estás a la cabeza de esa lista –dijo él, pasándole un dedo por la mejilla.
Ella parpadeó.
–Te debo más por las malas decisiones que no tomé, que por las buenas que sí tomé.
–¿Esa admisión es parte de tu estrategia para hacer que me sienta cómoda? –sus emociones fluctuaban como un yoyo.
–Es la verdad.
–No decías eso hace seis años. Ni hace cuarenta y ocho horas.
–No es toda la verdad, lo admito –los ojos de él se velaron, melancólicos–. Pero estoy harto de simular que no hubo cosas buenas. Las hubo, y maravillosas. Y fuera cual fuera la razón por la que me ofreciste tu guía, lo hiciste y la utilicé en mi provecho, así que… grazie mille, bellissima.
Esa vez, lo miró boquiabierta. No entendía qué quería de ella ese hombre.
–Sigo pensando que este nivel de lujo es un crimen –no iba a darle la satisfacción de aceptar su insuficiente y tardío agradecimiento.
–Siento poner coto a tu censura, pero no es mi jet. Es el Air Force One de Castaldini. Ferruccio lo puso a mi disposición en cuanto le hablé de ti, tiene mucha prisa por verme casado –sonrió para sí.
Glory, irritada, le dio una fuerte palmada en el brazo. La sorpresa inicial de Vincenzo se transformó en un ataque de risa.
–¿Ya te has divertido bastante a mi costa?
–Estaba disfrutando de tus ataques –rio él.
–¿Por qué no me dijiste que habías desarrollado tendencias masoquistas con la edad? No necesitas manipularme para que satisfaga tu perversión. Estoy programada, por defecto, para insultarte –le lanzó una mirada destructiva, pero el macho insensible que tenía delante se rio aún más–. Que el avión no sea tuyo no te exonera. Seguro que tienes varios. Pero eres tan tacaño que prefieres usar gratis el del gobierno.
–Condenado, tanto si sí, como si no, ¿verdad? – no parecía importarle demasiado, de hecho, alzó su mano y la besó como si acabara de halagarlo–. Esconde las garras, mi leona de ojos azules.
–¿Por qué? ¿No acabas de descubrir que te gusta que te desgarre? –rechinó ella.
–Sí. Pero funciona mejor cuando criticas mis auténticas lacras. Y no incluyen ser pretencioso y explotador. Si lo crees, desconoces mi trayectoria.
–¿Crees que eso es posible? –bufó ella–. Tu cara y tus éxitos aparecen en todas partes. Hasta cuando abro el grifo en casa. Tu empresa provee los servicios de calefacción de mi edificio.
Él volvió a reírse. Aunque ella deseó darle otro golpe, su sentido de la justicia lo impidió.
–Pero, entre tanta publicidad, sé que tu corporación financia sustanciosos programas de ayuda.
–El mundo en general desconoce esa parte de mis actividades. Me preguntó por qué lo sabes tú.
–Soy yo la que se pregunta qué buscas con tanta filantropía discreta. Si quieres hacer de Robin Hood, te harían falta unas mallas… –al ver que volvía a reírse, calló–. No tengo especial interés en hacerte disfrutar, así que no diré más.
–Te suplico que lo hagas –se inclinó hacia ella y le rozó la sien con los labios–. Dudo que pueda vivir sin que me bombardees con la metralla que sale de tu boca –deslizó los labios a su mejilla, sin duda para provocarla.
Ella se levantó de un salto.
–Si no vas a insultarme, ¿qué tal si utilizas tu boca para otra cosa? –inquirió él, impidiéndole el paso. Esperó a ver su destello de ira para adoptar una pose inocente–. ¿Comer?
–Estarás más seguro si no tengo cubiertos a mi alcance esta noche.
–Bobadas. No me preocupa. ¿Qué es lo peor que podrías hacerme con cubiertos desechables?
Glory se preguntó de dónde salía ese sentido del humor y por qué, si lo tenía, nunca antes lo había utilizado en su presencia. Sin responderle, fue al aseo. Necesitaba un respiro antes de enfrentarse al siguiente asalto.
Cuando salió, él se había quitado la chaqueta y remangado la camisa. No la habría afectado más verlo desnudo. Su imaginación estaba rellenando los huecos, o más bien, quitándole el resto de la ropa.
Él sonrió lentamente, sin duda consciente de lo que sentía. Después extendió una mano, a modo de invitación. Ella se acercó.
La anchura de sus hombros y su torso, sus musculosos antebrazos, salpicados de vello negro, abdomen duro, cintura estrecha, muslos fuertes y viriles la hechizaron.
El adjetivo magnífico se quedaba muy corto.
Él se sentó en el sofá y se dio una palmada en el regazo, para que se sentara sobre él.
Ella deseó hacerlo. Perder la cabeza por él, dejar que la sedujera, la poseyera y le robara la voluntad y el sentido a golpe de placer. Al diablo con la cautela y las duras lecciones aprendidas.
Antes de que decidiera saltar al abismo, él le agarró la mano y dio un tirón. Cayó a horcajadas sobre él y la falda se le subió por los muslos. En cuanto sintió la dureza y calor de su pecho y la presión de erección entre las piernas, su excitación la llevó casi al punto del desmayo.
Sintió sus manos enredándose en su pelo, atrayéndola para devorarla e inhalar su esencia. Ella echó la cabeza hacia atrás, arqueando el cuello para facilitarle el acceso. Ocurriera lo que ocurriera, necesitaba eso, lo necesitaba a él.
–Tocarte y saborearte es aún mejor que los recuerdos que me han atormentado, Gloria mia.
Ella gimió al oírlo decir su nombre como solía hacer, italianizándolo, haciéndolo suyo. Hizo que ardiera. Su forma de moverse, tocarla y besarla… Necesitaba más. Lo quería todo. Su boca, sus manos y su virilidad sobre ella, en su interior.
–Vincenzo…
El cuerpo de él replicaba la desesperación que reverberaba en el de ella. De repente, la giró y la puso bajo él. Le abrió los muslos y los situó alrededor de sus caderas, clavando su erección contra ella. Glory arqueó la espalda para acomodarlo, adorando sentir su peso y la mirada de sus ojos, que la vehemencia de la pasión había convertido en acero fundido.
–Gloriosa, divina, Gloria mía…
Se inclinó y cerró los labios sobre los suyos, marcándola, quemándola con las caricias de su lengua, tragándose sus gemidos y su razón. Ella cerró las manos sobre sus brazos, sintiendo que todos sus sentidos se perdían en una vorágine que anhelaba sus dedos, lengua y dientes, explorando cada uno de sus secretos, su virilidad llenando el vacío que se sentía, llevándola al paraíso…
–Despegaremos en cinco minutos, principe.
Él, mascullando una maldición, dejó de besarla y se apartó. Glory se quedó tirada, incapaz de moverse. Se había dejado llevar por la locura, pero seguía necesitándolo. Él la observaba con los párpados pesados, como si saboreara la imagen de lo que había conseguido. Después, la ayudó a incorporarse y le puso el cinturón de seguridad.
El avión empezó a moverse. Iban a despegar. Todo escapaba a su control, demasiado rápido. Glory no tenía ni idea de adónde iban.
–Vamos a Castaldini –le susurró él al oído.
Capítulo Seis
–Castaldini –repitió ella, dándole un manotazo para liberarse–. No, no iremos a Castaldini –siseó.
–¿Por qué no? –él se mordió el labio inferior, disfrutando claramente de su violenta reacción.
–Porque me has engañado.
–No