de credibilidad de todo el sector empresarial, a causa de los abusos de algunos fabricantes (“pagan justos por pecadores”).
Pérdida de oportunidad de cierto nivel de prevención de enfermedades y de mejora de la calidad de vida de la población.
Es un campo que a la vez despierta gran interés en la comunidad científica y también es una temática “rentable” para los medios de comunicación, dada la atracción que suscita en sus audiencias.
Teniendo en cuenta la gran importancia de este mercado, y el hecho de que puede resultar un ejemplo paradigmático de lo que ocurre en los mercados de otras categorías de productos (de parafarmacia, de cosmética, de higiene personal y, en ciertos aspectos, en la mayoría de los productos de consumo masivo y de los servicios), resulta de gran interés analizar qué ocurre en este espacio narrativo de los alimentos funcionales. En especial, cómo funciona la relación entre la construcción de sentido por parte de los diversos emisores (principalmente, los mensajes de las marcas) y las percepciones, actitudes, creencias, motivaciones y frenos por parte de los públicos destinatarios y receptores de estos mensajes (fundamentalmente, los consumidores).
La divulgación (o “evangelización”) en pro de los alimentos funcionales que llega a los consumidores es muy profusa, y supuestamente estos están más informados que nunca en la historia de la humanidad sobre la incidencia de la alimentación sobre la salud. Sin embargo, el nivel de información sobre los alimentos funcionales no es el que determina sus percepciones, ideologías, actitudes, motivaciones y comportamientos de compra y consumo. Lo que los determina se juega por completo en el terreno de la comunicación.
A pesar de que existe cierta normativa que plantea una serie de exigencias y limitaciones para que los fabricantes puedan anunciar propiedades “funcionales” de sus alimentos, las empresas siguen teniendo margen para cometer abusos en la comunicación y, además, la divulgación periodística sobre alimentos saludables en muchos casos es incorrecta.
Por otra parte, los consumidores no pueden garantizar elecciones acertadas a partir de la experiencia de consumo. Tratándose, como se trata, de que estos alimentos no curan enfermedades ni alivian dolores, sino que supuestamente contribuyen a que la salud tenga mejor pronóstico a largo plazo, los consumidores no tienen posibilidad de saber a priori si esos supuestos beneficios futuros se cumplirán o no, y además en muchos casos reciben noticias sobre controversias o contradicciones en los resultados de investigaciones científicas. Por lo tanto, la motivación de compra y consumo de estos alimentos, o su rechazo, se juegan únicamente en la carga de significados simbólicos y culturales que se ponen en juego en sus percepciones.
Como veremos, el resultado de la comunicación de los alimentos funcionales no proviene de una direccionalidad de los mensajes a partir de los intereses de los actores en juego, sino de las particularidades de la interacción entre ellos. Esto podría llevar a repensar el escenario comunicativo como un ecosistema complejo, y no desde una supuesta comunicación dialógica entre polos emisores y polos receptores.
Es hora de pensar con frescura y atrevimiento cómo funciona la comunicación entre empresarios, divulgadores y consumidores en este tema que está ocupando un primer plano en el interés de todos.
1. La producción colectiva del conocimiento sobre alimentación y salud
Las decisiones de compra y de consumo de alimentos no son fenómenos individuales, sino el resultado de complejas construcciones sociales. Estas construcciones son colectivas, y especiales de cada cultura en cada momento histórico. Forman parte de los tipos de relaciones, los símbolos y las narrativas que se van creando interactivamente entre los miembros de la comunidad.
Tal como señala Juan Cruz, «un individuo no ve en el alimento solamente un objeto nutritivo que le causa placer, sino también algo que posee una significación simbólica: la que se le confiere dentro de la estela de cultura (costumbres y usos) en la cual vive y se comunica con los demás». (1)
En un artículo de 1961 Barthes desarrollaba esta idea. Decía que los alimentos tienen carga significativa, más allá de las motivaciones de compra y consumo. La comida tiene una carga de representaciones míticas para el público, y la dietética es un fenómeno nuevo que ha llegado a las masas en las últimas décadas en los países desarrollados. (2)
Los fenómenos predominantes en la conducta alimentaria de cada contexto cultural están regidos por patrones y rutinas que cristalizan socialmente, aunque las decisiones de compra y consumo tengan la apariencia de comportamientos individuales.
Como señala Álvarez (3), en el nuevo estilo de vida de la sociedad moderna tiene un peso muy importante la concepción del cuerpo y el cuidado del cuerpo, que se ha transformado en una verdadera obsesión, y que determina el interés por seguir una dieta sana. Esto se traduce en nuevos hábitos alimentarios y una nueva significación de los alimentos. En todo el mundo y, en particular, en la sociedad occidental, la gente procura que los alimentos, además de seguros y nutritivos, aporten beneficios especiales para la salud, que reduzcan el riesgo de contraer enfermedades, que propicien una buena calidad de vida y un envejecimiento aceptable.
Los humanos somos una especie social, y las decisiones de consumo alimentario forman parte de un sistema emergente. Los “sistemas emergentes” son procesos de autorregulación de abajo hacia arriba que se producen en colectivos de gran número de individuos, cuyas decisiones y comportamientos conforman una realidad, un “sistema” con un tipo de “inteligencia” que va más allá de la inteligencia, de los conocimientos y de la conciencia de los individuos que los componen. Es lo que Johnson denomina “sistemas emergentes”. (4)
Se puede considerar un error conceptual la suposición de que las percepciones, actitudes y decisiones de cada persona son fenómenos explicables solo desde la perspectiva de su cerebro y su cuerpo. El cerebro humano no es un órgano autónomo y localizado aisladamente en las cabezas de los individuos. Se extiende y se potencia a través del conjunto de personas que forman parte de su comunidad. De hecho, el éxito de nuestra especie, y el extraordinario nivel de desarrollo del cerebro humano, se deben a la inteligencia social y a la capacidad de tomar decisiones colectivas y colaborativas. Al respecto, Wilson (5) señala que el éxito de la especie humana no se debe a que los individuos tengan una inteligencia elevada para todos los retos, sino a que somos especialistas en habilidades sociales y capacidad cooperativa mediante la comunicación.
Derrick de Kerckhove (6) advierte que es un error creer que la inteligencia, la memoria, las emociones y los sentimientos son fenómenos que ocurren en la privacidad de las personas a nivel individual.
Esto se vincula, además, a la idea de un cerebro en red entre los miembros de una comunidad, un cerebro intersubjetivo, un “exocerebro”, un cerebro trans-individual.
Dice Bartra, al respecto:
Yo quiero recuperar la imagen del exocerebro para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico […] Mi hipótesis supone que ciertas funciones del cerebro adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se transmite por mecanismos culturales y sociales. […] La existencia de un exocerebro nos conduce a la hipótesis de que los circuitos cerebrales tienen la capacidad para usar en sus diversas operaciones conscientes los recursos simbólicos, los signos y las señales que se encuentran en el contorno, como si fueran una extensión de los sistemas biológicos internos. (7)
En el ámbito concreto de los alimentos funcionales, esta red de cerebros interconectados, esta “conversación”, no se limita a la interactividad entre los consumidores. Incluye la interacción entre todos los actores en juego: los fabricantes, los científicos, los divulgadores, los detractores y, obviamente, los consumidores.
La significación de los alimentos funcionales es construida como fenómeno emergente de la “inteligencia social” a partir de la interacción comunicativa entre estos actores. Y cuando la definimos como “inteligencia social” no aludimos al grado de veracidad de los postulados y las creencias, ni al grado de eficacia de los comportamientos en el mercado