórica y el ayuno sobre el metabolismo energético, la composición corporal y la capacidad física de los sujetos. Y la tercera y última línea de trabajo fueron los estudios de fisiología comparada, donde, a su vez, contribuyó a la formación de una nueva generación de investigadores españoles, tales como Rafael Carmena, Manuel de Oya y Pedro González Santos.
No regresé a la residencia de La Granda hasta el verano de 2017. Fue emocionante revivir las sensaciones de mi infancia periodística, aunque en esta ocasión retorné como ponente en un curso organizado por el Club Español de la Energía, dirigido por el también asturiano Arcadio Gutiérrez Zapico. Allí estaban aún la mesa y los sofás en los que realizaba las entrevistas y la sala en la que ambos científicos, ya en la recta final de sus vidas, escuchaban más que hablaban. Y fui plenamente consciente de mi evolución profesional, desde el periodismo hasta la comunicación, disciplina a la que he dedicado mis últimos 30 años.
Estos recuerdos de mis inicios periodísticos se refrescaron en mi mente cuando comencé a leer el libro de Guillermo Bosovsky titulado “Responsabilidad en la comunicación estratégica. Un caso paradigmático: la revolución actual de los alimentos funcionales”, en el que analiza el papel de la comunicación en el desarrollo, comercialización y venta de los denominados “alimentos funcionales”. La obra, fruto de una muy documentada tesis sobre la materia, arranca con una cita de Francisco Grande: “El hombre primero quiso comer para sobrevivir; luego quiso comer bien e incorporó la gastronomía a su mundo cultural. Ahora, además quiere comer salud”.
La Fundación Española del Corazón define los alimentos funcionales de la siguiente forma: “Aquellos que contienen sustancias (fibra, minerales, vitaminas, ácidos grasos omega 3, antioxidantes, etc.) que pueden tener efectos beneficiosos en algunas funciones del organismo. Dichos componentes pueden estar presentes en el alimento de forma natural, como es el caso de los frutos secos, o ser consecuencia de un proceso de elaboración. En el caso este segundo grupo de productos, durante su tratamiento se procede a eliminar determinados elementos o sustituirlos por otros más ‘beneficiosos’. Las ventajas que se obtienen pasan por la mejora del equilibrio de la flora intestinal, la reducción del colesterol, las propiedades antioxidantes hasta el fortalecimiento del sistema inmunológico”.
Aunque la obra de Guillermo Bosovsky contiene muchas otras definiciones, he seleccionado ésta porque reúne metafóricamente el sentido de su tesis: comemos con la cabeza pensando en el corazón. En la tarea de ingerir alimentos confluyen las necesidades fisiológicas (un bienestar racional) y psicológicas (un bienestar emocional). Del lado fisiológico cae la ingesta de nutrientes imprescindibles para sobrevivir; del psicológico, las emociones provocadas por la gastronomía, incluida su función socializadora. Ambas alimentan el deseo de “sentirse bien”, una sensación de bienestar que tiene muchos componentes químicos, como la endorfina, la serotonina, la dopamina y la oxitocina, conocidas como “el cuarteto de la felicidad”, y muchos otros que derivan del estado de ánimo, es decir, de las circunstancias emocionales que prevalezcan en la mente del individuo.
Los alimentos funcionales pretenden satisfacer