tatatatarabuelo –apuntó Ferruccio.
–Yo procedo de la línea de uno de sus nietos, que empezó a construir este castillo, que adquirió su tamaño actual con ampliaciones realizadas estos dos últimos siglos –contraatacó Vincenzo–. Leandro, un primo menos molesto que este, heredó un lugar parecido, que construyó el rey Antonio en persona. De jóvenes, solíamos alardear sobre cuál era mejor y más grande.
–Seguís haciéndolo –dijo Ferruccio con tono condescendiente–. Permito que seáis vosotros los que discutís sobre tamaño y calidad, pero, sin duda, soy yo quien gana en ambas cosas.
–Pero el palacio real no es tuyo, mi soberano –repuso Vincenzo con calma–. Según la ley castaldiniana, solo eres el cuidador residente. Deberías empezar a pensar en construir o comprar algo que puedas dejar en herencia a tus hijos.
–¡Bravo! –Ferruccio lanzó una risotada–. Esa actitud de «al enemigo ni agua» es la que quiero de ti cuando representes a Castaldini, Vincenzo.
–¿Lo has estado pinchando para hacerle sacar los colmillos? –se asombró Clarissa.
–Últimamente ha estado muy blandengue –Ferruccio sonrió–. Ahora que tiene a Glory, temo que se vuelva de plastilina y no me sirva para nada en la zona de guerra a la que voy a enviarlo.
–¿Te he dicho últimamente cuánto te quiero, Ferruccio? –rezongó Vincenzo.
–Puedes renovar tu juramento de fidelidad cuando quieras, Vincenzo.
Clarissa, riéndose, dio un golpecito a su esposo y otro a su primo. Glory se unió a sus risas.
Después de eso, el día fluyó como la seda, repleto de experiencias nuevas y buena compañía.
Era más de medianoche cuando Vincenzo y Glory despidieron a la pareja real. A ella se le encogió el corazón al pensar que pronto dejaría ese lugar y a Vincenzo.
Cuando se volvió hacia Vincenzo, él hizo lo propio. Se acercaron, vibrantes de intensidad.
Entonces Glory comprendió que la dejaba ir porque no quería coaccionarla, pero aún la deseaba. Y ella ya había decidido que su pasión era merecedora de cualquier riesgo.
Tomó las manos de él entre las suyas y se lanzó al camino que podía romperle el corazón.
–Me casaré contigo el año que necesitas, Vincenzo –susurró–. Por decisión propia.
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