que el agua caliente le relajara, porque se sentía a punto de explotar. Tenía la sensación de que sufriría daños permanentes si no pasaba toda la noche encima ella, dentro de ella, satisfaciendo el hambre que lo había asolado desde que había vuelto a verla.
A pesar de su agonía, se alegraba de que ella se le hubiera resistido. Eso era lo que quería, el esfuerzo y la excitación del reto. Y ella le había dado eso y más. Había exigido elegir el anillo.
Eso le había desatado algo en su interior. Su plan había tomado vida propia, ya no tenía el control de la situación. Y eso le encantaba.
«Te ha hechizado de nuevo», pensó.
Sonrió para sí. Su cautela e instinto de supervivencia solo le habían dado melancolía y soledad. Estaba harto de ambas cosas. Sabía que sin ella se sentiría así eternamente. Verla le había demostrado que solo ella le devolvía a la vida.
«Aunque sientas eso, es una ilusión. Siempre lo fue». Pero, si esa ilusión le hacía sentirse tan bien, podía permitirse sucumbir a ella.
«¿Y si saber que lo es no basta para protegerte cuando todo acabe?». Frunció el ceño.
Sin embargo, cualquier cosa sería mejor que la situación en la que se encontraba. Tras separarse de ella, se había centrado en su investigación, en su empresa y en obligaciones básicas: comer, hacer ejercicio y dormir. Cosas rutinarias en un interminable ciclo de vacío emocional.
Pero ya no volvería a estar solo. Daría rienda suelta a esa obsesión sexual que solo ella alimentaba y satisfacía. Durante un año.
«¿Y si no te basta? ¿Y si te hundes tanto que no puedes volver a salir a flote? La última vez casi te ahogaste, y los daños fueron irreversibles».
Aun así, iba a hacerlo. Iba a aprovechar cada segundo con ella, a pesar de los riesgos. Nunca tendría un matrimonio auténtico, ella había sido su única oportunidad. Ya había vivido lo peor, así que estaba preparado. Si al final del año seguía deseándola, negociaría una ampliación del acuerdo. Las que hicieran falta para apagar su pasión. Tenía que extinguirse, antes o después.
«¿Y si te consume? Esperas que no lo haga, aunque la experiencia sugiera lo contrario».
Después de seis años vacíos, salvaguardando sus emociones hasta atrofiarlas, buscando el éxito hasta dejar que se tragara su existencia y aburrirse hasta la muerte, tal vez había llegado el momento de vivir peligrosamente. De dejarse consumir.
No le importaba, siempre que la arrastrara en su estela. Estaba deseando lanzarse a ese infierno.
Aunque había estado contando los segundos hasta que sonara el timbre, el corazón de Glory se desbocó cuando sonó, a las cinco en punto.
Se secó las manos húmedas en los pantalones y fue lentamente hacia la puerta. Cuando la abrió, fue como si un coche la atropellara. Vincenzo parecía un calco de la primera vez que había aparecido en su umbral.
Le dio vueltas la cabeza al recordarlo.
Un traje azul marino y una camisa gris plata del mismo tono que sus ojos se ajustaban a su espectacular cuerpo. El cabello ondulado le rozaba el cuello de la camisa, exponiendo su frente leonina. Incluso olía igual que antes, a pino y brisa marina, menta y almizcle. El aroma era tan intenso como un afrodisíaco. No le cabía duda.
Tal vez había aparecido así a propósito, para recordarle que ya había estado allí antes. La única diferencia era la madurez que acrecentaba su atractivo. También captaba algo distinto en su mirada, en su sonrisa. Una promesa de que no habría ni reglas ni límites.
Pero eso no cuadraba con un hombre que imponía más limites y normas a su vida que los que exigían sus experimentos científicos. Con el príncipe que la obligaba a casarse con él para cumplir las normas sociales que exigía su país.
A pesar de todo, en ese momento lo que más deseaba era hacerlo entrar y perderse en su deseo de poseerla, devorarla, para así resurgir del desierto al que la había arrojado al dejarla.
–Ringrazia Dio, por cómo me miras, bellissima… –dijo, arrinconándola contra la pared. Su envergadura apagó la luz que entraba por la ventana del vestíbulo. La envolvió con su aura–. Como si te murieras por saborearme. Me alegro de no ser el único que se siente así.
Había dicho lo mismo aquel primer día, y Glory lo odió por jugar así con ella. La ira la sacó de su estupor sensual y lo taladró con la mirada.
–Te habrías ahorrado el viaje si hubieras leído mis mensajes –le espetó.
Él llevó las manos a su pelo y se lo apartó de la mejilla. Después se inclinó hacia su boca.
–Los leí, pero decidí ignorarlos –susurró.
–Peor para ti. Lo que decían era cierto, te guste o no. No iré a ningún sitio contigo. Dame el anillo que tengas, me da igual.
–Habría traído uno si me hubieras dicho que sí esta mañana –replicó él, echándose hacia atrás.
–Bueno. Pues cuando lo tengas, envíalo con uno de tus lacayos. Y envíame instrucciones por correo electrónico cuando quieras que inicie la campaña de limpieza de tu imagen.
–Veo que crees que no me acompañarás porque no te has vestido para la ocasión –estaba preciosa con camiseta azul y vaqueros desgastados.
–No existe esa ocasión. Estoy vestida como corresponde para pasar la tarde en casa. Sola.
–Tienes que entender que hay una columna A, con cosas no negociables –le tocó la mejilla, provocándole un escalofrío–. Y una columna B, que podemos negociar o dejar a tu albedrío. Elegir una alianza pertenece a la columna A.
–Vaya, conviertes la supuesta galantería en coacción –dijo ella.
–Y tú reniegas de nuestro acuerdo con agresividad pasiva –le devolvió él.
–¿Qué acuerdo? ¿Te refieres a mi silencio ante la audacia de concertar una cita sin preguntarme si estaba libre?
–Estás de vacaciones. Lo comprobé.
–Tengo una vida personal, aparte del trabajo.
–Ya no –su sonrisa satisfecha hizo que ella deseara darle un bofetón–. Déjate de pataletas y te llevaré a elegir el anillo.
–La pataleta es tuya por insistir. No exigí elegir el anillo porque dudara de tu impecable gusto, quería dejar claro mi punto de vista, pero no tenía sentido. No tengo elección, y simular que la tengo en cosas tan inanes no merece la pena. Así que no hace falta que alardees de generosidad dejándome elegir el diamante más grande, que sin duda es lo que esperabas que hiciera.
–Eso ni siquiera se me había ocurrido –la miró con seriedad–. Solo quiero que elijas todo lo íntimo y personal a tu gusto, sin imponerte el mío.
–Muy considerado por tu parte –se mofó ella–. Ambos sabemos que te importa un cuerno lo que opine. ¿Íntimo y personal? El anillo, o cualquier otra cosa que me des, será un disfraz para cumplir mi papel, que devolveré cuando acabe la farsa. Para tu tranquilidad, por si pierdo algo y para ahorrar en seguros, compra imitaciones. Todos creerán que son joyas genuinas, y encajarán mucho mejor en este asunto.
–Supongo que he hablado en italiano al decir que esto no es negociable –la miró, provocativo–. Será la razón de este fallo comunicativo.
–Dado que hablo un italiano decente, eso habría dado igual. Mi respuesta sigue siendo no. En los dos idiomas.
–Un no es inaceptable. ¿Acaso buscas que te persuada? –su mirada se volvió sensual.
Sabiendo cómo intentaría persuadirla, lo esquivó, fue al aparador y agarró el contrato matrimonial. Se lo dio con manos temblorosas. Él lo aceptó, sin dejar de mirarla.
–He firmado –dijo ella, casi sin aliento.
–Te