por ella. Que ella no había sido capaz de despertarle.
Vincenzo pulsó un botón del panel de control. La puerta de la sala se abrió. Segundos después, media docena de camareros de uniforme borgoña y negro, con el emblema real bordado en el pecho, entraron a la zona de comedor.
Ella les sonrió mientras colocaban las bandejas cubiertas sobre la mesa. El delicioso aroma hizo que el estómago le protestara con fuerza.
–Me alegra saber que tienes apetito de más cosas –dijo él. Es buen augurio que te interese más la comida que convertirme en diana de tu ira.
–Veo que te gusta vivir peligrosamente –ella levantó un tenedor, calibrando su peso–. ¿De plata? ¿No es mortal para los de tu clase?
–Si fuera de esa clase a la que te refieres –se recostó en la silla, plácido–, ¿no crees que disfrutaría con el reto del peligro?
Ella comprendió algo terrible: estaba disfrutando con el duelo de palabras y voluntades. Nunca había experimentado algo igual, y menos con él. Lo había amado con toda su alma, lo había deseado con pasión, pero nunca había disfrutado estando a su lado. Pero el nuevo Vincenzo era… divertido.
Divertido. Eso pensaba del hombre que casi la había secuestrado y la obligaba a aceptar un matrimonio temporal, al tiempo que la seducía porque podía hacerlo. Y a pesar de eso, seguía cautivándola. Se preguntó si era masoquista o si estaba desarrollando el síndrome de Estocolmo.
Él, ajeno a su torbellino emocional, reincidió en el tema que los ocupaba.
–No quiero que me destroces tirándome algo mientras intentas abrir el cangrejo… –le quitó el tenedor y el resto de los cubiertos y los puso en la bandeja de un camarero que se alejaba.
Ella decidió dejarse llevar y disfrutar.
–Podrías haberme dejado la cuchara –lo miró con ironía–. No suponía ningún peligro y me voy a poner perdida si bebo la sopa directamente del cuenco y limpio la salsa del plato con los dedos.
–Mánchate. Te limpiaré con la lengua.
Se inclinó y descubrió los platos y cuencos humeantes. Glory empezó a salivar con los deliciosos aromas. Él llenó un cuenco de sopa y la aderezó con eneldo y picatostes. Después, agarró su cuchara, la llenó, frunció los labios y sopló con sensualidad.
Ella se estremeció cuando alzó la cuchara hacia su boca. Vincenzo iba a darle de comer. Entreabrió los labios y tragó el cremoso y aromático líquido.
Un segundo después, él la besaba, posesivo, como si quisiera bebérsela, tragarse sus gemidos.
–Meravigliosa, deliziosa… –murmuró.
El estómago de ella volvió a rugir. Vincenzo se apartó con una sonrisa burlona.
–Así que la carne está deseosa, pero el estómago lo está más. ¿No podrías dejar de tener ese aspecto tan delicioso para que pueda seguir dándote de comer?
–¿Así que esto es culpa mía?
–Todo lo es, gloriosa mia. Todo.
Aunque lo dijo con tono indulgente, eso la confundió. No sonaba a broma. Sin embargo, a pesar de que unas horas antes había estado empeñada en resistirse a él, se rindió a sus mimos.
Sabía que lo que le ofrecía era temporal, pero esa vez estaba avisada y se sentía de maravilla. Se preguntó si valía la pena el dolor que podría llegar a sufrir después. Tal vez esa vez no lo superaría.
Miró los maravillosos ojos y permitió que su hechizo derrumbara el último pilar de su cordura. Tenía que admitir que lo había echado de menos como a un órgano vital.
Así que viajaría con él. Al coste que fuera.
***
–Aterrizaremos en unos minutos, príncipe.
El anuncio hizo que Glory girara de repente para mirar el reloj de pared. Parecía increíble que llevaran nueve horas en el avión. El tiempo nunca había pasado tan rápido ni de forma tan placentera. En vez de adormilarse, se había sentido deliciosamente lánguida y vital al mismo tiempo, electrificada, viva.
Estaban aterrizando en un lugar que había temido no visitar nunca. La patria de Vincenzo, un país de leyenda y tradición: Castaldini.
Había estado tan absorta en Vincenzo y la nueva afinidad compartida, que no había mirado por la ventanilla ni una sola vez. Estaban tumbados en el sofá, charlando y disfrutando.
–Aunque odio quitarte las manos de encima, tienes que ver esto –le apretó suavemente el muslo y, con un suspiro, le dio otro de sus devastadores besos–. Castaldini desde el aire es una maravilla.
Se levantó y alzó la cortinilla de la ventana que tenían a su espalda. Ella se arrodilló en el sofá para mirar. Sin embargo, solo fue consciente de él a su espalda, apretándola contra su erección y acariciando sus nalgas. Deseó suplicarle que pusiera fin al tormento que llevaba años creciendo en ella. Pedirle que la penetrara allí mismo, arrodillada, mientas se sentía vulnerable y abierta.
Él le succionó el lóbulo de la oreja, seductor.
–¿Lo ves, gloriosa mia? Ahí es donde volveré a hacerte mía, en esa tierra tan bella como tú.
–Me has quitado las manos de encima para sustituirlas con todo tu cuerpo –protestó ella, que latía de arriba abajo, exigiendo su invasión.
–No me lo digas a mí, díselo a tu cuerpo –le succionó el cuello, presionándola contra él–. Ejerce un control remoto sobre el mío. Mira ahora.
Ella no negó sus alegaciones. Dado cómo había estado respondiendo a cada caricia, le extrañaba que no la hubiera hecho suya aún. Tardó un segundo en mirar el lugar donde volvería a estar en sus brazos y a ser suya, el tiempo que durara.
Tal y como había dicho él, la imagen quitaba el aliento. La isla brillaba bajo el sol como una colección de gemas talladas. Palmeras y olivos color jade, tejados de rubí y granate sobre casas de ámbar y feldespato, carreteras de obsidiana. Las playas de oro blanco se unían al Mediterráneo turquesa y esmeralda.
–¿Cómo puedes irte de aquí y pasar tanto tiempo fuera? –le preguntó, asombrada.
–Espera a verlo desde el suelo –dijo él, complacido –la giró y, tras abrocharle el cinturón de seguridad, besó su mano–. Tienes razón, he pasado demasiados años lejos de aquí.
–Y cuando ocupes ese cargo en Naciones Unidas, será aún peor –apuntó ella con desilusión.
–Vendremos a menudo y pasaremos aquí el mayor tiempo posible. Podríamos quedarnos una temporada ahora. ¿Te gustaría?
Vincenzo le estaba preguntando si quería quedarse, pero no se había molestado en preguntarle si quería ir. Tal vez fuera parte de su campaña para tranquilizarla. Y si lo era, estaba teniendo un gran éxito. Espectacular.
Su solicitud la derritió. No se había atrevido a tomar parte activa en la seducción, pero se moría de ganas de tocarlo y saborearlo. Adoraba su piel satinada y bruñida como el bronce. Sabía que era así de arriba abajo, había explorado cada centímetro de su cuerpo en otro tiempo. Quería volver a hacerlo. Lo miró a los ojos y suspiró.
–Siempre que puedas conseguirme un cepillo de dientes mejor que el de cortesía de este avión.
Él le atrapó los labios en un beso triunfal.
–La siguiente vez que volemos, en este avión o en el mío, hablaremos, comeremos y pelearemos en la cama. Espero que sepas cuánto me ha costado no llevarte allí esta vez.
–¿Será porque es la cama de tu rey y tu reina?
–Bellissima, te recuerdo que cuando se trata de poseerte me da igual donde estemos.
Ella no necesitaba que se lo recordara.